– Tanto quejarse ya consiguieron el redactor nuevo que querían, par de flojos. El Gran Pablito trabajará con ustedes. ¡No se duerman sobre sus laureles!
El refuerzo que recibió el Servicio de Informaciones fue más moral que material, porque a la mañana siguiente, cuando, puntualísimo, el Gran Pablito se presentó a las siete en la oficina, y me preguntó qué debía hacer y le encargué dar la vuelta a una reseña parlamentaria, puso cara de espanto, tuvo un acceso de tos que lo dejó amoratado, y tartamudeó que era imposible:
– Si yo no sé leer ni escribir, señor.
Aprecié como fina muestra del espíritu risueño de Genaro-hijo el que nos hubiera elegido para nuevo redactor a un analfabeto. Pascual, a quien el saber que la Redacción se bifurcaría entre él y el Gran Pablito había puesto nervioso, recibió la noticia del analfabetismo con franca alegría. En mi delante riñó a su flamante colega por su espíritu apático, por no haber sido capaz de educarse, como había hecho él, ya adulto, yendo a los cursos gratuitos de la nocturna. El Gran Pablito, muy asustado, asentía, repitiendo como un autómata "es verdad, no había pensado en eso, así es, tiene usted toda la razón”, y mirándome con cara de inminente despedido. Lo tranquilicé, diciéndole que se encargaría de bajar los boletines a los locutores. En realidad, se convirtió en un esclavo de Pascual, quien lo tenía todo el día trotando del altillo a la calle y viceversa, para que le trajera cigarrillos, o unas papas rellenas que vendía un ambulante de la calle Carabaya y hasta yendo a ver si llovía. El Gran Pablito soportaba su servidumbre con excelente espíritu de sacrificio e incluso demostraba más respeto y amistad hacia su torturador que hacia mí. Cuando no estaba haciendo mandados de Pascual, se encogía en un rincón de la oficina, y, apoyando la cabeza en la pared, se dormía instantáneamente. Roncaba con unos ronquidos sincrónicos y sibilantes, de ventilador enmohecido.
Era un espíritu generoso. No le guardaba el más mínimo rencor a Pedro Camacho por haberlo sustituido por un advenedizo de Radio Victoria. Se expresaba siempre en los términos más elogiosos del escriba boliviano, por quien sentía la más genuina admiración. Con frecuencia, me pedía permiso para ir a los ensayos de los radioteatros. Cada vez volvía más entusiasmado:
– Este tipo es un genio -decía, ahogándose-. Se le ocurren cosas milagrosas.
Traía siempre anécdotas muy divertidas sobre las proezas artísticas de Pedro Camacho. Un día nos juró que éste había aconsejado a Luciano Pando que se masturbara antes de interpretar un diálogo de amor con el argumento de que eso debilitaba la voz y provocaba un jadeo muy romántico. Luciano Pando se había resistido.
– Ahora se entiende por qué cada vez que hay una escena sentimental se mete al bañito del patio, don Mario -hacía cruces y se besaba los dedos el Gran Pablito-. Para corrérsela, para qué va a ser. Por eso le sale la voz tan suavecita.
Discutimos largamente con Javier sobre si sería cierto o una invención del nuevo redactor y llegamos a la conclusión de que, en todo caso, había bases suficientes para no considerarlo absolutamente imposible.
– Sobre esas cosas deberías escribir un cuento y no sobre Doroteo Martí -me amonestaba Javier-. Radio Central es una mina para la literatura.
El cuento que estaba empeñado en escribir, en esos días, se basaba en una anécdota que me había contado la tía Julia, algo que ella misma había presenciado en el Teatro Saavedra de La Paz. Doroteo Martí era un actor español que recorría América haciendo llorar lágrimas de inflamada emoción a las multitudes con "La Malquerida" y "Todo un hombre" o calamidades más truculentas todavía. Hasta en Lima, donde el teatro era una curiosidad extinta desde el siglo pasado, la Compañía de Doroteo Martí había repletado el Municipal con una representación que, según la leyenda, era el non plus ultra de su repertorio: la Vida, Pasión y Muerte de Nuestro Señor. El artista tenía un acerado sentido práctico y las malas lenguas decían que, alguna vez, el Cristo interrumpía su sollozante noche de dolor en el Bosque de los Olivos para anunciar, con voz amable, al distinguido público asistente que el día de mañana la Compañía ofrecería una función de gancho en la que cada caballero podría llevar a su pareja gratis (y continuaba el Calvario). Fue precisamente una representación de la Vida, Pasión y Muerte lo que había visto la tía Julia en el Teatro Saavedra. Era el instante supremo, Jesucristo agonizaba en lo alto del Gólgota, cuando el público advirtió que el madero en el que permanecía amarrado, entre nubes de incienso, Jesucristo-Martí, comenzaba a cimbrearse. ¿Era un accidente o un efecto previsto? Prudentes, cambiando sigilosas miradas, la Virgen, los Apóstoles, los legionarios, el pueblo en general, comenzaban a retroceder, a apartarse de la cruz oscilante, en la que, todavía con la cabeza reclinada sobre el pecho, Doroteo-Jesús había empezado a murmurar, bajito, pero audible en las primeras filas de la platea: "Me caigo, me caigo". Paralizados sin duda por el horror al sacrilegio, nadie, entre los invisibles ocupantes de las bambalinas, acudía a sujetar la cruz, que ahora bailaba desafiando numerosas leyes físicas en medio de un rumor de alarma que había reemplazado a los rezos. Segundos después los espectadores paceños pudieron ver a Martí de Galilea, viniéndose de bruces sobre el escenario de sus glorias, bajo el peso del sagrado madero, y escuchar el estruendo que remeció el teatro. La tía Julia me juraba que Cristo había alcanzado a rugir salvajemente, antes de hacerse una mazamorra contra las tablas: "Me caí, carajo". Era sobre todo ese final el que yo quería recrear; el cuento iba a terminar así, de manera efectista, con el rugido y la palabrota de Jesús. Quería que fuera un cuento cómico y, para aprender las técnicas del humor, leía en los colectivos, Expresos y en la cama antes de caer dormido a todos los escritores risueños que se ponían a mi alcance, desde Mark Twain y Bernard Shaw hasta Jardiel Poncela y Fernández Flórez. Pero, como siempre, no me salía y Pascual y el Gran Pablito iban contando las cuartillas que yo mandaba al canasto. Menos mal que, en lo que se refería al papel, los Genaros eran manirrotos con el Servicio de Informaciones.
Pasaron dos o tres semanas antes de que conociera al hombre de Radio Victoria que había reemplazado al Gran Pablito. A diferencia de lo que ocurría antes de su llegada, en que uno podía asistir libremente a la grabación de los radioteatros, Pedro Camacho había prohibido que nadie, fuera de actores y técnicos, entrara al estudio, y, para impedirlo, cerraba las puertas e instalaba ante ellas la desarmante mole de Jesusito. Ni el propio Genaro-hijo había sido exonerado. Recuerdo la tarde en que, como siempre que tenía problemas y necesitaba un paño de lágrimas, se presentó en el altillo con las narices vibrándole de indignación y me dio sus quejas:
– Traté de entrar al estudio y paró el programa en seco y se negó a grabarlo hasta que me largara -me dijo, con voz descompuesta-. Me ha prometido que la próxima vez que interrumpa un ensayo me tirará el micro a la cabeza. ¿Qué hago? ¿Lo despido con cajas destempladas o me trago el sapo?
Le dije lo que quería que le dijera: que, en vista del éxito de los radioteatros ("en aras de la radiotelefonía nacional, etcétera") se tragara el sapo y no volviera a meter las narices en los dominios del artista. Así lo hizo y yo quedé enfermo de curiosidad por asistir a la grabación de alguno de los programas del escriba.
Una mañana, a la hora de nuestro consabido café, después de un cauteloso rodeo me atreví a sondear a Pedro Camacho. Le dije que tenía ganas de ver en acción al nuevo encargado de los efectos especiales, de comprobar si era tan bueno como él me había dicho:
Читать дальше