Mario Llosa - La Tía Julia Y El Escribidor

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El joven de dieciocho años Mario Vargas trabaja en una radio peruana, cuyos jefes han traído desde Bolivia al más exitoso escritor de radioteatros, Pedro Camacho, un individuo excéntrico que aparte de escribir sus libretos, también los interpreta. Al tiempo, Marito se enamora de la tía Julia, una pariente política suya, divorciada y de treinta años. Ese amor prohibido desafía a la amplia familia del aspirante a escritor que inicia toda una odisea para poder consumarlo…

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– Está más sana que ustedes y yo, pero muerta de fatiga. Mándenle comprar este calmante y déjenla descansar un rato.

Venancia se había precipitado al dormitorio y, por sobre el hombro, el doctor Quinteros vio a la vieja criada haciendo mimos a Elianita. Entraron también sus padres y el Pelirrojo Antúnez se disponía a hacerlo, pero el doctor, discretamente, lo tomó del brazo y lo llevó con él hacia el cuarto de baño. Cerró la puerta:

– Ha sido una imprudencia que en su estado estuviera bailando así toda la tarde, Pelirrojo -le dijo, con el tono más natural del mundo, mientras se jabonaba las manos-. Ha podido tener un aborto. Aconséjale que no use faja, y menos tan apretada. ¿Qué tiempo tiene? ¿Tres, cuatro meses?

Fue en ese momento que, veloz y mortífera como una picadura de cobra, la sospecha cruzó la mente del doctor Quinteros. Con terror, sintiendo que el silencio del cuarto de baño se había electrizado, miró por el espejo. El Pelirrojo tenía los ojos incrédulamente abiertos, la boca torcida en una mueca que daba a su cara una expresión absurda, y estaba lívido como muerto.

– ¿Tres, cuatro meses? -lo oyó articular, atorándose-. ¿Un aborto?

Sintió que se le hundía la tierra. Qué bruto, qué animal eres, pensó. Y, ahora sí, con atroz precisión, recordó que todo el noviazgo y la boda de Elianita era una historia de pocas semanas. Había apartado la vista de Antúnez, se secaba las manos demasiado despacio y su mente buscaba ardorosamente alguna mentira, una coartada que sacara a ese muchacho del infierno al que acababa de empujarlo. Sólo atinó a decir algo que le pareció también estúpido:

– Elianita no debe saber que me he dado cuenta. Le he hecho creer que no. Y, sobre todo, no te preocupes. Ella está muy bien.

Salió rápidamente, mirándolo de soslayo al pasar. Lo vio en el mismo sitio, los ojos clavados en el vacío, ahora la boca también abierta y la cara cubierta de sudor. Sintió que echaba llave al cuarto de baño desde adentro. Va a ponerse a llorar, pensó, a darse de cabezazos y a jalarse los pelos, va a maldecirme y a odiarme más todavía que a ella y que a ¿quién? Bajaba las escaleras despacio, con una desoladora sensación de culpa, lleno de dudas, mientras iba repitiendo como un autómata a la gente que Elianita no tenía nada, que bajaría ahora mismo. Salió al jardín y respirar una bocanada de aire le hizo bien. Se acercó al bar, bebió un vaso de whisky puro y decidió irse a su casa sin esperar el desenlace del drama que, por ingenuidad y con las mejores intenciones, había provocado. Tenía ganas de encerrarse en su escritorio y, arrellanado en su sillón de cuero negro, sumergirse en Mozart.

En la puerta de calle, sentado en el pasto, en un estado calamitoso, encontró a Richard. Tenía las piernas cruzadas como un Buda, la espalda apoyada en la verja, el terno arrugado y cubierto de polvo, de manchas, de yerbas. Pero fue su cara la que distrajo al doctor del recuerdo del Pelirrojo y de Elianita y lo hizo detenerse: en sus ojos inyectados el alcohol y el furor parecían haber aumentado en dosis idénticas. Dos hilillos de baba colgaban de sus labios y su expresión era lastimosa y grotesca.

– No es posible, Richard -murmuró, inclinándose y tratando de hacer incorporarse a su sobrino-. Tus padres no pueden verte así. Ven, vamos a la casa hasta que se te pase. Jamás creí que te vería en este estado, sobrino.

Richard lo miraba sin verlo, con la cabeza colgante, y aunque, obediente, trataba de levantarse, las piernas le flaqueaban. El doctor tuvo que tomarlo de los dos brazos y casi alzarlo en peso. Lo hizo andar, sujetándolo de los hombros; Richard se balanceaba como un muñeco de trapo y parecía irse de bruces a cada momento. "Vamos a ver si conseguimos un taxi", murmuró el doctor, parándose al borde de la avenida Santa Cruz y sosteniendo a Richard de un brazo: "Porque andando no llegas ni a la esquina, sobrino". Pasaban algunos taxis, pero ocupados. El doctor tenía la mano levantada. La espera, sumada al recuerdo de Elianita y Antúnez, y la inquietud por el estado de su sobrino, comenzaban a ponerlo nervioso, a él, que nunca había perdido la calma. En ese momento distinguió, en el murmullo incoherente y bajito que escapaba de los labios de Richard, la palabra 'revólver'. No pudo menos que sonreír, y, poniendo al mal tiempo buena cara, dijo, como para sí mismo, sin esperar que Richard lo escuchara o le respondiera:

– ¿Y para qué quieres un revólver, sobrino?

La respuesta de Richard, que miraba el vacío con errabundos ojos homicidas, fue lenta, ronca, clarísima:

– Para matar al Pelirrojo. -Había pronunciado cada sílaba con un odio glacial. Hizo una pausa, y, con la voz bruscamente rajada, añadió:- O para matarme a mí.

Se le volvió a trabar la lengua y Alberto de Quinteros ya no entendió lo que decía. En eso, paró un taxi. El doctor empujó a Richard al interior, dio al chofer la dirección, subió. En el instante en que el auto arrancaba, Richard rompió a llorar. Se volvió a mirarlo y el muchacho se dejó ir contra él, apoyó la cabeza en su pecho y siguió sollozando, con el cuerpo movido por un temblor nervioso. El doctor le pasó una mano por los hombros, le revolvió los cabellos como había hecho un rato antes con su hermana, y tranquilizó con un gesto que quería decir "el chico ha tomado demasiado" al chofer que lo miraba por el espejo retrovisor. Dejó a Richard encogido contra él, llorando y ensuciándole con sus lágrimas, babas y mocos su terno azul y su corbata plateada. No pestañeó siquiera, ni se agitó su corazón, cuando en el incomprensible soliloquio de su sobrino, alcanzó a entender, dos o tres veces repetida, esa frase que sin dejar de ser atroz sonaba también hermosa y hasta pura: “Porque yo la quiero como hombre y no me importa nada de nada, tío". En el jardín de la casa, Richard vomitó, con recias arcadas que asustaron al foxterrier y provocaron miradas censoras en el mayordomo y las sirvientas. El doctor Quinteros llevó a Richard del brazo hasta el cuarto de huéspedes, lo hizo enjuagarse la boca, lo desnudó, lo metió en la cama, le hizo tragar un fuerte somnífero, y permaneció a su lado, calmándolo con palabras y gestos afectuosos -que sabía que el muchacho no podía oír ni ver- hasta que lo sintió dormir el sueño profundo de la juventud.

Entonces llamó a la clínica y dijo al médico de guardia que no iría hasta el día siguiente a menos de alguna catástrofe, instruyó al mayordomo que no estaría para nadie que llamara o viniera, se sirvió un whisky doble y fue a encerrarse en el cuarto de música. Puso en el tocadiscos un alto de piezas de Albinoni, Vivaldi y Scarlatti, pues había decidido que unas horas venecianas, barrocas y superficiales, serían un buen remedio para las graves sombras de su espíritu, y, hundido en la cálida blandura de su sillón de cuero, la pipa escocesa de espuma de mar humeando entre los labios, cerró los ojos y esperó que la música operara su inevitable milagro. Pensó que ésta era una ocasión privilegiada para poner a prueba esa norma moral que había hecho suya desde joven y según la cual era preferible comprender que juzgar a los hombres. No se sentía horrorizado ni indignado ni demasiado sorprendido. Más bien advertía una recóndita emoción, una benevolencia invencible, mezclada de ternura y de piedad, cuando se decía que ahora sí estaba clarísimo por qué una muchacha tan linda había decidido casarse de pronto con un bobo y por qué al rey de la tabla hawaiana, al buen mozo del barrio, no se le conoció nunca enamorada y por qué siempre había cumplido sin protestar, con diligencia tan encomiable, las funciones de chaperón de su hermana menor. Mientras saboreaba el perfume del tabaco y degustaba el placentero fuego de la bebida, se decía que no había que preocuparse demasiado por Richard. Él encontraría la manera de convencer a Roberto que lo enviara a estudiar al extranjero, a Londres por ejemplo, una ciudad donde encontraría novedades e incitaciones suficientes para olvidar el pasado. Lo inquietaba, en cambio, lo comía de curiosidad lo que pasaría con los otros dos personajes de la historia. Mientras la música lo iba embriagando, cada vez más débiles y espaciadas, un remolino de preguntas sin respuesta giraba en su mente: ¿abandonaría el Pelirrojo esa misma tarde a su temeraria esposa? ¿Lo habría hecho ya? ¿O callaría y, dando una indiscernible prueba de nobleza o estupidez, seguiría con esa niña fraudulenta que tanto había perseguido? ¿Estallaría el escándalo o un pudoroso velo de disimulación y orgullo pisoteado ocultaría para siempre esa tragedia de San Isidro?

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