Mario Llosa - La Tía Julia Y El Escribidor

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El joven de dieciocho años Mario Vargas trabaja en una radio peruana, cuyos jefes han traído desde Bolivia al más exitoso escritor de radioteatros, Pedro Camacho, un individuo excéntrico que aparte de escribir sus libretos, también los interpreta. Al tiempo, Marito se enamora de la tía Julia, una pariente política suya, divorciada y de treinta años. Ese amor prohibido desafía a la amplia familia del aspirante a escritor que inicia toda una odisea para poder consumarlo…

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III

Volví a ver a Pedro Camacho pocos días después del incidente. Eran las siete y media de la mañana, y, luego de preparar el primer boletín, estaba yendo a tomar un café con leche al Bransa, cuando, al pasar por la ventanilla de la portería de Radio Central, divisé mi Remington. La sentí funcionando, oí el sonido de sus gordas teclas contra el rodillo, pero no vi a nadie detrás de ella. Metí la cabeza por la ventana y el mecanógrafo era Pedro Camacho. Le habían instalado una oficina en el cubículo del portero. En el cuarto, de techo bajo y paredes devastadas por la humedad, la vejez y los graffiti, había ahora un escritorio en ruinas pero tan aparatoso como la máquina que tronaba sobre sus tablas. Las dimensiones del mueble y de la Remington se tragaban literalmente la figurilla de Pedro Camacho. Había añadido al asiento un par de almohadas, pero aun así su cara sólo llegaba a la altura del teclado, de modo que escribía con las manos al nivel de los ojos y daba la impresión de estar boxeando. Su concentración era absoluta, no advertía mi presencia pese a estar a su lado. Tenía los desorbitados ojos fijos en el papel, tecleaba con dos dedos, se mordía la lengua. Llevaba el terno negro del primer día, no se había quitado el saco ni la corbatita de lazo y al verlo así, absorto y atareado, con su cabellera y su atuendo de poeta decimonónico, rígido y grave, sentado frente a ese escritorio y esa máquina que le quedaban tan grandes y en esa cueva que les quedaba a los tres tan chica, tuve una sensación de algo entre lastimoso y cómico.

– Qué madrugador, señor Camacho -lo saludé, metiendo la mitad del cuerpo en la habitación.

Sin apartar los ojos del papel, se limitó a indicarme, con un movimiento autoritario de la cabeza, que me callara o esperase, o ambas cosas. Opté por lo último, y, mientras él terminaba su frase, observé que tenía la mesa cubierta de papeles mecanografiados, y que en el suelo había algunas hojas arrugadas, enviadas allí a falta de basurero. Poco después apartó las manos del teclado, me miró, se puso de pie, me estiró su diestra ceremoniosa y respondió a mi saludo con una sentencia:

– Para el arte no hay horario. Muy buenos días, mi amigo.

No averigüé si sentía claustrofobia en ese cubil porque, estaba seguro, me hubiera contestado que al arte le convenía la incomodidad. Más bien, lo invité a tomar un café. Consultó un artefacto prehistórico que bailoteaba en su muñeca delgadita y murmuró: "Después de hora y media de producción, me merezco un refrigerio". Camino del Bransa, le pregunté si siempre empezaba a trabajar tan temprano y me repuso que, en su caso, a diferencia de otros "creadores", la inspiración era proporcional a la luz del día.

– Amanece con el sol y con él va calentando -me explicó, musicalmente, mientras, a nuestro alrededor, un muchacho soñoliento barría el aserrín lleno de puchos y suciedades del Bransa-. Comienzo a escribir con la primera luz. Al mediodía mi cerebro es una antorcha. Luego va perdiendo fuego y a eso de la tardecita paro porque sólo quedan brasas. Pero no importa, ya que en las tardes y en las noches es cuando más rinde el actor. Tengo mi sistema bien distribuido.

Hablaba demasiado en serio y me di cuenta que apenas parecía notar que yo seguía allí; era de esos hombres que no admiten interlocutores sino oyentes. Como la primera vez, me sorprendió la absoluta falta de humor que había en él, pese a las sonrisas de muñeco -labios que se levantan, frente que se arruga, dientes que asoman- con que aderezaba su monólogo. Todo lo decía con una solemnidad extrema, lo que, sumado a su perfecta dicción, a su físico, a su ropaje extravagante y a sus ademanes teatrales, le daba un aire terriblemente insólito. Era evidente que creía al pie de la letra todo lo que decía: se lo notaba, a la vez, el hombre más afectado y el más sincero del mundo. Traté de descenderlo de las alturas artísticas en las que peroraba al terreno mediocre de los asuntos prácticos y le pregunté si ya se había instalado, si tenía amigos aquí, cómo se sentía en Lima. Esos temas terrenales le importaban un comino. Con un dejo impaciente me contestó que había conseguido un “atélier" no lejos de Radio Central, en el jirón Quilca, y que se sentía a sus anchas en cualquier parte, porque ¿acaso la patria del artista no era el mundo? En vez de café pidió una infusión de yerbaluisa y menta, que, me instruyó, además de grata al paladar, "entonaba la mente". La apuró a sorbos cortos y simétricos, como si contara el tiempo exacto para llevarse la taza a la boca, y, apenas terminó, se puso de pie, insistió en repartir la cuenta, y me pidió que lo acompañara a comprar un plano con los barrios y calles de Lima. Encontramos lo que quería en un puesto ambulante del jirón de la Unión. Estudió el plano desplegándolo contra el cielo y aprobó con satisfacción los colorines que diferenciaban a los distritos. Exigió un recibo por los veinte soles que costaba.

– Es un instrumento de trabajo y deben abonarlo los mercaderes -decretó, mientras regresábamos a nuestros trabajos. También su andar era original: rápido y nervioso, como si temiera perder el tren. En la puerta de Radio Central, al despedirnos, me señaló su apretada oficina como quien exhibe un palacio:

– Está prácticamente en la calle -dijo, contento consigo mismo y con las cosas-. Es como si trabajara en la vereda.

– ¿No lo distrae tanto ruido de gente y de autos? -me atreví a insinuar.

– Al contrario -me tranquilizó, feliz de gratificarme con una última fórmula:- Yo escribo sobre la vida y mis obras exigen el impacto de la realidad.

Ya me iba, cuando volvió a llamarme con el dedo índice. Mostrándome el plano de Lima, me pidió de manera misteriosa que, más tarde o mañana, le proporcionara algunos datos. Le dije que encantado.

En mi altillo de Panamericana, encontré a Pascual con el boletín de las nueve listo. Comenzaba con una de esas noticias que le gustaban tanto. La había copiado de "La Crónica", enriqueciéndola con adjetivos de su propio acervo: "En el proceloso mar de las Antillas, se hundió anoche el carguero panameño 'Shark', pereciendo sus ocho tripulantes, ahogados y masticados por los tiburones que infestan el susodicho mar". Cambié "masticados" por "devorados" y suprimí "proceloso" y "susodicho" antes de darle el visto bueno. No se enojó, porque Pascual no se enojaba nunca, pero dejó sentada su protesta:

– Este don Mario, siempre jodiéndome el estilo.

Toda esa semana había estado tratando de escribir un cuento, basado en una historia que conocía por mi tío Pedro, quien era médico en una hacienda de Ancash. Un campesino asustó a otro, una noche, disfrazándose de "pishtaco" (diablo) y saliéndole al encuentro en medio del cañaveral. La víctima de la broma se había asustado tanto que descargó su machete sobre el "pishtaco" y lo mandó al otro mundo con el cráneo partido en dos. Luego, huyó al monte. Algún tiempo después, un grupo de campesinos, al salir de una fiesta, habían sorprendido a un "pishtaco" merodeando por el poblado y lo mataron a palos. El muerto resultó ser el asesino del primer "pishtaco", que usaba disfraz de diablo para visitar de noche a su familia. Los asesinos, a su vez, se habían echado al monte, y, disfrazados de "pishtacos", venían en las noches a la comunidad, donde dos de ellos habían sido ya exterminados a machetazos por aterrorizados campesinos, quienes, a su vez, etcétera. Lo que yo quería contar no era tanto lo ocurrido en la hacienda de mi tío Pedro, como el final que se me ocurrió: que en un momento dado, entre tanto "pishtaco" de mentiras, se deslizaba el diablo vivito y coleando. Iba a titular mi cuento "El salto cualitativo" y quería que fuese frío, intelectual, condensado e irónico como un cuento de Borges, a quien acababa de descubrir por esos días. Dedicaba al relato todos los resquicios de tiempo que me dejaban los boletines de Panamericana, la Universidad y los cafés del Bransa, y también escribía en casa de mis abuelos, a mediodía y en las noches. Esa semana no almorcé donde ninguno de mis tíos, ni hice las visitas acostumbradas a las primas, ni fui al cine. Escribía y rompía, o, mejor dicho, apenas había escrito una frase me parecía horrible y recomenzaba. Tenía la certeza de que una falta de caligrafía o de ortografía nunca era casual, sino una llamada de atención, una advertencia (del subconsciente, Dios o alguna otra persona) de que la frase no servía y era preciso rehacerla. Pascual se quejaba: "Caracho, si los Genaros descubren ese desperdicio de papel, lo pagaremos del sueldo". Por fin, un jueves creí tener el cuento acabado. Era un monólogo de cinco páginas; al final se descubría en el narrador al propio diablo. Le leí "El salto cualitativo" a Javier en mi altillo, después de El Panamericano de las doce.

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