Mario Llosa - La Tía Julia Y El Escribidor
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El siguiente documento que releyó era el parte de los custodios del orden que habían efectuado la detención de Gumercindo Tello.
Conforme instrucciones de su superior, capitán G. C. Enrique Soto, los guardias Alberto Cusicanqui Apéstegui y Huasi Tito Parinacocha se apersonaron con una orden de arresto a la casa de vecindad N. 12 de la avenida Luna Pizarro, pero el individuo no se encontraba en su hogar. Mediante los vecinos, se informaron que era de profesión mecánico y trabajaba en el Taller de Reparación de Motores y Soldadura Autógena "El Inti", sito al otro extremo del distrito, casi en las faldas del cerro El Pino. Los guardias procedieron a trasladarse de inmediato hasta allí. En el taller, se dieron con la sorpresa de que Gumercindo Tello acababa de partir, informándoles además el dueño del taller, Sr. Carlos Príncipe, que había pedido licencia con motivo de un bautizo. Cuando los guardias inquirieron, entre los operarios, en qué iglesia podía encontrarse, éstos se miraron con malicia y cambiaron sonrisas. El Sr. Príncipe explicó que Gumercindo Tello no era católico sino Testigo de Jehová y que para esa religión el bautizo no se celebraba en iglesia y con cura sino al aire libre y a zambullidas.
Maliciando que (como se ha dado ya el caso) la tal congregación fuera una cofradía de invertidos, Cusicanqui Apéstegui y Tito Parinacocha exigieron que se los condujera al sitio donde se hallaba el acusado. Luego de un buen rato de vacilaciones y cambio de palabras, el propietario de "El Inti" en persona los guió al lugar donde, dijo, era posible que estuviera Tello, pues una vez, hacía ya tiempo, cuando trataba de catequizarlos a él y a los compañeros del taller, lo había invitado a presenciar allí una ceremonia (experiencia de la cual el susodicho no había quedado nada convencido).
El Sr. Príncipe llevó en su automóvil a los custodios del orden a los confines de la calle Maynas y el Parque Martinetti, descampado donde los vecinos de los alrededores queman basuras y donde hay una entradita del río Rímac. En efecto, allí estaban los Testigos de Jehová. Cusicanqui Apéstegui y Tito Parinacocha descubrieron una docena de personas de distintas edades y sexos metidas hasta la cintura en las aguas fangosas, no en ropa de baño sino muy vestidas, algunos hombres con corbata y uno de ellos incluso con sombrero. Indiferentes a las bromas, pullas, tiros de cáscaras y otras criollas picardías de los vecinos que se habían amontonado a la orilla para verlos, proseguían muy serios una ceremonia que a los custodios del orden les pareció, en el primer momento, poco menos que un intento colectivo de homicidio por inmersión. Esto es lo que vieron: a la vez que entonaban, en voz muy convencida, extraños cánticos, los Testigos tenían cogido de los brazos a un anciano de poncho y chullo, al que sepultaban en las inmundas aguas ¿con el propósito de sacrificarlo a su Dios? Pero cuando los guardias, revólver en mano y embarrándose las polainas, les ordenaron interrumpir su criminal acto, el anciano fue el primero en enojarse, exigiendo a los guardias que se retiraran y llamándolos cosas raras (como 'romanos' y 'papistas'). Los custodios del orden debieron resignarse a esperar que terminara el bautizo para detener a Gumercindo Tello, a quien habían identificado gracias al Sr. Príncipe. La ceremonia duró unos minutos más, en el curso de los cuales continuaron los rezos y los remojones del bautizado hasta que éste comenzó a voltear los ojos, a tragar agua y atorarse, momento en que los Testigos optaron por sacarlo en peso hasta la orilla, donde principiaron a felicitarlo por la nueva vida que, decían, comenzaba a partir de ese instante
Fue en ese momento que los guardias capturaron a Gumercindo Tello. El mecánico no ofreció la menor resistencia, ni pretendió huir, ni mostró sorpresa por el hecho de ser detenido, limitándose a decir a los otros al recibir las esposas: "Hermanos, nunca los olvidaré". Los Testigos prorrumpieron de inmediato en nuevos cánticos, mirando al cielo y poniendo los ojos en blanco, y así los acompañaron hasta el auto del Sr. Príncipe, quien trasladó a los guardias y al detenido a la Comisaría de la Victoria, donde se le despidió agradeciéndole los servicios prestados.
En la Comisaría, el capitán G. C. Enrique Soto preguntó al acusado si quería secar sus zapatos y pantalones en el patio, a lo cual Gumercindo Tello repuso que se hallaba acostumbrado a andar mojado por el gran incremento de conversiones a la verdadera fe que se registraba últimamente en Lima. De inmediato, el capitán Soto procedió a interrogarlo, a lo cual el acusado se prestó con ánimo cooperativo. Preguntado por sus generales de ley, repuso llamarse Gumercindo Tello y ser hijo de doña Gumercinda Tello, natural de Moquegua y ya difunta, y de padre desconocido, y haber nacido él mismo, también, probablemente en Moquegua hace unos veinticinco o veintiocho años. Respecto a esta duda explicó que su madre lo había entregado, a poco de nacido, a un orfelinato de varones regentado en esa ciudad por la secta papista, en cuyas aberraciones, dijo, había sido educado y de las que felizmente se había liberado a los quince o dieciocho años. Indicó que hasta esa edad había permanecido en el orfelinato, fecha en que éste desapareció en un gran incendio, quemándose también todos los archivos, motivo por el cual él se había quedado en el misterio sobre su exacta edad. Explicó que el siniestro fue providencial en su vida, pues en esa ocasión conoció a una pareja de sabios que viajaban de Chile a Lima, por tierra, abriendo los ojos de los ciegos y destapando los oídos de los sordos sobre las verdades de la filosofía. Puntualizó que se había venido a Lima con esa pareja de sabios, cuyo nombre le excusó de revelar porque dijo que era bastante saber que existían para tener también que etiquetarlos, y que aquí había vivido desde entonces repartiendo su tiempo entre la mecánica (oficio que aprendió en el orfelinato) y la propagación de la ciencia de la verdad. Dijo haber vivido en Breña, en Vitarte, en los Barrios Altos, y haberse instalado en la Victoria hacía ocho meses, por haber obtenido empleo en el Taller de Reparación de Motores y Soldadura Autógena "El Inti", que quedaba demasiado lejos de su domicilio anterior.
El acusado admitió residir desde entonces en la casa de vecindad N. 12 de la avenida Luna Pizarro, en calidad de inquilino. Reconoció asimismo a la familia Huanca Salaverría, a la que, dijo, había ofrecido varias veces pláticas iluminativas y buenas lecturas, sin haber tenido éxito por hallarse ellos, al igual que los otros inquilinos, muy intoxicados por las herejías romanas. Enfrentado al nombre de su presunta víctima, la niña Sarita Huanca Salaverría, dijo recordarla e insinuó que, por tratarse de una persona todavía en su tierna edad, no perdía las esperanzas de que enrumbara algún día por el buen camino. Puesto entonces en antecedentes de la acusación, Gumercindo Tello manifestó viva sorpresa, negando los cargos, para, un momento después (¿simulando una perturbación con miras a su futura defensa?) romper a reír muy contento diciendo que ésta era la prueba que le reservaba Dios para barometrar su fe y su espíritu de sacrificio. Añadiendo que ahora entendía por qué no había salido sorteado en el Servicio Militar, ocasión que él esperaba con impaciencia para, predicando con el ejemplo, negarse a vestir el uniforme y a jurar fidelidad a la bandera, atributos de Satán.-El capitán G. C. Enrique Soto le preguntó si estaba hablando en contra del Perú, a lo cual respondió el acusado que de ningún modo y que sólo se refería a asuntos de la religión. Y procedió entonces, de manera fogosa, a explicar al capitán Soto y a los guardias que Cristo no era Dios sino Su Testigo y que era falso, como mentían los papistas, que lo hubieran crucificado siendo así que lo habían clavado en un árbol y que la Biblia lo probaba. A este respecto les aconsejó leer "Despierta", quincenario que, por el precio de dos soles, sacaba de dudas sobre éste y otros temas de cultura y proporcionaba sano entretenimiento. El capitán Soto lo hizo callar, advirtiéndole que en el recinto de la Comisaría estaba prohibido hacer propaganda comercial. Y lo conminó a que dijera dónde se hallaba y qué hacía la víspera, a las horas en que Sarita Huanca Salaverría aseguraba haber sido violada y golpeada por él. Gumercindo Tello afirmó que esa noche, como todas las noches, había permanecido en su cuarto, solo, entregado a la meditación sobre el Tronco y sobre cómo, contra lo que hacía creer cierta gente, no era verdad que todos los hombres fueran a resucitar el día del Juicio Final, siendo así que muchos nunca resucitarían, lo que probaba la mortalidad del alma. Llamado al orden una vez más, el acusado pidió excusas y dijo que no lo hacía adrede, pero que no podía eximirse, a cada momento, de estar arrojando un poco de luz a los demás, ya que lo desesperaba ver en qué tinieblas vivía la gente. Y concretó que no recordaba haber visto a Sarita Huanca Salaverría esa noche ni tampoco la víspera, y rogó que en el parte se hiciera constar que, pese a haber sido calumniado, no guardaba rencor a esa muchacha y que incluso le estaba agradecido porque tenía sospechas de que a través de ella Dios quería probar la musculatura de su fe. Viendo que no sería posible obtener de Gumercindo Tello otras precisiones sobre los cargos formulados, el capitán G. C. Enrique Soto puso fin al interrogatorio y transfirió al acusado a la carceleta del Palacio de Justicia, a fin de que el juez instructor dé al caso el desarrollo que corresponda.
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