– ¿Puedo preguntar algo, mi teniente? -dijo Lituma.
– Puedes -dijo el teniente-. Lo que no sé es si yo podré contestarte.
– ¿Por qué la superioridad me ha elegido a mí para este trabajito?
– Eso sí te lo puedo decir -dijo el teniente-. Por dos razones. Porque tú lo capturaste y es justo que termine la broma el que la empezó. Y segundo: porque eres el mejor guardia de esta Comisaría y tal vez del Callao.
– Honor que me hacen -murmuró Lituma, sin alegrarse lo más mínimo.
– La superioridad sabe muy bien que se trata de un trabajo difícil y por eso te lo confía -dijo el teniente-. Deberías sentirte orgulloso de que te hayan elegido entre los centenares de guardias que hay en Lima.
– Vaya, ahora resulta que encima tendría que dar las gracias -movió la cabeza Lituma, estupefacto. Reflexionó un momento, y, en voz muy baja, añadió:- ¿Tiene que ser ahora mismo?
– Sobre el pucho-dijo el teniente, tratando de parecer jovial-. No dejes para mañana lo que puedes hacer hoy.
Lituma pensó: "Ahora ya sabes por qué no se te iba de la tutuma la cara del negro".
– ¿Quieres llevarte a uno de éstos, para que te eche una mano? -oyó la voz del teniente.
Lituma sintió que Camacho y Arévalo quedaban petrificados. Un silencio polar se instaló en la Comisaría mientras el sargento observaba a los dos guardias, y, deliberadamente, para hacerlos pasar un mal rato, se demoraba en elegir. Manzanita se había quedado con el alto de papeletas bailoteando entre los dedos y el Mocos con la cara hundida en el escritorio.
– A éste -dijo Lituma, señalando a Arévalo. Sintió que Camacho respiraba hondo y vio brotar en los ojos de Manzanita todo el odio del mundo contra él y comprendió que le estaba mentando la madre.
– Estoy agripado y le iba a pedir que me exonerara de salir esta noche, mi teniente -tartamudeó Arévalo, poniendo cara de imbécil.
– Déjate de mariconerías y enchúfate el capote -se adelantó Lituma, pasando junto a él sin mirarlo-. Nos vamos de una vez.
Fue hasta el calabozo y lo abrió. Por primera vez en el día, observó al negro. Le habían puesto un pantalón andrajoso, que apenas le llegaba a las rodillas, y cubría su pecho y su espalda un costal de cargador, con un agujero para la cabeza. Estaba descalzo y tranquilo; miró a Lituma a los ojos, sin alegría ni miedo. Sentado en el suelo, masticaba algo; en vez de esposas, tenía en las muñecas una cuerda, lo suficientemente larga para que pudiese rascarse o comer. El sargento le hizo señas de que se pusiera de pie, pero el negro no pareció entender. Lituma se le acercó, lo cogió del brazo, y el hombre se paró dócilmente. Caminó delante de él, con la misma indiferencia con que lo había recibido. Manzanita Arévalo estaba ya con el capote puesto y la chalina enroscada en el cuello. El teniente Concha no se volvió a mirarlos partir: tenía la cara enterrada en un Pato Donald ("pero no se da cuenta que está al revés", pensó Lituma). Camacho, en cambio, les hizo una sonrisa de pésame.
Ya en la calle, el sargento se colocó a la orilla de la pista y dejó la pared a Arévalo. El negro caminaba entre los dos, a su mismo paso, largo y desinteresado de todo, masticando.
– Hace como dos horas que masca ese pedazo de pan -dijo Arévalo- Esta noche, cuando lo trajeron de vuelta de Lima, le dimos todos los panes duros de la despensa, esos que se han vuelto piedras. Y se los ha comido todos. Masticando como una moledora. Qué hambre terrible, ¿no?
"El deber primero y los sentimientos después", estaba pensando Lituma. Se fijó el itinerario: subir por la calle Carlos Concha hasta Contralmirante Mora y luego bajar la avenida hasta el cauce del Rímac y seguir con el río hasta el mar. Calculó: tres cuartos de hora para ir y volver, una hora a lo más.
– Usted tiene la culpa, mi sargento -gruñía Arévalo-. Quién lo mandó capturarlo. Al darse cuenta que no era ladrón, debió dejarlo irse, Vea en qué lío nos metió. Y ahora dígame, ¿usted se cree eso que piensa la superioridad? ¿Que éste se vino escondido en un barco?
– Eso es también lo que se le ocurrió a Pedralbes -dijo Lituma-. Puede que sí. Porque, si no, cómo miéchica te explicas que un tipo con esta pinta, con estos pelos, con estas marcas y calato y que habla esa chamuchina se aparezca de buenas a primeras en el puerto del Callao. Debe ser lo que dicen.
En la calle oscura resonaban los dos pares de botas de los guardias; los pies descalzos del zambo no hacían ningún ruido.
– Si de mí fuera, yo lo hubiera dejado en la cárcel -volvió a hablar Arévalo-. Porque, mi sargento, un salvaje del África no tiene la culpa de ser un salvaje del África.
– Por eso mismo no puede quedarse en la cárcel -murmuró Lituma-. Ya lo oíste al teniente: la cárcel es para los ladrones, asesinos y forajidos. ¿A cuento de qué lo va a mantener el Estado en la cárcel?
– Entonces debían mandarlo de vuelta a su país -refunfuñó Arévalo.
– ¿Y cómo miéchica averiguas cuál es su país? -alzó la voz Lituma-. Ya lo has oído al teniente. La superioridad trató de hablar con él en todos los idiomas: el inglés, el francés, hasta el italiano. No habla idiomas: es salvaje.
– O sea que a usted le parece bien que por ser salvaje tengamos que pegarle un tiro -volvió a gruñir Manzanita Arévalo.
– No estoy diciendo que me parezca bien -murmuró Lituma-. Sino repitiendo lo que el teniente dijo que dice la superioridad. No seas idiota.
Entraron a la avenida Contralmirante Mora cuando las campanas de Nuestra Señora del Carmen de la Legua daban las doce y el sonido le pareció a Lituma tétrico. Iba mirando adelante, empeñosamente, pero a ratos, a pesar suyo, la cara se le volvía hacia la izquierda y echaba una ojeada al negro. Lo veía, un segundo, cruzando el macilento cono de luz de algún farol y siempre estaba igual: moviendo las mandíbulas con seriedad y caminando al ritmo de ellos, sin el menor indicio de angustia. "Lo único que parece importarle en el mundo es masticar", pensó Lituma. Y un momento después: "Es un condenado a muerte que no sabe que lo es". Y casi inmediatamente: "No hay duda que es un salvaje". En eso, oyó a Manzanita:
– Y por último por qué la superioridad no deja que se vaya por ahí y se las arregle como pueda -rezongaba, malhumorado-. Que sea otro vagabundo, de los muchos que hay en Lima. Uno más, unos menos, qué más da.
– Ya lo oíste al teniente -replicó Lituma-. La Guardia Civil no puede auspiciar el delito. Y si a éste lo dejas suelto en plaza no tendría más remedio que robar. O se moriría como un perro. En realidad, le estamos haciendo un favor. Un tiro es un segundo. Eso es preferible a irse muriendo de a poquitos, de hambre, de frío, de soledad, de tristeza.
Pero Lituma sentía que su voz no era muy persuasiva y tenía la sensación, al oírse, de estar oyendo a otra persona.
– Sea como sea, déjeme decirle una cosa -oyó protestar a Manzanita- Esta vaina no me gusta y me hizo usted un flaco favor escogiéndome.
– ¿Y a mí crees que me gusta? -murmuró Lituma-. ¿Y no me hizo un flaco favor a mí la superioridad escogiéndome?
Pasaron frente al Arsenal Naval, donde sonaba una sirena, y, al cruzar el descampado, a la altura del dique seco, un perro salió de las sombras a ladrarlos. Caminaron en silencio, oyendo el golpear de las botas contra la vereda, el rumor vecino del mar, sintiendo en las narices el aire húmedo y salado.
– En este terreno vinieron a refugiarse unos gitanos el año pasado -dijo Manzanita, de pronto, con la voz quebrada-. Levantaron unas carpas y dieron una función de circo. Leían la suerte y hacían magia. Pero el alcalde hizo que los corriéramos porque no tenían licencia municipal.
Lituma no contestó. Sintió pena, de repente, no sólo por el negro sino también por Manzanita y por los gitanos.
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