Mario Llosa - La Tía Julia Y El Escribidor

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El joven de dieciocho años Mario Vargas trabaja en una radio peruana, cuyos jefes han traído desde Bolivia al más exitoso escritor de radioteatros, Pedro Camacho, un individuo excéntrico que aparte de escribir sus libretos, también los interpreta. Al tiempo, Marito se enamora de la tía Julia, una pariente política suya, divorciada y de treinta años. Ese amor prohibido desafía a la amplia familia del aspirante a escritor que inicia toda una odisea para poder consumarlo…

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Gritaba tanto que se sentía aturdido. Había recuperado la linterna y el halo de luz revoloteó, en busca del negro. No había huido, ahí estaba, y Lituma abría mucho los ojos, incrédulo, dudando de lo que veía. No había sido una imaginación, un sueño. Estaba calato, sí, tal como lo habían parido: ni zapatos, ni calzoncillo, ni camiseta, ni nada. Y no parecía tener vergüenza ni darse cuenta siquiera que estaba calato, porque no se tapaba sus cochinadas, que le bailoteaban alegremente, a la luz de la linterna. Seguía encogido, la cara medio oculta tras los dedos, y no se movía, hipnotizado por la redondela de luz.

– Las manos sobre la cabeza, zambo -ordenó el sargento, sin avanzar hacia él-. Tranquilo si no quieres un plomazo. Vas preso por invadir la propiedad privada y por andar con los mellicitos al aire.

Y, al mismo tiempo -los oídos alertas por si el menor ruido delataba a algún cómplice en las sombras del depósito-, el sargento se decía: "No es un ladrón. Es un loco". No sólo porque estaba desnudo en pleno invierno, sino por el grito que había lanzado al ser descubierto. No era de hombre normal, pensó el sargento. Había sido un ruido extrañísimo, algo entre el aullido, el rebuzno, la carcajada y el ladrido. Un ruido que no parecía únicamente de la garganta sino también de la barriga, el corazón, el alma.

– He dicho manos a la cabeza, miéchica -gritó el sargento, dando un paso hacia el hombre. Éste no obedeció, no se movió. Era muy oscuro, tan flaco que en la penumbra Lituma distinguía las costillas hinchando el pellejo y esos canutos que eran sus piernas, pero tenía un vientre grandote, que se le rebalsaba sobre el pubis, y Lituma se acordó inmediatamente de las esqueléticas criaturas de las barriadas, con panzas infladas por los parásitos. El zambo seguía tapándose la cara, quieto, y el sargento dio otros dos pasos hacia él, midiéndolo, seguro de que en cualquier momento se echaría a correr. "Los locos no respetan los revólveres", pensó, y dio dos pasos más. Estaba apenas a un par de metros del zambo y sólo ahora alcanzó a percibir las cicatrices que le veteaban los hombros, los brazos, la espalda. "Pa su macho, pa su diablo", pensó Lituma. ¿Eran de enfermedad? ¿Heridas o quemaduras? Habló bajito para no espantarlo:

– Quieto y tranquilo, zambo. Las manos en la cabeza y caminando hacia el hueco por donde entraste. Si te portas bien, en la Comisaría te daré un café. Debes estar muerto de frío, así calato, con este tiempo.

Iba a dar un paso más hacia el negro, cuando éste, súbitamente, se quitó las manos de la cara -Lituma se quedó estupefacto al descubrir, bajo la mata de pelo pasa apelmazado, esos ojos sobrecogidos, esas cicatrices horribles, esa enorme jeta de la que sobresalía un único, largo y afilado diente-, volvió a lanzar ese híbrido, incomprensible, inhumano alarido, miró a un lado y a otro, desasosegado, indócil, nervioso, como un animal que busca un camino para huir, y por fin, estúpidamente, eligió el que no debía, el que bloqueaba el sargento con su cuerpo. Porque no se abalanzó contra él sino intentó escapar a través de él. Corrió y fue tan inesperado que Lituma no alcanzó a atajarlo y lo sintió que se estrellaba contra él. El sargento tenía sus nervios bien puestos: no se le fue el dedo, no se le escapó un tiro. El zambo, al chocar, bufó y entonces Lituma le dio un empujón y vio que se venía al suelo como si fuera de trapo. Para que se estuviese tranquilo, lo pateó.

– Párate -le ordenó-. Además de loco eres tonto. Y cómo apestas.

Tenía un olor indefinible, a alquitrán, acetona, pis y gato. Se había dado vuelta y, las espaldas contra el suelo, lo miraba con pánico.

– Pero de dónde has podido salir tú -murmuró Lituma. Acercó un poco la linterna y examinó un rato, confuso, esa increíble cara cruzada y descruzada por incisiones rectilíneas, pequeñas nervaduras que recorrían sus mejillas, su nariz, su frente, su mentón y se perdían por su cuello. Cómo había podido andar por las calles del Callao un tipo con una pinta así, y con los mellizos al aire, sin que alguien diera parte.

– Levántate de una vez o te doy tu sopapo -dijo Lituma-. Loco o no loco ya me cansaste.

El tipo no se movió. Había comenzado a hacer unos ruidos con la boca, un murmullo indescifrable, un ronroneo, un bisbiseo, algo que parecía tener que ver más con pájaros, insectos o fieras que con hombres. Y seguía mirando la linterna con un terror infinito.

– Párate, no tengas miedo -dijo el sargento y, estirando una mano, cogió al zambo del brazo. No se resistió pero tampoco hizo esfuerzo alguno para ponerse de pie. "Qué flaco eres", pensó Lituma, casi divertido con el maullido, gorgoteo, silabeo incesante del hombre: "Y qué miedo me tienes". Lo obligó a levantarse y no podía creer que pesara tan poco; apenas le dio un empujoncito en dirección a la abertura del tabique, lo sintió que trastabillaba y se caía. Pero esta vez se levantó solito, con gran esfuerzo, apoyándose en un barril de aceite.

– ¿Estás enfermo? -dijo el sargento-. Casi no puedes caminar, zambo. Pero de dónde maldita sea ha podido salir un fantoche como tú.

Lo arrastró hacia la abertura, lo hizo agacharse y lo obligó a ganar la calle, delante de él. El zambo seguía emitiendo ruidos, sin pausa, como si llevara un fierro en la boca y tratara de escupirlo. "Sí, pensó el sargento, es un loco." La garúa había cesado pero ahora un viento fuerte y silbante barría las calles y ululaba a su alrededor, mientras Lituma, dando empujoncitos al zambo para apresurarlo, enfilaba hacia la Comisaría. Bajo su grueso capote, sintió frío.

– Debes estar helado, compadre -dijo Lituma-. Calato con este tiempo, a estas horas. Si no te da una pulmonía será un milagro.

Al negro le castañeteaban los dientes y caminaba con los brazos cruzados sobre el pecho, frotándose los flancos con sus manazas largas y huesudas, como si el frío lo atacara sobre todo en las costillas. Seguía roncando, rugiendo o graznando, pero ahora para sí mismo, y torcía dócilmente donde le señalaba el sargento. No encontraron en las calles ni automóviles, ni perros, ni borrachos. Cuando llegaron a la Comisaría -las luces de sus ventanas, con su resplandor aceitoso, alegraron a Lituma como a un náufrago que ve la playa- el bronco campanario de la iglesia de Nuestra Señora del Carmen de la Legua daba las dos.

Al ver aparecer al sargento con el negro desnudo, al joven y apuesto teniente Jaime Concha no se le cayó el Pato Donald de las manos -era el cuarto que llevaba leído en la noche, aparte de tres Supermanes y dos Mandrakes-, pero se le abrió tanto la boca que por poco se desmandibula. Los guardias Camacho y Arévalo, que estaban jugando una partidita de damas chinas, también abrieron mucho los ojos.

– ¿De dónde sacaste este espantapájaros? -dijo por fin el teniente.

– ¿Es hombre, animal o cosa? -preguntó Manzanita Arévalo, poniéndose de pie y olfateando al negro. Éste, desde que había pisado la Comisaría, estaba mudo y movía la cabeza en todas direcciones, con una mueca de terror, como si por primera vez en su vida viera luz eléctrica, máquinas de escribir, guardias civiles. Pero al ver acercarse a Manzanita lanzó otra vez su espeluznante alarido -Lituma vio que el teniente Concha casi se venía al suelo con silla y todo de la impresión y que Mocos Camacho desbarataba las damas chinas- e intentó regresar a la calle. El sargento lo contuvo con una mano y lo sacudió un poco: "Quieto, zambo, no te me asustes".

– Lo encontré en el almacén nuevo del Terminal, mi teniente -dijo-. Se metió fracturando el tabique. ¿Hago el parte por robo, por invasión de propiedad, por conducta inmoral o por las tres cosas?

El zambo se había quedado otra vez encogido, mientras el teniente, Camacho y Arévalo lo escudriñaban de pies a cabeza.

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