Mario Llosa - La Tía Julia Y El Escribidor
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Nos costó un triunfo dar con la casa del escribano-médium, un departamentito sórdido, apretado en el fondo de una quinta del jirón Cangallo. El personaje, en la realidad, era mucho menos interesante que en los cuentos de Javier. Sesentón, solterón, calvito, oloroso a linimento, tenía una mirada bovina y una conversación tan empecinadamente banal que nadie hubiera sospechado su promiscuidad con los espíritus. Nos recibió en una salita desvencijada y grasienta; nos convidó unas galletas de agua con trocitos de queso fresco y una parca mulita de pisco. Hasta que dieron las doce nos estuvo contando, con un aire convencional, sus experiencias del más allá. Habían comenzado al enviudar, veinte años atrás. La muerte de su mujer lo había sumido en una tristeza inconsolable, hasta que un día un amigo lo salvó, mostrándole el camino del espiritismo. Era lo más importante que le había pasado en la vida:
– No sólo porque uno tiene la oportunidad de seguir viendo y oyendo a los seres queridos -nos decía, con el tono que se comenta una fiesta de bautizo-, sino porque distrae mucho, las horas se van sin darse cuenta.
Escuchándolo, se tenía la impresión de que hablar con los muertos era algo comparable, en esencia, a ver una película o un partido de fútbol (y, sin duda, menos divertido). Su versión de la otra vida era terriblemente cotidiana, desmoralizadora. No había diferencia alguna de "cualidad" entre allá y aquí, a juzgar por las cosas que le contaban: los espíritus se enfermaban, se enamoraban, se casaban, se reproducían, viajaban y la única diferencia era que nunca se morían. Yo le lanzaba miradas homicidas a Javier, cuando dieron las doce. El escribano nos hizo sentar alrededor de la mesa (no redonda sino cuadrangular), apagó la luz, nos ordenó unir las manos. Hubo unos segundos de silencio y yo, nervioso con la espera, tuve la ilusión de que la cosa iba a ponerse interesante. Pero comenzaron a presentarse los espíritus y el escribano, con la misma voz doméstica, empezó a preguntarles las cosas más aburridas del mundo: "¿Y cómo estás, pues, Zoilita? Encantado de oírte; aquí me tienes, pues, con estos amigos, muy buenas personas, interesados en conectarse con el mundo tuyo, Zoilita. ¿Cómo, qué cosa? ¿Que los salude? Cómo no, Zoilita, de tu parte. Dice que los salude con todo cariño y que si pueden recen por ella de vez en cuando para que salga más pronto del Purgatorio". Después de Zoilita se presentaron una serie de parientes y amigos con los que el escribano mantuvo diálogos semejantes. Todos estaban en el Purgatorio, todos nos enviaron saludos, todos pedían rezos. Javier se empeñó en llamar a alguien que estuviera en el Infierno, para que nos sacara de dudas, pero el médium, sin vacilar un segundo, nos explicó que era imposible: los de allí sólo podían ser citados los tres primeros días de mes impar y apenas se les oía la voz. Javier pidió entonces al ama que había criado a su madre y a él y a sus hermanos. Doña Gumercinda compareció, mandó saludos, dijo que recordaba a Javier con mucho cariño y que ya estaba haciendo sus ataditos para salir del Purgatorio e ir al encuentro del Señor. Yo pedí al escribano que llamara a mi hermano Juan, y, sorprendentemente (porque nunca había tenido hermanos), vino y me hizo decir, por la benigna voz del médium, que no debía preocuparme por él pues estaba con Dios y que siempre rezaba por mí. Tranquilizado con esta noticia, me despreocupé de la sesión y me dediqué a escribir mentalmente mi cuento sobre el senador. Se me ocurrió un título enigmático: "La cara incompleta". Decidí, mientras Javier, incansable, exigía al escribano que convocara algún ángel, o, al menos, algún personaje histórico como Manco Cápac, que el senador terminaría resolviendo su problema mediante una fantasía freudiana: pondría a su esposa, en el momento del amor, un parche de pirata en el ojo.
La sesión terminó cerca de las dos de la madrugada. Mientras caminábamos por las calles de los Barrios Altos, en busca de un taxi que nos llevara hasta la Plaza San Martín para tomar el colectivo, yo enloquecía a Javier diciéndole que por su culpa el más allá había perdido para mí poesía y misterio, que por su culpa había tenido la evidencia de que todos los muertos se volvían imbéciles, que por su culpa ya no podría ser agnóstico y tendría que vivir con la certidumbre de que, en la otra vida, que existía, me esperaba una eternidad de cretinismo y aburrimiento. Encontramos un taxi y en castigo lo pagó Javier.
En casa, junto al apanado, huevo y arroz, encontré otro mensaje: "Te llamó Julita. Que recibió tus rosas, que están muy lindas, que le gustaron mucho. Que no creas que por las rosas te librarás de llevarla al cine cualquiera de estos días: el Abuelo".
Al día siguiente era cumpleaños del tío Lucho. Le compré una corbata de regalo y me disponía a ir a su casa al mediodía, pero Genaro-hijo se me presentó intempestivamente en el altillo y me obligó a ir a almorzar con él en el Raimondi. Quería que lo ayudara a redactar los avisos que publicaría ese domingo en los diarios, anunciando los radioteatros de Pedro Camacho, que arrancaban el lunes. ¿No hubiera sido más lógico que el propio artista interviniera en la redacción de esos avisos?
– La vaina es que se ha negado -me explicó Genaro-hijo, fumando como una chimenea-. Sus libretos no necesitan publicidad mercenaria, se imponen solos y no sé qué otras tonterías. El tipo está resultando complicado, muchas manías. ¿Supiste lo de los argentinos, no? Nos ha obligado a rescindir contratos, a pagar indemnizaciones. Espero que sus programas justifiquen estos engreimientos.
Mientras redactábamos los avisos, despachábamos dos corvinas, bebíamos cerveza helada y veíamos, de tanto en tanto, desfilar por las vigas del Raimondi esos grises ratoncitos que parecen puestos allí como prueba de antigüedad del local, Genaro-hijo me contó otro conflicto que había tenido con Pedro Camacho. La razón: los protagonistas de los cuatro radioteatros con que debutaba en Lima. En los cuatro, el galán era un cincuentón "que conservaba maravillosamente la juventud".
– Le hemos explicado que todos los surveys han demostrado que el público quiere galanes de entre treinta y treinta y cinco años, pero es una mula -se afligía Genaro-hijo, echando humo por la boca y la nariz-. ¿Y si he metido la pata y el boliviano es un fracaso descomunal?
Recordé que, en un momento de nuestra conversación de la víspera en su cubil de Radio Central, el artista había dogmatizado, con fuego, sobre los cincuenta años del hombre. La edad del apogeo cerebral y de la fuerza sensual, decía, de la experiencia digerida. La edad en que se era más deseado por las mujeres y más temido por los hombres. Y había insistido, sospechosamente, en que la vejez era algo "optativo". Deduje que el escriba boliviano tenía cincuenta años y que lo aterraba la vejez: un rayito de debilidad humana en ese espíritu marmóreo.
Cuando terminamos de redactar los avisos era tarde para dar un salto a Miraflores, de modo que telefoneé al tío Lucho para decirle que iría a abrazarlo a la noche. Supuse que encontraría una aglomeración de familiares festejándolo, pero no había nadie, aparte de la tía Olga y la tía Julia. Los parientes habían desfilado por la casa durante el día. Estaban tomando whiskies y me sirvieron una copa. La tía Julia me agradeció otra vez las rosas -las vi sobre el aparador de la sala y eran poquísimas- y se puso a bromear, como siempre, pidiéndome que confesara qué clase de "programa" me había salido la noche que la dejé plantada: ¿alguna "piba" de la Universidad, alguna huachafita de la Radio? Llevaba un vestido azul, zapatos blancos, maquillaje y peinado de peluquería; se reía con una risa fuerte y directa y tenía voz ronca y ojos insolentes. Descubrí, algo tardíamente, que era una mujer atractiva. El tío Lucho, en un arrebato de entusiasmo, dijo que cincuenta años se cumplían sólo una vez en la vida y que nos fuéramos al Grill Bolívar. Pensé que por segundo día consecutivo tendría que dejar de lado la redacción de mi cuento sobre el senador eunuco y pervertido (¿y si le ponía ese título?). Pero no lo lamenté, me sentí muy contento de verme embarcado en esa fiesta. La tía Olga, después de examinarme, dictaminó que mi facha no era la más adecuada para el Grill Bolívar e hizo que el tío Lucho me prestara una camisa limpia y una corbata llamativa que compensaran un poco lo viejo y arrugado del terno. La camisa me quedó grande, y yo sentía angustia por mi cuello bailando en el aire (lo que dio lugar a que la tía Julia comenzara a llamarme Popeye).
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