– ¿Y lo vamos a dejar tirado ahí en la playa, para que lo picoteen los alcatraces? -casi sollozó Manzanita.
– Vamos a dejarlo en el basural, para que lo encuentren los camiones municipales, se lo lleven a la Morgue y lo regalen a la Facultad de Medicina para que los estudiantes lo autopsien -se enojó Lituma-. Oíste muy bien las instrucciones, Arévalo, no me las hagas repetírtelas.
– Las oí, pero no me pasa la idea de que tenemos que matarlo, así, en frío -dijo Manzanita unos minutos después-. Y a usted tampoco, aunque trate. Por su voz me doy cuenta que tampoco está de acuerdo con esta orden.
– Nuestra obligación no es estar de acuerdo con la orden, sino ejecutarla -dijo débilmente el sargento. Y luego de una pausa, todavía más despacio:- Ahora que tienes razón. Yo tampoco estoy de acuerdo. Obedezco porque hay que obedecer.
En ese momento terminaron el asfalto, la avenida, los faroles, y comenzaron a andar en tinieblas sobre la tierra blanda. Una hediondez espesa, casi sólida, los envolvió. Estaban en los basurales de las orillas del Rímac, muy cerca del mar, en ese cuadrilátero entre la playa, el lecho del río y la avenida, donde los camiones de la Baja Policía venían, a partir de las seis de la mañana, a depositar los desperdicios de Bellavista, la Perla y el Callao y donde, aproximadamente desde la misma hora, una muchedumbre de niños, hombres, viejos y mujeres comenzaban a escarbar las inmundicias en busca de objetos de valor, y a disputar a las aves marinas, a los gallinazos, a los perros vagabundos los restos comestibles perdidos entre las basuras. Estaban muy cerca de ese desierto, camino a Ventanilla, a Ancón, donde se alinean las fábricas de harina de pescado del Callao.
– Éste es el mejor sitio -dijo Lituma-. Los camiones de la basura pasan todos por aquí.
El mar sonaba muy fuerte. Manzanita se detuvo y el negro se detuvo también. Los guardias habían prendido sus linternas y examinaban, en la temblona luz, la cara cuarteada de rayas, masticando inmutable.
– Lo peor es que no tiene reflejos ni adivina las cosas -murmuró Lituma-. Cualquiera se daría cuenta y se asustaría, trataría de escapar. Lo que me friega es su tranquilidad, la confianza que nos tiene.
– Se me ocurre una cosa, mi sargento. -A Arévalo le chocaban los dientes como si estuviera helándose-. Dejémoslo que se escape. Diremos que lo matamos y, en fin, cualquier cuento para explicar la desaparición del cadáver…
Lituma había sacado su pistola y estaba quitándole el seguro.
– ¿Te atreves a proponerme que desobedezca las órdenes de los superiores y que encima les mienta? -resonó, trémula, la voz del sargento. Su mano derecha apuntaba el caño del arma hacia la sien del negro.
Pero pasaron dos, tres, varios segundos y no disparaba. ¿Lo haría? ¿Obedecería? ¿Estallaría el disparo? ¿Rodaría sobre las basuras indescifrables el misterioso inmigrante? ¿O le sería perdonada la vida y huiría, ciego, salvaje, por las playas de las afueras, mientras un sargento irreprochable quedaba allí, en medio de pútridos olores y del vaivén de las olas, confuso y adolorido por haber faltado a su deber? ¿Cómo terminaría esa tragedia chalaca?
El paso de Lucho Gatica por Lima fue adjetivado por Pascual en nuestros boletines como “soberbio acontecimiento artístico y gran hit de la radiotelefonía nacional". A mí la broma me costó un cuento, una corbata y una camisa casi nuevas, y dejar plantada a la tía Julia por segunda vez. Antes de la llegada del cantante de boleros chileno, había visto en los periódicos una proliferación de fotos y de artículos laudatorios ("publicidad no pagada, la que vale más", decía Genaro-hijo), pero sólo me di cuenta cabal de su fama cuando noté las colas de mujeres, en la calle Belén, esperando pases para la audición. Como el auditorio era pequeño -un centenar de butacas- sólo unas pocas pudieron asistir a los programas. La noche del estreno la aglomeración en las puertas de Panamericana fue tal que Pascual y yo tuvimos que subir al altillo por un edificio vecino que compartía la azotea con el nuestro. Hicimos el boletín de las siete y no hubo manera de bajarlo al segundo piso:
– Hay un chuchonal de mujeres tapando la escalera, la puerta y el ascensor -me dijo Pascual-. Traté de pedir permiso pero me creyeron un zampón.
Llamé por teléfono a Genaro-hijo y chisporroteaba de felicidad:
– Todavía falta una hora para la audición de Lucho y la gente ya ha parado el tráfico en Belén. Todo el Perú sintoniza en este momento Radio Panamericana.
Le pregunté si en vista de lo que ocurría sacrificábamos los boletines de las siete y de las ocho, pero él tenía recursos para todo e inventó que dictáramos las noticias por teléfono a los locutores. Así lo hicimos y, en los intervalos, Pascual escuchaba, embelesado, la voz de Lucho Gatica en la radio, y yo releía la cuarta versión de mi cuento sobre el senador-eunuco, al que había acabado por poner un título de novela de horror: "La cara averiada". A las nueve en punto escuchamos el fin del programa, la voz de Martínez Morosini despidiendo a Lucho Gatica y la ovación del público que, esta vez, no era de disco sino real. Diez segundos más tarde sonó el teléfono y oí la voz alarmada de Genaro-hijo:
– Bajen como sea, esto se está poniendo color de hormiga.
Nos costó un triunfo perforar el muro de mujeres apiñadas en la escalera, a las que contenía, en la puerta del auditorio, el corpulento portero Jesusito. Pascual gritaba: "¡Ambulancia! ¡Ambulancia! ¡Buscamos aun herido!". Las mujeres, la mayoría jóvenes, nos miraban con indiferencia o sonreían, pero no se apartaban y había que empujarlas. Adentro, nos recibió un espectáculo desconcertante: el celebrado artista reclamaba protección policial. Era bajito y estaba lívido y lleno de odio hacia sus admiradoras. El empresario progresista procuraba calmarlo, le decía que llamar a la policía causaría pésima impresión, esa nube de muchachas era un homenaje a su talento. Pero la celebridad no se dejaba convencer:
– Yo las conozco a ésas -decía, entre aterrado y furibundo-. Comienzan pidiendo un autógrafo y acaban arañando, mordiendo.
Nosotros nos reíamos, pero la realidad confirmó sus predicciones. Genaro-hijo decidió que esperáramos media hora, creyendo que las admiradoras, aburridas, se irían. A las diez y cuarto (yo tenía compromiso con la tía Julia para ir al cine) nos habíamos cansado de esperar que ellas se cansaran y acordamos salir. Genaro-hijo, Pascual, Jesusito, Martínez Morosini y yo formamos un círculo, cogidos de los brazos, y pusimos en el centro a la celebridad, cuya palidez se acentuó hasta la blancura apenas abrimos la puerta. Pudimos bajar las primeras gradas sin grandes daños, dando codazos, rodillazos, cabezazos y pechazos contra el mar femenino, que por el momento se contentaba con aplaudir, suspirar y estirar las manos para tocar al ídolo -quien, níveo, sonreía, e iba murmurando entre dientes: "Cuidadito con soltar los brazos, compañeros"-, pero pronto tuvimos que hacer frente a una agresión en regla. Nos cogían de la ropa y jaloneaban, y dando aullidos alargaban las uñas para arrancar pedazos de la camisa y el terno del ídolo. Cuando, luego de diez minutos de asfixia y empujones, llegamos al pasillo de la entrada, creí que nos íbamos a soltar y tuve una visión: el pequeño cantante de boleros nos era arrebatado y sus admiradoras lo desmenuzaban ante nuestros ojos. No sucedió, pero cuando lo metimos al auto de Genaro-papá, quien esperaba al volante desde hacía hora y media, Lucho Gatica y su guardia de hierro estábamos convertidos en los sobrevivientes de una catástrofe. A mí me habían arranchado la corbata y hecho jirones la camisa, a Jesusito, le habían roto el uniforme y robado la gorra y Genaro-hijo tenía amoratada la frente de un carterazo. El astro estaba indemne, pero de su ropa sólo conservaba íntegros los zapatos y los calzoncillos. Al día siguiente, mientras tomábamos nuestro cafecito de las diez en el Bransa, le conté a Pedro Camacho las hazañas de las admiradoras. No le sorprendieron en absoluto:
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