Mario Llosa - La Tía Julia Y El Escribidor

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El joven de dieciocho años Mario Vargas trabaja en una radio peruana, cuyos jefes han traído desde Bolivia al más exitoso escritor de radioteatros, Pedro Camacho, un individuo excéntrico que aparte de escribir sus libretos, también los interpreta. Al tiempo, Marito se enamora de la tía Julia, una pariente política suya, divorciada y de treinta años. Ese amor prohibido desafía a la amplia familia del aspirante a escritor que inicia toda una odisea para poder consumarlo…

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No tuvo dificultad en dar con Zárate, un guardia que había servido con él en Ayacucho. Se lo encontró con el parte firmado: sólo un choque sin heridos, nada importante. Lituma le contó la historia del negro y a Zárate lo único que le hizo gracia fue el episodio de los sandwiches. Tenía la manía de la filatelia, y, mientras acompañaba unas cuadras al sargento, empezó a contarle que esa mañana había conseguido unas estampillas triangulares de Etiopía, con leones y víboras, en verde, rojo y azul, que eran rarísimas, y que las había cambiado por cinco argentinas que no valían nada.

– Pero que sin duda se creerán que valen mucho -lo interrumpió Lituma.

La manía de Zárate, que otras veces toleraba con buen humor, ahora lo impacientó y se alegró de que se despidieran. Un resplandor azuloso se insinuaba en el cielo y de la negrura surgían, espectrales, grisáceos, aherrumbrados, populosos, los edificios del Callao. Casi al trote, el sargento iba contando las cuadras que faltaban para llegar a la Comisaría. Pero esta vez, se confesó a sí mismo, su premura no se debía tanto al cansancio de la noche y la caminata como a las ganas de ver otra vez al negro. "Parece que creyeras que todo ha sido un sueño y que el cutato no existe, Lituma."

Pero existía: ahí estaba, durmiendo retorcido como un nudo en el suelo del calabozo. El carterista había caído dormido en el otro extremo, y aún llevaba en la cara una expresión de susto. También los demás dormían: el teniente Concha de bruces contra un alto de chistes y Camacho y Arévalo hombro contra hombro, en la banqueta de la entrada. Lituma estuvo un largo rato contemplando al negro: sus huesos salientes, su pelo ensortijado, su gran jeta, su diente huérfano, sus mil cicatrices, los estremecimientos que lo recorrían. Pensaba: "Pero de dónde has salido, zambo". Por fin, entregó el parte al teniente, que abrió unos ojos hinchados y enrojecidos.

– Ya se termina esta vaina -le dijo, con boca pastosa-. Un día menos de servicio, Lituma.

"Y un día menos de vida, también", pensó el sargento. Se despidió haciendo sonar los tacos muy fuerte. Eran las seis de la mañana y estaba libre. Como siempre, se fue al Mercado, donde doña Gualberta, a tomar una sopa hirviendo, unas empanadas, unos frijoles con arroz y un dulce de leche, y después al cuartito donde vivía, en la calle Colón. Se demoró en pescar el sueño, y, cuando lo pescó, empezó inmediatamente a soñar con el negro. Lo veía cercado de leones y víboras rojas, verdes y azules, en el corazón de Abisinia, con chistera, botas y una varita de domador. Las fieras hacían gracias al compás de su varita y una muchedumbre apostada entre las lianas, los troncos y el ramaje alegrado de cantos de pájaros y chillidos de monos, lo aplaudía a rabiar. Pero, en vez de hacer una reverencia al público, el negro se ponía de rodillas, alargaba las manos en ademán suplicante, los ojos se le aguaban y su gran jeta se abría y, angustioso, raudo, tumultuoso, comenzaba a brotar el trabalenguas, su absurda música.

Lituma se despertó a eso de las tres de la tarde, de mal humor y muy cansado, pese a haber dormido siete horas. "Ya se lo habrán llevado a Lima", pensó. Mientras se lavaba la cara como gato y se vestía, iba imaginando la trayectoria del negro: lo habría recogido el patrullero de las nueve, le habrían dado un trapo para que se cubriera, lo habrían entregado en la Prefectura, le habrían abierto un expediente, lo habrían mandado al calabozo de los sin juicio, y ahí estaría ahora, en esa cueva oscura, entre los vagabundos, rateros, agresores y escandalosos de las últimas veinticuatro horas, temblando de frío y muerto de hambre, rascándose los piojos.

Era un día gris y húmedo; entre la neblina las gentes se movían como peces en aguas sucias y Lituma, pasito a paso, pensando, se fue a tomar lonche donde la señora Gualberta: dos panes con queso fresco y un café.

– Te noto raro, Lituma -le dijo la señora Gualberta, una viejecita que conocía la vida:- ¿Problemas de dinero o de amor?

– Estoy pensando en un cutato que encontré anoche -dijo el sargento, probando el café con la puntita de la lengua-. Se había metido a un depósito del Terminal.

– ¿Y qué tiene de raro eso? -preguntó doña Gualberta.

– Estaba calato, lleno de cicatrices, el pelo como una selva y no sabe hablar -le explicó Lituma-. ¿De dónde puede venir un tipo así?

– Del infierno -se rió la viejecita, recibiéndole el billete.

Lituma se fue a la Plaza Grau a encontrarse con Pedralbes, un cabo de la Marina. Se habían conocido años atrás, cuando el sargento era sólo guardia y Pedralbes marinero raso, y servían ambos en Pisco. Luego sus respectivos destinos se habían separado cerca de diez años, pero, desde hacía dos, se habían juntado de nuevo. Pasaban sus días de salida juntos y Lituma se sentía donde los Pedralbes en casa. Se fueron a La Punta, al Club de Cabos y Marineros, a tomarse una cerveza y a jugar al sapo. Lo primero que hizo el sargento fue contarle la historia del negro. Pedralbes encontró inmediatamente una explicación:

– Es un salvaje del África que se vino de polizonte en un barco. Hizo el viaje escondido y al llegar al Callao se descolgó de nochecita al agua y se metió al Perú de contrabando.

A Lituma le pareció que salía el sol: todo se volvió de pronto clarísimo.

– Tienes razón, eso es -dijo, chasqueando la lengua, aplaudiendo-. Se vino del África. Claro, eso es. Y, aquí en el Callao, lo desembarcaron por alguna razón. Para no pagarle, porque lo descubrieron en la bodega, para librarse de él.

– No lo entregaron a las autoridades porque sabían que no lo iban a recibir -iba completando la historia Pedralbes-. Lo desembarcaron a la fuerza: arréglatelas solo, salvaje.

– O sea que el cutato ni siquiera sabe donde está -dijo Lituma-.O sea que esos ruidos no son de loco sino de salvaje, o sea que esos ruidos son su idioma.

– Es como si te metieras en un avión y desembarcaras en Marte, hermano -lo ayudaba Pedralbes.

– Qué inteligentes somos -dijo Lituma-. Le descubrimos toda la vida al cutato.

– Qué inteligente soy yo, dirás -protestó Pedralbes-. ¿Y ahora qué harán con el negro?

Lituma pensó: "Quién sabe". Jugaron seis partiditas de sapo y ganó cuatro el sargento, de modo que Pedralbes pagó la cerveza. Fueron luego a la calle Chanchamayo, donde vivía Pedralbes, en una casita de ventanas con barrotes. Domitila, la mujer de Pedralbes, estaba terminando de dar de comer a las tres criaturas, y, apenas los vio aparecer, metió en la cama al menorcito y ordenó a los otros dos que no asomaran ni a la puerta. Se arregló un poco el pelo, les dio el brazo a cada uno, y salieron. Entraron al cine Porteño, en Sáenz Peña, a ver una italiana. A Lituma y Pedralbes no les gustó, pero ella dijo que incluso la repetiría. Caminaron hasta la calle Chanchamayo -las criaturas se habían quedado dormidas- y Domitila les sirvió de comer unos olluquitos con charqui recalentados. Cuando Lituma se despidió, eran las diez y media. Llegó a la Cuarta Comisaría a la hora que comenzaba su servicio: las once en punto.

El teniente Jaime Concha no le dio el menor respiro; lo llamó aparte y le soltó las instrucciones de golpe, en un par de frases espartanas que dejaron a Lituma mareado y con las orejas zumbándole.

– La superioridad sabe lo que hace -le levantó la moral el teniente, dándole una palmadita-. Y tiene sus razones que hay que entender. La superioridad no se equivoca nunca, ¿no es así, Lituma?

– Claro que no -balbuceó el sargento.

Manzanita y el Mocos se hacían los ocupados. Con el rabillo del ojo, Lituma veía, a uno, revisando las papeletas de tránsito como si fueran fotos de calatas, y, al otro, arreglando, desarreglando y volviendo a arreglar su escritorio.

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