Mario Llosa - La Tía Julia Y El Escribidor

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El joven de dieciocho años Mario Vargas trabaja en una radio peruana, cuyos jefes han traído desde Bolivia al más exitoso escritor de radioteatros, Pedro Camacho, un individuo excéntrico que aparte de escribir sus libretos, también los interpreta. Al tiempo, Marito se enamora de la tía Julia, una pariente política suya, divorciada y de treinta años. Ese amor prohibido desafía a la amplia familia del aspirante a escritor que inicia toda una odisea para poder consumarlo…

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– Esas cicatrices no son de viruela, mi teniente -dijo Manzanita, señalando las incisiones de la cara y el cuerpo-. Se las hicieron a navaja, aunque parezca mentira.

– Es el hombre más flaco que he visto en mi vida -dijo Mocos, mirando los huesos del calato-. Y el más feo. Dios mío, qué crespos tiene. Y qué patas.

– Sácanos de la curiosidad -dijo el teniente-. Cuéntanos tu vida, negrito.

El sargento Lituma se había quitado el quepí y desabotonado el capote. Sentado en la máquina de escribir, comenzaba a redactar el parte. Desde ahí, gritó:

– No sabe hablar,- mi teniente. Hace unos ruidos que no se entienden.

– ¿Eres de los que se hacen los locos? -se interesó el teniente-. Estamos viejos para que nos metan el dedo a la boca. Cuéntanos quién eres, de dónde sales, quién era tu mamá.

– O te devolvemos el habla a soplamocos -añadió Manzanita-. A cantar como un canario, zambito.

– Sólo que si esas rayas fueran de chaveta, tendrían que haberle dado mil chavetazos -se admiró Mocos, mirando una y otra vez las incisiones que cuadriculaban al negro-. ¿Pero cómo es posible que un hombre esté marcado así?

– Se muere de frío -dijo Manzanita-. Le chocan los dientes como maracas.

– Las muelas -lo corrigió Mocos, examinándolo como una hormiga, muy de cerca-. ¿No ves que no tiene sino un diente, este colmillo de elefante? Pucha, qué tipo: parece una pesadilla.

– Creo que es un chiflado -dijo Lituma, sin dejar de escribir-. Andar así, en este frío, no es cosa de cuerdos, ¿no, mi teniente?

Y, en este instante, el desbarajuste lo hizo mirar: el zambo, de pronto, electrizado por algo, había dado un empujón al teniente y pasaba como una flecha entre Camacho y Arévalo. Pero no hacia la calle sino hacia la mesa de las damas chinas; Lituma vio que se precipitaba sobre un sandwich a medio comer y que se lo embutía y tragaba en un solo afanoso y bestial movimiento. Cuando Arévalo y Camacho llegaron hasta él y le aventaron un par de sopapos, el negro estaba englutiendo, con la misma avidez, las sobras del otro sandwich.

– No le peguen, muchachos -dijo el sargento-. Más bien convídenle un café, sean caritativos.

– Ésta no es la Beneficencia -dijo el teniente-. No sé qué cuernos me voy a hacer con este sujeto aquí. -Se quedó mirando al zambo, que, luego de tragarse los sandwiches, había recibido los coscorrones de Mocos y Manzanita sin inmutarse y permanecía ahora tumbado en el suelo, tranquilo, jadeando suavemente. Terminó por compadecerse y gruñó:- Está bien. Dénle un poco de café y métanlo al calabozo.

El Mocos le alcanzó media taza de café del termo. El zambo bebió despacio, cerrando los ojos, y cuando hubo terminado lamió el aluminio en busca de las últimas gotitas hasta dejarlo brillante. Se dejó llevar al calabozo pacíficamente.

Lituma releyó el parte: intento de robo, invasión de propiedad, conducta inmoral. El teniente Jaime Concha se había vuelto a sentar en el escritorio y su mirada vagabundeaba:

– Ya sé, ya sé a quién se parece -sonrió feliz, mostrando a Lituma el alto de revistas multicolores-. A los negros de las historias de Tarzán, a los del África.

Camacho y Arévalo habían reanudado la partida de damas chinas y Lituma se calzó el quepí y abotonó el capote. Cuando salía, sintió los chillidos del carterista, que se acababa de despertar y protestaba por su compañero de calabozo:

– ¡Socorro, sálvenme! ¡Me va a violar!

– Cállate, o te vamos a violar nosotros -lo amonestaba el teniente-. Déjame leer mis chistes en paz.

Desde la calle, Lituma alcanzó a ver que el negro se había tendido en el suelo, indiferente a los gritos del carterista, un chino delgadito que no salía del susto. "Despertarse y encontrarse con semejante cuco", se reía Lituma, rompiendo otra vez con su maciza figura la niebla, el viento, las sombras. Con las manos en el bolsillo, las solapas del capote levantadas, cabizbajo, sin darse prisa, continuó su ronda. Estuvo primero en la calle del chancro, donde encontró a Choclo Román acodado en el mostrador del Happy Land, festejando los chistes de Paloma del Llanto, el viejo marica de pelo pintado y dientes postizos que hacía de barman. Consignó en el parte que el guardia Román "tenía trazas de haber ingerido bebidas espirituosas en horas de servicio", aunque sabía de sobra que el teniente Concha, hombre lleno de comprensión para las debilidades propias y ajenas, haría la vista gorda. Se alejó luego del mar y remontó la avenida Sáenz Peña, más muerta a esa hora que un cementerio, y le costó un triunfo dar con Humberto Quispe que tenía el área del Mercado. Los puestos estaban cerrados y había menos vagabundos que otras veces, durmiendo acurrucados sobre costales o periódicos, bajo las escaleras y los camiones. Después de varias vueltas inútiles y muchos toques de silbato con la señal de reconocimiento, encontró a Quispe en la esquina de Colón y Cochrane, ayudando a un taxista al que un par de forajidos acababan de romperle el cráneo para robarle. Lo llevaron a la Asistencia Pública, para que lo cosieran. Luego, se tomaron un caldito de cabezas en el primer puesto que abrió, el de la señora Gualberta, vendedora de pescado fresco. Un patrullero recogió a Lituma en Sáenz Peña y le dio un aventón hasta la Fortaleza del Real Felipe, al pie de cuyas murallas hacía guardia Manitas Rodríguez, el benjamín de la Comisaría. Le sorprendió jugando a la rayuela, solito, en la oscuridad. Saltaba muy serio de cajón a cajón, en un pie, en dos, y al ver al sargento se cuadró:

– El ejercicio ayuda a entrar en calor -le dijo, señalando el dibujo hecho con tiza en la vereda:- ¿Usted no jugaba de chico a la rayuela, mi sargento?

– Más bien al trompo y era buenazo haciendo volar cometas -le respondió Lituma.

Manitas Rodríguez le refirió un incidente que, decía, le había alegrado la guardia. Estaba recorriendo la calle Paz Soldán, a eso de la medianoche, cuando había visto a un sujeto trepando por una ventana. Le había dado el alto revólver en mano pero el tipo se puso a llorar jurando que no era ratero sino esposo y que su señora le pedía que entrara así, a oscuritas y por la ventana. ¿Y por qué no por la puerta, como todo el mundo? "Porque está medio chiflada, lloriqueaba el hombre. Fíjese que verme entrar como ladrón la pone más cariñosa, Otras veces hace que la asuste con un cuchillo y hasta que me disfrace de diablo. Y si no le doy gusto no me liga ni un beso, mi agente."

– Te vio cara de mocoso y se burló de ti de lo lindo -se sonreía Lituma.

– Es la pura y santa verdad -insistió Manitas-. Toqué la puerta, entramos y la señora, una zambita de rompe y raja, dijo que era cierto y que si no tenían derecho ella y su marido a jugar a los ladrones. Lo que se ve en este oficio, ¿no, mi sargento?

– Así es, muchacho -asintió Lituma, pensando en el negro.

– Ahora que con una mujer así uno no se aburriría nunca, mi sargento -se chupaba los labios Manitas.

Acompañó a Lituma hasta la avenida Buenos Aires y se despidieron. Mientras avanzaba hasta la frontera con Bellavista -la calle Vigil, la Plaza de la Guardia Chalaca-, largo trayecto donde habitualmente comenzaba a sentir fatiga y sueño, el sargento recordaba al negro. ¿Se habría escapado del manicomio? Pero el Larco Herrera estaba tan lejos que algún guardia o patrullero lo habrían visto y arrestado. ¿Y esas cicatrices? ¿Se las habrían hecho a cuchillo? Miéchica, eso sí que dolería, como quemarse a fuego lento. Que a uno le vayan haciendo heridita tras heridita hasta embadurnarle la cara de rayas, carambolas. ¿Y si había nacido así? Todavía era noche cerrada pero ya se percibían síntomas del amanecer: autos, uno que otro camión, siluetas madrugadoras. El sargento se preguntaba: ¿Y tú que has visto tanto tipo raro por qué te preocupa el calato? Se encogió de hombros: simple curiosidad, una manera de ocupar la mente mientras duraba la ronda.

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