Mario Llosa - La Tía Julia Y El Escribidor

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El joven de dieciocho años Mario Vargas trabaja en una radio peruana, cuyos jefes han traído desde Bolivia al más exitoso escritor de radioteatros, Pedro Camacho, un individuo excéntrico que aparte de escribir sus libretos, también los interpreta. Al tiempo, Marito se enamora de la tía Julia, una pariente política suya, divorciada y de treinta años. Ese amor prohibido desafía a la amplia familia del aspirante a escritor que inicia toda una odisea para poder consumarlo…

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Desde el suelo, donde se había tendido al llegar al punto neurálgico de su gráfica deposición, Sarita Huanca Salaverría miraba asustada al índice que parecía fulminarla.

– No necesito saber más -repitió, más suavemente, el magistrado-. Ponte de pie, alísate la falda, vuelve donde tus padres.

La víctima se incorporó, asintiendo, con una carita descargada de todo histrionismo e impudor, niña de nuevo, visiblemente compungida. Haciendo venias humildes fue retrocediendo hasta la puerta y salió. El juez se volvió entonces al secretario y, con tono medido, nada irónico, le sugirió que dejara de teclear pues ¿no se daba cuenta acaso que el papel se había deslizado al suelo y que estaba escribiendo sobre el rodillo vacío? Granate, el Dr. Zelaya tartamudeó que lo ocurrido lo había perturbado. El Dr. Dn. Barreda y Zaldívar le sonrió:

– Nos ha sido dado presenciar un espectáculo fuera de lo común -filosofó el magistrado-. Esa niña tiene el demonio en la sangre y, lo peor, es que probablemente no lo sabe.

– ¿Es eso lo que los norteamericanos llaman una Lolita, doctor? -intentó acrecentar sus conocimientos el secretario.

– Sin duda, una Lolita típica -sentenció el juez. Y poniendo al mal tiempo buena cara, lobo de mar irredimible que aun de los ciclones saca lecciones optimistas añadió:- Por lo menos, alegrémonos de saber que en este campo, el coloso del Norte no tiene la exclusiva. Esta aborigen puede pararle el macho a cualquier Lolita gringa.

– Se comprende que haya sacado de sus casillas al asalariado y que éste la violara -divagó el secretario-. Después de verla y oírla uno juraría que fue ella quien lo desvirgó.

– Alto ahí, le prohíbo esa clase de presunciones -lo reconvino el juez y el secretario palideció-. Nada de adivinanzas suspicaces. Que comparezca Gumercindo Tello.

Diez minutos después, cuando lo vio entrar al despacho, escoltado por dos guardias, el Dr. Dn. Barreda y Zaldívar comprendió inmediatamente que la catalogación del secretario era abusiva. No se trataba de un lombrosiano sino de algo, en cierto sentido, muchísimo más grave: de un creyente. Con un escalofrío nemotécnico que le erizó los vellos del pescuezo, el juez, al ver la cara de Gumercindo Tello, recordó la inmutable mirada del hombre de la bicicleta y la revista “Despierta" con el que había tenido pesadillas, esa mirada tranquilamente testaruda del que sabe, del que no tiene dudas, del que ha resuelto los problemas. Era un muchacho que sin duda no había cumplido aún los treinta años, y cuyo físico enteco, puro hueso y pellejo, pregonaba a los vientos el desprecio que le merecían la comida y la materia, con los cabellos cortados casi al rape, moreno y más bien bajo. Vestía un gris neblina, no dandy ni mendigo, sino medio pelo, seco ya pero muy arrugado por culpa de las bautismales zambullidas, una camisa blanca y unos botines con herrajes. Bastó un vistazo al juez -hombre de olfato antropológico- para saber que sus señas anímicas eran: discreción, sobriedad, ideas fijas, imperturbabilidad y vocación de espíritu. Con mucha crianza, apenas cruzó el umbral, deseó al juez y al secretario unos cordiales buenos días.

El Dr. Dn. Barreda y Zaldívar ordenó a los guardias que le quitaran las esposas y salieran. Era una costumbre que había nacido con su carrera judicial: aun a los más crapulosos criminales los había interrogado a solas, sin coacción, paternalmente, y en esos tête à tête , éstos solían abrirle su corazón como penitente a confesor. Nunca había tenido que lamentar esta arriesgada práctica. Gumercindo Tello se frotó las muñecas y agradeció la prueba de confianza. El juez le señaló un asiento y el mecánico se sentó, al borde mismo, en actitud erecta, como un hombre al que la noción misma de comodidad incomodaba. El juez compuso mentalmente la divisa que sin duda regía la vida del Testigo: levantarse de la cama con sueño, de la mesa con hambre y (si alguna vez iba) salirse del cine antes del final. Intentó imaginarlo banderillado, incendiado por la infantil vampiresa de la Victoria, pero en el acto canceló esa operación imaginaria como lesiva a los derechos de la defensa. Gumercindo Tello se había puesto a hablar:

– Es verdad que no prestamos servidumbre a gobiernos, partidos, ejércitos y demás instituciones visibles, que son todas hijastras de Satán -decía con dulzura-, que no juramos fidelidad a ningún trapo con colorines, ni vestimos uniformes, porque no nos engatusan los oropeles ni los disfraces y que no aceptamos los injertos de piel o de sangre, porque lo que Dios hizo la ciencia no lo deshará. Pero nada de eso quiere decir que no cumplamos nuestras obligaciones. Señor juez, estoy a sus órdenes para lo que se le ofrezca y sepa que ni aun con motivos le faltaría el respeto.

Hablaba de manera pausada, como para facilitar la tarea del secretario, que iba acompañando con música mecanográfica su perorata. El juez le agradeció sus amables propósitos, le hizo saber que respetaba todas las ideas y creencias, muy en especial las religiosas, y se permitió recordarle que no estaba detenido por las que profesaba sino bajo acusación de haber golpeado y violentado a una menor.

Una sonrisa abstracta cruzó el rostro del muchacho de Moquegua.

– Testigo es el que testimonia, el que testifica, el que atestigua -reveló su versación en el saber semántico, mirando fijamente al juez-, el que sabiendo que Dios existe lo hace saber, el que conociendo la verdad la hace conocer. Yo soy Testigo y ustedes dos también podrían serlo con un poco de voluntad.

– Gracias, para otra ocasión -lo interrumpió el juez, levantando el grueso expediente y pasándoselo por los ojos como si fuera un manjar-. El tiempo apremia y esto es lo que importa. Vamos al grano. Y, para principiar, un consejo: lo recomendable, lo que le conviene es la verdad, la limpia verdad.

El acusado, conmovido por alguna rememoración secreta, suspiró hondo.

– La verdad, la verdad -murmuró con tristeza-. ¿Cuál, señor juez? ¿No se tratará, más bien, de esas calumnias, de esos contrabandos, de esas supercherías vaticanas que, aprovechando la ingenuidad del vulgo, nos quieren hacer pasar por la verdad? Modestia aparte, yo creo que conozco la verdad, pero, y se lo pregunto sin ofensa, ¿la conoce usted?

– Me propongo conocerla -dijo el juez, astutamente, palmoteando el cartapacio.

¿La verdad en torno a la fantasía de la cruz, a la broma de Pedro y la piedra, a las mitras, tal vez a la tomadura de pelo papal de la inmortalidad del alma? -se preguntaba sarcásticamente Gumercindo Tello.

– La verdad en torno al delito cometido por usted al abusar de la menor Sarita Huanca Salaverría -contraatacó el magistrado-. La verdad en torno a ese atropello a una inocente de trece años. La verdad en torno a los golpes que le propinó, a las amenazas con que la aterrorizó, al estupro con que la humilló y tal vez preñó.

La voz del magistrado se había ido elevando, acusatoria y olímpica. Gumercindo Tello lo miraba muy serio, rígido como la silla que ocupaba, sin indicios de confusión ni arrepentimiento. Por fin, meneó la cabeza con suavidad de res:

– Estoy preparado para cualquier prueba a que quiera someterme Jehová -aseguró.

– No se trata de Dios sino de usted -lo regresó a la tierra el magistrado-. De sus apetitos, de su lujuria, de su libido.

– Se trata siempre de Dios, señor juez -se empecinó Gumercindo Tello-. Nunca de usted, ni de mí, ni de nadie. De Él, sólo de Él.

– Sea usted responsable -lo exhortó el juez-. Aténgase a los hechos. Admita su falta y la Justicia tal vez lo considere. Proceda como el hombre religioso que trata de hacerme creer que es.

– Me arrepiento de todas mis culpas, que son infinitas -dijo, lúgubremente, Gumercindo Tello-. Sé muy bien que soy un pecador, señor juez.

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