Mario Llosa - La Tía Julia Y El Escribidor

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El joven de dieciocho años Mario Vargas trabaja en una radio peruana, cuyos jefes han traído desde Bolivia al más exitoso escritor de radioteatros, Pedro Camacho, un individuo excéntrico que aparte de escribir sus libretos, también los interpreta. Al tiempo, Marito se enamora de la tía Julia, una pariente política suya, divorciada y de treinta años. Ese amor prohibido desafía a la amplia familia del aspirante a escritor que inicia toda una odisea para poder consumarlo…

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– Hoy habló poco y no estuvo inspirado. Hay veces que parte el alma ver cómo esas ideas no se conservan para la posteridad.

Le pregunté si ella, "que tenía tanta experiencia”, pensaba realmente que Pedro Camacho era una persona de mucho talento. Tardó unos segundos en encontrar las palabras adecuadas para formular su pensamiento:

– Ese hombre santifica la profesión del artista.

VI

Una resplandeciente mañana de verano, atildado y puntual como era su costumbre, entró el Dr. Dn. Pedro Barreda y Zaldívar a su despacho de juez instructor de la Primera Sala (en lo Penal) de la Corte Superior de Lima. Era un hombre que había llegado a la flor de la edad, la cincuentena, y en su persona -frente ancha, nariz aguileña, mirada penetrante, rectitud y bondad en el espíritu-, la pulcritud ética se transparentaba en una apostura que le merecía al instante el respeto de las gentes. Vestía con la modestia que corresponde a un magistrado de magro salario que es constitutivamente inapto para el cohecho, pero con una corrección tal que producía una impresión de elegancia. El Palacio de Justicia comenzaba a desperezarse de su descanso nocherniego y su mole se iba inundando de una afanosa muchedumbre de abogados, tinterillos, conserjes, demandantes, notarios, albaceas, bachilleres y curiosos. En el corazón de esa colmena, el Dr. Dn. Barreda y Zaldívar abrió su maletín, sacó dos expedientes, se sentó en su escritorio y se dispuso a comenzar la jornada. Segundos después se materializó en su despacho, raudo y silente como un aerolito en el espacio, el secretario, Dr. Zelaya, hombrecillo con anteojos, de bigotito mosca que movía rítmicamente al hablar.

– Muy buenos días, mi señor doctor -saludó al magistrado, haciendo una reverencia de bisagra.

– Lo mismo le deseo, Zelaya -le sonrió afablemente el Dr. Dn. Barreda y Zaldívar-. ¿Qué nos depara la mañana?

– Estupro de menor con agravante de violencia mental -depositó en el escritorio un expediente de buen cuerpo el secretario-. El responsable, un vecino de la Victoria de catadura lombrosiana, niega los hechos. Los principales testigos están en el pasillo.

– Antes de escucharlos, necesito releer el parte policial y la demanda de la parte civil -le recordó el magistrado.

– Esperarán lo que haga falta -repuso el secretario. Y salió del despacho.

El Dr. Dn. Barreda y Zaldívar tenía, bajo su sólida coraza jurídica, alma de poeta. Una lectura de los helados documentos judiciales le bastaba para, separando la costra retórica de cláusulas y latinajos, llegar con la imaginación a los hechos. Así, leyendo el parte asentado en la Victoria, reconstituyó con viveza de detalles la denuncia. Vio entrar el lunes pasado, a la Comisaría del abigarrado y variopinto distrito, a la niña de trece años y alumna de la Unidad Escolar "Mercedes Cabello de Carbonera", llamada Sarita Huanca Salaverría. Venía llorosa y con moretones en la cara, brazos y piernas, entre sus padres don Casimiro Huanca Padrón y doña Catalina Salaverría Melgar. La menor había sido mancillada la víspera, en la casa de vecindad de la avenida Luna Pizarro N. 12, cuarto H, por el sujeto Gumercindo Tello, inquilino de la misma casa de vecindad (cuarto J). Sarita, venciendo su confusión y quebranto, había revelado a los custodios del orden que el estupro no era sino el saldo trágico de un largo y secreto asedio a que se había visto sometida por el violador. Éste, en efecto, hacía ya ocho meses -es decir desde el día en que había venido a instalarse, como extravagante pájaro de mal agüero, en la casa de vecindad N. 12-, perseguía a Sarita Huanca, sin que los padres de ésta o los otros vecinos pudieran advertirlo, con piropos de mal gusto e insinuaciones intrépidas (como decirle: "Me gustaría exprimir los limones de tu huerta" o "Un día de éstos te ordeñaré"). De las profecías, Gumercindo Tello había pasado a las obras, realizando varios intentos de manoseo y beso de la púber, en el patio de la casa de vecindad N. 12 o en calles adyacentes, cuando la niña venía del colegio o cuando salía a hacer mandados. Por natural pudor, la víctima no había prevenido a los padres sobre el acoso.

La noche del domingo, diez minutos después que sus padres salieron en dirección al cine Metropolitan, Sarita Huanca, que hacía las tareas del colegio, oyó unos golpecillos en la puerta. Fue a abrir y se encontró con Gumercindo Tello. "¿Qué desea?", le preguntó cortésmente. El violador, aparentando el aire más inofensivo del mundo, alegó que su primus se había quedado sin combustible: ya era tarde para ir a comprarlo y venía a que le prestaran un conchito de kerosene para preparar su comida (prometía devolverlo mañana). Dadivosa e ingenua, la niña Huanca Salaverría hizo entrar al individuo y le indicó que la lata de kerosene estaba entre la hornilla y el balde que hacía las veces de retrete.

(El Dr. Dn. Barreda y Zaldívar sonrió ante ese desliz del custodio del orden que había asentado la denuncia y que, sin quererlo, delataba en los Huanca Salaverría esa costumbre bonaerense de hacer sus necesidades en un balde en el mismo recinto donde se come y se duerme).

Apenas hubo conseguido, mediante dicha estratagema, introducirse en el cuarto H, el acusado trancó la puerta. Se puso luego de rodillas y, juntando las manos, comenzó a musitar palabras de amor a Sarita Huanca Salaverría, quien sólo en este momento sintió alarma por su suerte. En un lenguaje que la niña describía como romántico, Gumercindo Tello le aconsejaba que accediera a sus deseos. ¿Cuáles eran éstos? Que se despojara de sus prendas de vestir y se dejara tocar, besar y arrebatar el himen. Sarita Huanca, sobreponiéndose, rechazó con energía las propuestas, increpó a Gumercindo Tello y lo amenazó con llamar a los vecinos. Fue al oír esto que el acusado, renunciando a su actitud suplicante, extrajo de sus ropas un cuchillo y amenazó a la niña con darle de puñaladas al menor grito. Poniéndose de pie, avanzó hacia Sarita diciendo: "Vamos, vamos, ya te estás calateando, mi amor", y como ella, pese a todo, no le obedeciera, le regaló una andanada de puñetazos y patadas, hasta hacerla caer al suelo. Allí, presa de un nerviosismo que, según la víctima, le hacía chocar los dientes, el violador le arrancó las ropas a jalones, procedió también a desabotonar las suyas, y se derrumbó sobre ella, hasta perpetrar, allí en el suelo, el acto carnal, el mismo que, debido a la resistencia que ofrecía la muchacha, estuvo yapado de nuevos golpes, de los cuales quedaban huellas en forma de hematomas y chichones. Satisfechas sus ansias, Gumercindo Tello abandonó el cuarto H no sin antes recomendar a Sarita Huanca Salaverría que no dijera una palabra de lo sucedido si pretendía llegar a vieja (y agitó el cuchillo para mostrar que hablaba en serio). Los padres, al volver del Metropolitan, encontraron a su hija bañada en llanto y con el cuerpo depredado. Luego de curar sus heridas la exhortaron a decir qué había ocurrido, pero ella, por vergüenza, se negaba. Y así pasó la noche entera. A la mañana siguiente, sin embargo, algo repuesta del impacto emocional que le significó la pérdida del himen, la niña contó todo a sus progenitores, quienes, de inmediato, se apersonaron a la Comisaría de la Victoria para denunciar el suceso.

El Dr. Dn. Barreda y Zaldívar cerró un instante los ojos. Sentía (pese a su roce diario con el delito no se había encallecido) lástima por lo ocurrido a la niña, pero se dijo a sí mismo que, a simple vista, se trataba de un delito sin misterio, prototípico, milimétricamente encuadrado en el Código Penal, en las figuras de violación y abuso de menor, con sus más caracterizados agravantes de premeditación, violencias de hecho y de dicho, y crueldad mental.

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