Mario Llosa - La Tía Julia Y El Escribidor
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El Dr. Dn. Barreda y Zaldívar cerró el expediente, y, en la mañana aquejada de ruidos judiciales, reflexionó. ¿Los Testigos de Jehová? Los conocía. No hacía muchos años, un hombre que se movilizaba por el mundo en bicicleta había venido a tocar la puerta de su casa y a ofrecerle el periódico "Despierta", que él, en un momento de debilidad, había adquirido. Desde entonces, con una puntualidad astral, el Testigo había rondado su hogar, a distintas horas del día y de la noche, insistiendo en iluminarlo, abrumándolo con folletos, libros, revistas, de distinto espesor y temática, hasta que, incapaz de alejar de su morada al Testigo por los civilizados métodos de la persuasión, la súplica, la arenga, el magistrado había recurrido a la fuerza policial. De modo que era uno de estos impetuosos catequizadores el violador. El Dr. Dn. Barreda y Zaldívar se dijo que el caso se ponía interesante.
Era todavía media mañana y el magistrado, acariciando distraídamente el acerado y largo cortapapeles de empuñadura Tiahuanaco, que tenía en su escritorio como prenda del afecto de sus superiores, colegas y subordinados (se lo habían regalado al cumplir sus bodas de plata de abogado), llamó al secretario y le indicó que hiciera pasar a los declarantes.
Entraron primero los guardias Cusicanqui Apéstegui y Tito Parinacocha, quienes, con habla respetuosa, confirmaron las circunstancias del arresto de Gumercindo Tello y dejaron constancia de que éste, salvo negar los cargos, se había mostrado servicial, aunque un poco empalagoso con su manía religiosa. El Dr. Zelaya, los anteojos columpiándose sobre su nariz, iba redactando el acta mientras los guardias hablaban.
Pasaron después los padres de la menor, una pareja cuya avanzada edad sorprendió al magistrado: ¿cómo habían podido procrear hacía sólo trece años ese par de vejestorios? Sin dientes, con los ojos medio recubiertos por legañas, el padre, don Isaías Huanca, refrendó rápidamente el parte policial en lo que lo concernía y quiso saber después, con mucha urgencia, si Sarita contraería matrimonio con el señor Tello. Apenas hecha su pregunta, la señora Salaverría de Huanca, una mujer menuda y arrugada, avanzó hacia el magistrado y le besó la mano, a la vez que, con voz implorante, le pedía que fuera bueno y obligara al Sr. Tello a llevar a Sarita al altar. Costó trabajo al Dr. Dn. Barreda y Zaldívar explicar a los ancianos que entre las altas funciones que le habían sido confiadas, no figuraba la de casamentero. La pareja, por lo visto, parecía más interesada en desposar a la niña que en castigar el abuso, hecho que apenas mencionaban y sólo cuando eran urgidos a ello, y perdían mucho tiempo en enumerar las virtudes de Sarita, como si la tuvieran en venta.
Sonriendo para sus adentros, el magistrado pensó que estos humildes labradores -no había duda que procedían del Ande y que habían vivido en contacto con la gleba- lo hacían sentirse un padre acrimonioso que se niega a autorizar la boda de su hijo. Intentó hacerlos recapacitar: ¿cómo podían desear para marido de su hija a un hombre capaz de cometer estupro contra una niña inerme? Pero ellos se arrebataban la palabra, insistían, Sarita sería una esposa modelo, a sus cortos años sabía cocinar, coser y de todo, ellos eran ya viejos y no querían dejarla huerfanita, el Sr. Tello parecía serio y trabajador, aparte de haberse propasado con Sarita la otra noche nunca se lo había visto borracho, era muy respetuoso, salía muy temprano al trabajo con su maletín de herramientas y su paquete de esos periodiquitos que vendía de casa en casa. ¿Un muchacho que luchaba así por la vida no era acaso un buen partido para Sarita? Y ambos ancianos elevaban las manos hacia el magistrado: "Compadézcase y ayúdenos, señor juez".
Por la mente del Dr. Dn. Barreda y Zaldívar flotó, nubecilla negra preñada de lluvia, una hipótesis: ¿y si todo fuera un ardid tramado por esta pareja para desposar a su vástaga? Pero el parte médico era terminante: la niña había sido violada. No sin dificultad, despidió a los testigos. Pasó entonces la víctima.
El ingreso de Sarita Huanca Salaverría iluminó el adusto despacho del juez instructor. Hombre que todo lo había visto, ante el cual, como victimarios o víctimas, habían desfilado todas las rarezas y psicologías humanas, el Dr. Dn. Barreda y Zaldívar se dijo, sin embargo, que se hallaba ante un espécimen auténticamente original. ¿Sarita Huanca Salaverría era una niña? Sin duda, a juzgar por su edad cronológica, y por su cuerpecito en el que tímidamente se insinuaban las turgencias de la femineidad, y por las trenzas que recogían sus cabellos y por la falda y la blusa escolares que vestía. Pero, en cambio, en su manera de moverse, tan gatuna, y de pararse, apartando las piernas, quebrando la cadera, echando atrás los hombros y colocando las manitas con desenvoltura invitadora en la cintura, y, sobre todo, en su manera de mirar, con esos ojos profanos y aterciopelados, y de morderse el labio inferior con unos dientecillos de ratón, Sarita Huanca Salaverría parecía tener una experiencia dilatada, una sabiduría de siglos.
El Dr. Dn. Barreda y Zaldívar tenía un tacto extremado para interrogar a los menores. Sabía inspirarles confianza, dar rodeos para no herir sus sentimientos, y le era fácil, con suavidad y paciencia, inducirlos a trajinar escabrosos asuntos. Pero su experiencia esta vez no le sirvió. Apenas preguntó, eufemísticamente, a la menor si era cierto que Gumercindo Tello la molestaba desde hacía tiempo con frases maleducadas, Sarita Huanca se lanzó a hablar. Sí, desde que vino a vivir a la Victoria, a todas horas, en todos los sitios. Iba a esperarla al paradero del ómnibus y la acompañaba hasta la casa diciéndole: "Me gustaría chuparte la miel", "Tú tienes dos naranjitas y yo un platanito" y "por ti me estoy chorreando de amor". Pero no fueron estas alegorías, tan inconvenientes en boca de una niña, lo que caldeó las mejillas del magistrado y atoró la mecanografía del Dr. Zelaya, sino las acciones con que Sarita comenzó a ilustrar las acechanzas de que fuera objeto. El mecánico siempre estaba tratando de tocarla, aquí: y las dos manitas, elevándose, se ahuecaron sobre los tiernos pechos y dedicaron a calentarlos amorosamente. Y también aquí: y las manitas caían sobre las rodillas y las repasaban, y subían, subían, arrugando la falda, por los (hasta hacía poco impúberes) muslitos. Pestañeando, tosiendo, cambiando una veloz mirada con el secretario, el Dr. Dn. Barreda y Zaldívar explicó paternalmente a la niña que no era necesario ser tan concreta, que podía quedarse en las generalidades. Y también la pellizcaba aquí, lo interrumpió Sarita, tornándose de medio lado y alargando hacia él una grupa que súbitamente pareció crecer, inflarse, como un globo de espuma. El magistrado tuvo el presentimiento vertiginoso de que su oficina podía convertirse en cualquier momento en un templo de strip-tease.
Haciendo un esfuerzo para dominar el nerviosismo, el magistrado, con voz calma, incitó a la menor a olvidar los prolegómenos y a concentrarse en el hecho mismo de la violación. Le explicó que, aunque debía relatar con objetividad lo sucedido, no era imprescindible que se demorara en los detalles, y la exoneró de aquéllos que -y el Dr. Dn. Barreda y Zaldívar carraspeó, con una pizca de embarazo- hirieran su pudor. El magistrado quería, de un lado, acortar la entrevista, y, de otro, adecentarla, y pensaba que, al referir la agresión erótica, la niña, lógicamente conturbada, sería expeditiva y sinóptica, cauta y superficial.
Pero Sarita Huanca Salaverría, al oír la sugestión del juez, como un gallito de pelea al olisquear la sangre, se enardeció, excedió, vertió íntegra en un soliloquio salaz y en una representación mímico-seminal que cortó la respiración del Dr. Dn. Barreda y Zaldívar y sumió al Dr. Zelaya en un desasosiego corporal francamente indecoroso (¿y tal vez masturbatorio?). El mecánico había tocado la puerta así, y, al ella abrir, la había mirado así, y hablado así, y luego se había arrodillado así, tocándose el corazón así, y se le había declarado así, jurándole que la amaba así. Aturdidos, hipnotizados, el juez y el secretario veían a la niña-mujer aletear como un ave, empinarse como una danzarina, agacharse y alzarse, sonreír y enojarse, modificar la voz y duplicarla, imitarse a sí misma y a Gumercindo Tello, y, por fin, caer de hinojos y declarar (se, le) su amor. El Dr. Dn. Barreda y Zaldívar estiró una mano, balbuceó que bastaba, pero ya la víctima locuaz iba explicando que el mecánico la había amenazado con un cuchillo así, y se le había abalanzado así, haciéndola resbalar así y tirándose sobre ella así y cogiéndole la falda así, y en ese momento el juez -pálido, noble, mayestático, iracundo profeta bíblico- se incorporó en el asiento y rugió: “¡Basta! ¡Basta! ¡Suficiente!". Era la primera vez en su vida que levantaba la voz.
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