Mario Llosa - La Tía Julia Y El Escribidor

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El joven de dieciocho años Mario Vargas trabaja en una radio peruana, cuyos jefes han traído desde Bolivia al más exitoso escritor de radioteatros, Pedro Camacho, un individuo excéntrico que aparte de escribir sus libretos, también los interpreta. Al tiempo, Marito se enamora de la tía Julia, una pariente política suya, divorciada y de treinta años. Ese amor prohibido desafía a la amplia familia del aspirante a escritor que inicia toda una odisea para poder consumarlo…

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– Porque yo no soy como usted, mi sargento. A mí esto no me gusta. Llevo el uniforme sólo por la comida.

– Si dependiera de mí, no lo llevarías -murmuró el sargento-. Yo sólo dejaría en el cuerpo a los que creen en la vaina.

– Se quedaría bastante vacía la Guardia Civil -repuso el Chato.

– Más vale solos que mal acompañados -se rió el sargento.

El Chato también se rió. Caminaban a oscuras, por el descampado que rodea a la Factoría Guadalupe, donde los mataperros se volaban siempre a pedradas los focos de los postes. Se oía el rumor del mar a lo lejos, y, de cuando en cuando, el motor de algún taxi que cruzaba la avenida Argentina.

– A usted le gustaría que todos fuéramos héroes -dijo de pronto el Chato-. Que nos sacáramos el alma para defender a estas basuras. -Señaló hacia el Callao, hacia Lima, hacia el mundo-. ¿Acaso nos lo agradecen? ¿No ha oído lo que nos gritan en la calle? ¿Acaso alguien nos respeta? La gente nos desprecia, mi sargento.

– Aquí nos despedimos -dijo Lituma, al borde de la avenida Manco Cápac-. No te salgas de tu área. Y no te hagas mala sangre. No ves la hora de dejar el cuerpo, pero el día que te den de baja vas a sufrir como un perro. Así le pasó a Pechito Antezana. Venía a la Comisaría a mirarnos y se le llenaban los ojos de lágrimas. "He perdido a mi familia", decía.

Oyó que, a su espalda, el Chato gruñía: "Una familia sin mujeres, qué clase de familia es".

Tal vez el Chato tenía razón, pensaba el sargento Lituma, mientras avanzaba por la desierta avenida, en medio de la noche. Era verdad, la gente no quería a los policías, se acordaba de ellos cuando tenía miedo de algo. ¿Y eso qué? El no se sacaba la mugre para que la gente lo respetara o lo quisiera. "A mí la gente me importa un pito", pensó. ¿Y entonces por qué no tomaba la Guardia Civil como los compañeros, sin matarse, tratando de pasarla lo mejor posible, aprovechando para descansar o para ganarse unos soles sucios si la superioridad no estaba cerca? ¿Por qué, Lituma? Pensó: " Porque a ti te gusta. Porque, como a otros les gusta el fútbol o las carreras, a ti te gusta tu trabajo". Se le ocurrió que la próxima vez que algún loco del fútbol le preguntara “¿Eres hincha del Sport Boys o del Chalaco, Lituma?", le respondería: "Soy hincha de la Guardia Civil". Se reía, en la neblina, en la garúa, en la noche, contento de su ocurrencia, y en eso oyó el ruido. Dio un respingo, se llevó la mano a la cartuchera, se paró. Lo había tomado tan de sorpresa que casi se había asustado. "Sólo casi, pensó, porque tú no has sentido miedo ni sentirás, tú no sabes cómo se come eso, Lituma." Tenía a su izquierda el descampado y a la derecha la mole del primero de los depósitos del Terminal Marítimo. De allí había venido: muy fuerte, un estruendo de cajones y latas que se derrumban arrastrando en su caída a otros cajones y latas. Pero ahora todo estaba tranquilo de nuevo y sólo oía el chasquido lejano del mar y el silbido del viento al golpear las calaminas y al enroscarse en las alambradas del puerto. "Un gato que perseguía a una rata y que se trajo abajo un cajón y ése a otro y fue el huayco", pensó. Pensó en el pobre gato, despanzurrado junto con la rata, bajo una montaña de fardos y barriles. Ya estaba en el área del Choclo Román. Pero claro que el Choclo no estaba por aquí; Lituma sabía muy bien que estaba en el otro extremo de su área, en el Happy Land, o en el Blue Star, o en cualquiera de los barcitos y prostíbulos de marineros que se codeaban al fondo de la avenida, en esa callecita que los chalacos lengualargas llamaban la calle del chancro. Ahí estaría, en uno de esos astillados mostradores, gorreando una cervecita. Y, mientras caminaba hacia esos antros, Lituma pensó en la cara de susto que pondría Román si él se le aparecía por detrás, de repente: “Así que tomando bebidas espirituosas durante el servicio. Te amolaste, Choclo".

Había avanzado unos doscientos metros y se paró en seco. Volvió la cabeza: allá, en la sombra, una de sus paredes apenas iluminada por el resplandor de un farol milagrosamente indemne de las hondas de los mataperros, mudo ahora, estaba el depósito. “No es un gato, pensó, no es una rata." Era un ladrón. Su pecho comenzó a latir con fuerza y sintió que la frente y las manos se le mojaban. Era un ladrón, un ladrón. Permaneció inmóvil unos segundos, pero ya sabía que iba a regresar. Estaba seguro: había tenido otras veces esos pálpitos. Desenfundó su pistola y le sacó el seguro y empuñó la linterna con la mano zurda. Regresó a trancos, sintiendo que el corazón se le salía por la boca. Sí, segurísimo, era un ladrón. A la altura del depósito se paró de nuevo, jadeando. ¿Y si no era uno sino unos? ¿No sería mejor buscar al Chato, al Choclo? Movió la cabeza: no necesitaba a nadie, se bastaba y sobraba. Si eran varios, peor para ellos y mejor para él. Escuchó, pegando la cara a la madera: silencio total. Sólo oía, a lo lejos, el mar y alguno que otro carro. "Qué ladrón ni qué ocho cuartos, Lituma, pensó. Estás soñando. Era un gato, una rata." Se le había quitado el frío, sentía calor y cansancio. Contorneó el depósito, buscando la puerta. Cuando la encontró, a la luz de la linterna verificó que la cerradura no había sido violentada. Ya se iba, diciéndose "qué tal chasco, Lituma, tu olfato no es el de antes", cuando, en un movimiento maquinal de su mano, el disco amarillento de la linterna le retrató la abertura. Estaba a pocos metros de la puerta; la habían hecho a lo bruto, rompiendo la madera a hachazos o a patadas. El boquete era lo bastante grande para un hombre a gatas.

Sintió su corazón agitadísimo, loco. Apagó la linterna, comprobó que su pistola estaba sin seguro, miró en torno: sólo sombras y, a lo lejos, como luces de fósforos, los faroles de la avenida Huáscar. Llenó de aire los pulmones y, con toda la fuerza de que era capaz, rugió:

– Rodéeme este almacén con sus hombres, cabo. Si alguno trata de escapar, fuego a discreción. ¡Rápido, muchachos!

Y, para que fuera más creíble, dio unas carreritas de un lado a otro, zapateando fuerte. Luego pegó la cara al tabique del depósito y gritó, a voz en cuello:

– Se amolaron, les salió mal. Están rodeados. Vayan saliendo por donde entraron, uno tras otro. ¡Treinta segundos para que lo hagan por las buenas!

Escuchó el eco de sus gritos perdiéndose en la noche, y, luego, el mar y unos ladridos. Contó no treinta sino sesenta segundos. Pensó: "Estás hecho un payaso, Lituma". Sintió un acceso de cólera. Gritó:

– Abran los ojos, muchachos. ¡A la primera, me los queman, cabo!

Y, resueltamente, se puso a cuatro patas y gateando, ágil a pesar de sus años y del abrigado uniforme, atravesó el boquete. Adentro, se incorporó de prisa, en puntas de pie corrió hacia un lado y pegó la espalda a la pared. No veía nada y no quería prender la linterna. No oía ningún ruido pero otra vez tenía una seguridad total. Había alguien ahí, agazapado en la oscuridad, igual que él, escuchando y tratando de ver. Le pareció sentir una respiración, un jadeo. Tenía el dedo en el gatillo y la pistola a la altura del pecho. Contó tres y encendió. El grito lo tomó tan desprevenido que, con el susto, la linterna se le escapó de las manos y rodó por el suelo, revelando bultos, fardos que parecían de algodón, barriles, vigas, y (fugaz, intempestiva, inverosímil) la figura del negro calato y encogido, con las manos tratando de taparse la cara, y, sin embargo, mirando por entre los dedos, los ojazos espantados, fijos en la linterna, como si el peligro le pudiera venir sólo de la luz.

– ¡Quieto o te quemo! ¡Quieto o estás muerto, zambo! -rugió Lituma, tan fuerte que le dolió la garganta, mientras, agachado, manoteaba buscando la linterna. Y luego, con satisfacción salvaje:- ¡Te amolaste, zambo! ¡Te salió mal, zambo!

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