Mario Llosa - La Tía Julia Y El Escribidor

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El joven de dieciocho años Mario Vargas trabaja en una radio peruana, cuyos jefes han traído desde Bolivia al más exitoso escritor de radioteatros, Pedro Camacho, un individuo excéntrico que aparte de escribir sus libretos, también los interpreta. Al tiempo, Marito se enamora de la tía Julia, una pariente política suya, divorciada y de treinta años. Ese amor prohibido desafía a la amplia familia del aspirante a escritor que inicia toda una odisea para poder consumarlo…

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Hizo énfasis en las Aes iniciales, con una entonación que quería decir "Sólo los ciegos no ven la luz del sol". Había clasificado los barrios de Lima según su importancia social. Pero lo curioso era el tipo de calificativos, la naturaleza de la nomenclatura. En algunos casos había acertado, en otros la arbitrariedad era absoluta. Por ejemplo, admití que las iniciales MPA (Mesocracia Profesionales Amas de casa) convenía a Jesús María, pero le advertí que resultaba bastante injusto estampar en la Victoria y el Porvenir la atroz divisa VMMH (Vagos Maricones Maleantes Hetairas) y sumamente discutible reducir el Callao a MPZ (Marineros Pescadores Zambos) o el Cercado y el Agustino a FOLI (Fámulas Operarios Labradores Indios).

– No se trata de una clasificación científica sino artística -me informó, haciendo pases mágicos con sus manitas pigmeas-. No me interesa toda la gente que compone cada barrio, sino la más llamativa, la que da a cada sitio su perfume y su color. Si un personaje es ginecólogo debe vivir donde le corresponde y lo mismo si es sargento de la policía.

Me sometió a un interrogatorio prolijo y divertido (para mí, pues él mantenía su seriedad funeral) sobre la topografía humana de la ciudad y advertí que las cosas que le interesaban más se referían a los extremos: millonarios y mendigos, blancos y negros, santos y criminales, Según mis respuestas, añadía, cambiaba o suprimía iniciales en el plano con un gesto veloz y sin vacilar un segundo, lo que me hizo pensar que había inventado y usaba ese sistema de catalogación hacía tiempo. ¿Por qué había marcado sólo Miraflores, San Isidro, la Victoria y el Callao?

– Porque, indudablemente, serán los escenarios principales -dijo, paseando sus ojos saltones con suficiencia napoleónica sobre los cuatro distritos-. Soy hombre que odia las medias tintas, el agua turbia, el café flojo. Me gustan el sí o el no, los hombres masculinos y las mujeres femeninas, la noche o el día. En mis obras siempre hay aristócratas o plebe, prostitutas o madonas. La mesocracia no me inspira y tampoco a mi público.

– Se parece usted a los escritores románticos -se me ocurrió decirle, en mala hora.

– En todo caso, ellos se parecen a mí -saltó en su silla, con la voz resentida-. Nunca he plagiado a nadie. Se me puede reprochar todo, menos esa infamia. En cambio, a mí me han robado de la manera más inicua.

Quise explicarle que lo del parecido a los románticos no había sido dicho con ánimo de ofenderlo, que era una broma, pero no me oía porque, de pronto, se había enfurecido extraordinariamente, y, gesticulando como si se hallara ante un auditorio expectante, despotricaba con su magnífica voz:

– Toda Argentina está inundada de obras mías, envilecidas por plumíferos rioplatenses. ¿Se ha topado usted en la vida con argentinos? Cuando vea uno, cámbiese de vereda, porque la argentinidad, como el sarampión, es contagiosa.

Había palidecido y le vibraba la nariz. Apretó los dientes e hizo una mueca de asco. Me sentí confuso ante esa nueva expresión de su personalidad y balbuceé algo vago y general, era lamentable que en América Latina no hubiera una ley de derechos de autor, que no se protegiera la propiedad intelectual. Había vuelto a meter la pata.

– No se trata de eso, a mí no me importa ser plagiado -replicó, más furioso aún-. Los artistas no trabajamos por la gloria, sino por amor al hombre. Qué más quisiera yo que mi obra se difundiera por el mundo, aunque sea bajo otras rúbricas. Lo que no se les puede perdonar a los cacógrafos del Plata es que alteren mis libretos, que los encanallen. ¿Sabe usted lo que les hacen? Además de cambiarles los títulos y los nombres a los personajes, por supuesto. Los condimentan siempre con esas esencias argentinas…

– La arrogancia -lo interrumpí, seguro de dar esta vez en el clavo-, la cursilería,

Negó con la cabeza, despectivamente, y pronunció, con una solemnidad trágica y una voz lenta y cavernosa que retumbó en el cubil, las únicas dos palabrotas que le oí decir nunca:

– La cojudez y la mariconería.

Sentí deseos de jalarle la lengua, de saber por qué su odio a los argentinos era más vehemente que el de las gentes normales, pero, al verlo tan descompuesto, no me atreví. Hizo un gesto de amargura y se pasó una mano ante los ojos, como para borrar ciertos fantasmas. Luego, con expresión dolida, cerró las ventanas de su cubil, cuadró el rodillo de la Remington y le colocó su funda, se acomodó la corbatita de lazo, sacó de su escritorio un grueso libro que se puso bajo el sobaco y me indicó con un gesto que saliéramos. Apagó la luz y, de afuera, echó llave a su Cueva. Le pregunté qué libro era ése. Le pasó afectuosamente la mano por el lomo, en una caricia idéntica a la que podría haber hecho a un gato.

– Un viejo compañero de aventuras -Murmuró, con emoción, alcanzándomelo-. Un amigo fiel y un buen ayudante de trabajo

El libro, publicado en tiempos prehistóricos por Espasa Calpe -sus gruesas tapas tenían todas las manchas y rasguños del mundo y sus hojas estaban amarillentas- era de un autor desconocido y de prontuario pomposo (Adalberto Castejón de la Reguera, Licenciado por la Universidad de Murcia en Letras Clásicas, Gramática y Retórica), y el título era extenso: "Diez Mil Citas Literarias de los Cien Mejores Escritores del Mundo”. Tenía un subtítulo:”Lo que dijeron Cervantes, Shakespeare, Molière, etc., sobre Dios, la Vida, la Muerte, el Amor, el Sufrimiento, etc…”

Estábamos ya en la calle Belén. Al dale la mano se me ocurrió mirar el reloj. Sentí pánico: eran las diez de la noche. Tenía la sensación de haber estado media hora con el artista y en realidad el análisis sociológicochísmográfico de la ciudad y la abominación de los argentinos habían demorado tres. Corrí a Panamericana, convencido de que Pascual habría dedicado los quince minutos del boletín de las nueve a algún pirómano de Turquía o a algún infanticidio en el Porvenir. Pero las cosas no debían de haber ido tan mal, pues me encontré a los Genaros en el ascensor y no parecían furiosos. Me contaron que esa tarde habían firmado contrato con Lucho Gatica para que viniera una semana a Lima, como exclusividad de Panamericana. En mi altillo, revisé los boletines y eran pasables. Sin apurarme, fui a tomar el colectivo a Miraflores en la Plaza San Martín.

Llegué a la casa de los abuelos a las once de la noche; ya estaban durmiendo. Me dejaban siempre la comida en el horno, pero esta vez, además del plato de apanado con arroz y huevo frito -mi invariable menú- había un mensaje escrito con letra temblona: "Llamó tu tío Lucho. Que dejaste plantada a Julita, que tenían que ir al cine. Que eres un salvaje, que la llames para disculparte: el Abuelo".

Pensé que olvidarse de los boletines y de una cita con una dama por el escriba boliviano era demasiado. Me acosté incómodo y malhumorado por mi involuntaria malacrianza. Estuve dando vueltas antes de pescar el sueño, tratando de convencerme que era culpa de ella, por imponerme esas idas al cine, a esas horribles truculencias, y. buscando alguna excusa para cuando la llamara al día siguiente. No se me ocurrió ninguna plausible y no me atreví a decirle la verdad. Hice más bien un gesto heroico. Después del boletín de las ocho, fui a una florería del centro y le envié un ramo de rosas que me costó cien soles con una tarjeta en la que, después de mucho dudar, escribí lo que me pareció un prodigio de laconismo y elegancia: "Rendidas excusas”.

En la tarde hice algunos bocetos, entre boletín y boletín, de un cuento erótico-picaresco sobre la tragedia del senador arequipeño. Me proponía trabajar fuerte en él esa noche, pero Javier vino a buscarme después de El Panamericano y me llevó a una sesión de espiritismo, en los Barrios Altos. El médium era un escribano, a quien había conocido en las oficinas del Banco de Reserva. Me había hablado mucho de él, pues siempre le contaba sus percances con las almas, que acudían a comunicarse con él no sólo cuando las convocaba en sesiones oficiales, sino espontáneamente, en las circunstancias más inesperadas. Solían gastarle bromas, como hacer sonar el teléfono al amanecer: al descolgar el aparato escuchaba al otro lado de la línea la inconfundible risa de su bisabuela, muerta hacía medio siglo y domiciliada desde entonces (se lo había dicho ella misma) en el Purgatorio. Se le aparecían en los ómnibus, en los colectivos, caminando por la calle. Le hablaban al oído y él tenía que permanecer mudo e impasible (“desairarlas" parece que decía) a fin de que la gente no lo creyera loco. Yo, fascinado, le había pedido a Javier que organizara alguna sesión con el escribano-médium. Éste había aceptado, pero venía dando largas varias semanas, con pretextos climatológicos. Era indispensable esperar ciertas fases de la luna, el cambio de mareas y aun factores más especializados pues, al parecer, las ánimas eran sensibles a la humedad, las constelaciones, los vientos. Por fin había llegado el día.

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