Mario Llosa - La Tía Julia Y El Escribidor

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El joven de dieciocho años Mario Vargas trabaja en una radio peruana, cuyos jefes han traído desde Bolivia al más exitoso escritor de radioteatros, Pedro Camacho, un individuo excéntrico que aparte de escribir sus libretos, también los interpreta. Al tiempo, Marito se enamora de la tía Julia, una pariente política suya, divorciada y de treinta años. Ese amor prohibido desafía a la amplia familia del aspirante a escritor que inicia toda una odisea para poder consumarlo…

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Nunca había ido al Grill Bolívar y me pareció el lugar más refinado y elegante del mundo, y la comida la más exquisita que había probado jamás. Una orquesta tocaba boleros, pasodobles, blues, y la estrella del show era una francesa, blanca como la leche, que recitaba acariciadoramente sus canciones mientras daba la impresión de masturbar el micro con las manos, y a la que el tío Lucho, de un buen humor que crecía con las copas, vitoreaba en una jerigonza que él llamaba francés: "¡Vravoooo! ¡Vravoooo mamuasel cherí!". El primero en lanzarse a bailar fui yo, que arrastré a la tía Olga a la pista, ante mi propia sorpresa, pues no sabía bailar (estaba entonces firmemente convencido de que una vocación literaria era incompatible con el baile y los deportes), pero, felizmente, había mucha gente, y, en la apretura y penumbra, nadie pudo advertirlo. La tía Julia, a su vez, hacía pasar un mal rato al tío Lucho obligándolo a bailar separado de ella y haciendo figuras. Ella bailaba bien y las miradas de muchos señores la seguían.

La pieza siguiente saqué a la tía Julia y la previne que no sabía bailar, pero, como tocaban un lentísimo blue, desempeñé mi función con decoro. Bailamos un par de piezas y nos fuimos alejando insensiblemente de la mesa del tío Lucho y la tía Olga. En el instante en que, terminada la música, la tía Julia hacía un movimiento para apartarse de mí, la retuve y la besé en la mejilla, muy cerca de los labios. Me miró con asombro, como si presenciara un prodigio. Había cambio de orquesta y debimos regresar a la mesa. Allí, la tía Julia se puso a hacer bromas al tío Lucho sobre los cincuenta años, edad a partir de la cual los hombres se volvían viejos verdes. A ratos me lanzaba una rápida ojeada, como para verificar si yo estaba realmente ahí, y en sus ojos se podía leer clarísimo que todavía no le cabía en la cabeza que la hubiera besado. La tía Oiga estaba ya cansada y quería que nos fuéramos, pero yo insistí en bailar una pieza más. "El intelectual se corrompe", constató el tío Lucho y arrastró a la tía Olga a bailar la pieza del estribo. Yo saqué a la tía Julia y mientras bailábamos ella permanecía (por primera vez) muda. Cuando, entre la masa de parejas, el tío Lucho y la tía Olga quedaron distanciados, la estreché un poco contra mí y le junté la mejilla. La oí murmurar, confusa: "Oye, Marito…”, pero la interrumpí diciéndole al oído: "Te prohíbo que me vuelvas a llamar Marito". Ella separó un poco la cara para mirarme e intentó sonreír, y entonces, en una acción casi mecánica, me incliné y la besé en los labios. Fue un contacto muy rápido pero no lo esperaba y la sorpresa hizo que esta vez dejara un momento de bailar. Ahora su estupefacción era total: abría los ojos y estaba con la boca abierta. Cuando terminó la pieza, el tío Lucho pagó la cuenta y nos fuimos. En el trayecto a Miraflores -íbamos los dos en el asiento de atrás- cogí la mano de la tía Julia, la apreté con ternura y la mantuve entre las mías. No la retiró, pero se la notaba aún sorprendida y no abría la boca. Al bajar, en casa de los abuelos, me pregunté cuántos años mayor que yo sería.

IV

En la noche chalaca, húmeda y oscura como boca de lobo, el sargento Lituma se subió las solapas del capote, se frotó las manos y se dispuso a cumplir con su deber. Era un hombre en la flor de la edad, la cincuentena, al que la Guardia Civil entera respetaba; había servido en las Comisarías más sacrificadas sin quejarse y su cuerpo conservaba algunas cicatrices de sus batallas contra el crimen. Las cárceles del Perú hervían de malhechores a los que había calzado las esposas. Había sido citado como ejemplo en órdenes del día, alabado en discursos oficiales, y, por dos veces, condecorado: pero esas glorias no habían alterado su modestia, tan grande como su valentía y su honradez. Hacía un año que servía en la Cuarta Comisaría del Callao y llevaba ya tres meses encargado de la más dura obligación que el destino puede deparar a un sargento en el puerto: la ronda nocturna.

Las remotas campanas de la iglesia de Nuestra Señora del Carmen de la Legua dieron la medianoche, y, siempre puntual, el sargento Lituma -frente ancha, nariz aguileña, mirada penetrante, rectitud y bondad en el espíritu- empezó a caminar. A su espalda, una fogata en las tinieblas, quedaba la vieja casona de madera de la Cuarta Comisaría. Imaginó: el teniente Jaime Concha estaría leyendo el Pato Donald, los guardias Mocos Camacho y Manzanita Arévalo estarían azucarándose un café recién colado y el único preso del día -un carterista sorprendido in fraganti en el ómnibus Chucuito-La Parada y traído a la Comisaría, con abundantes contusiones, por media docena de furibundos pasajeros- dormiría hecho un garabato en el suelo del ergástulo.

Inició su recorrido por la barriada de Puerto Nuevo, donde estaba de servicio el Chato Soldevilla, un tumbesino que cantaba tonderos con inspirada voz. Puerto Nuevo era el terror de los guardias y detectives del Callao porque en su laberinto de casuchas de tablones, latas, calaminas y adobes, sólo una ínfima parte de sus pobladores se ganaban el pan como portuarios o pescadores. La mayoría eran vagos, ladrones, borrachos, pichicateros, macrós y maricas (para no mencionar a las innumerables prostitutas) que con cualquier pretexto se agarraban a chavetazos y, a veces, tiros. Esa barriada sin agua ni desagüe, sin luz y sin pavimentar, se había teñido no pocas veces con sangre de agentes de la ley. Pero esa noche estaba excepcionalmente pacífica. Mientras, tropezando con piedras invisibles, la cara fruncida por el vaho de excrementos y materias descompuestas que subía a sus narices, recorría los meandros del barrio en busca del Chato, el sargento Lituma pensó: "El frío acostó temprano a los noctámbulos". Porque era mediados de agosto, el corazón del invierno, y una neblina espesa que todo lo borraba y deformaba, y una garúa tenaz que aguaba el aire, habían convertido esa noche en algo triste e inhóspito. ¿Dónde se había metido el Chato Soldevilla? Este tumbesino mariconazo, asustado del frío o de los hampones, era capaz de haber ido a buscar calorcito y trago a las cantinas de la avenida Huáscar. "No, no se atrevería, pensó el sargento Lituma. Sabe que yo hago la ronda y que si abandona su puesto, se amuela."

Encontró al Chato bajo un poste de luz, en la esquina que mira al Frigorífico Nacional. Se frotaba las manos con furia, su cara había desaparecido tras una chalina fantasmal que sólo le dejaba los ojos libres. Al verlo, dio un respingo y se llevó la mano a la cartuchera. Luego, reconociéndolo, chocó los tacos.

– Me asustó, mi sargento -dijo riéndose-. Así, de lejitos, saliendo de la oscuridad, me figuré un espíritu.

– Qué espíritu ni qué ocho cuartos -le dio la mano Lituma-. Creíste que era un hampón.

– Con este frío no hay hampones sueltos, qué esperanza -volvió a frotarse las manos el Chato-. Los únicos locos que en esta noche se les ocurre andar a la intemperie somos usted y yo. Y éstos.

Señaló el techo del Frigorífico y el sargento, esforzando los ojos, alcanzó a ver media docena de gallinazos apiñados y con el pico entre las alas, formando una línea recta en la cumbre de la calamina. "Qué hambre tendrán, pensó. Aunque se hielen, allí se quedan oliendo lo muerto." El Chato Soldevilla le firmó el parte a la rancia luz del farol, con un lapicito masticado que se le perdía en los dedos. No había novedad: ni accidentes, ni delitos, ni borracheras.

– Una noche tranquila, mi sargento -le dijo, mientras lo acompañaba unas cuadras, hacia la avenida Manco Cápac-. Espero que siga así, hasta que llegue mi relevo. Después, que se caiga el mundo, qué diablos.

Se rió, como si hubiera dicho algo muy chistoso, y el sargento Lituma pensó: "Hay que ver la mentalidad que se gastan ciertos guardias". Como si hubiera adivinado, el Chato Soldevilla añadió, serio:

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