Mario Llosa - La Tía Julia Y El Escribidor

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El joven de dieciocho años Mario Vargas trabaja en una radio peruana, cuyos jefes han traído desde Bolivia al más exitoso escritor de radioteatros, Pedro Camacho, un individuo excéntrico que aparte de escribir sus libretos, también los interpreta. Al tiempo, Marito se enamora de la tía Julia, una pariente política suya, divorciada y de treinta años. Ese amor prohibido desafía a la amplia familia del aspirante a escritor que inicia toda una odisea para poder consumarlo…

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– En Bolivia llegó a haber amenaza de rompimiento de relaciones -me interrumpió-. Un pasquín incluso rumoreó algo sobre concentración de tropa en las fronteras.

Lo decía resignado, como pensando: la obligación del sol es echar rayos, qué remedio si eso provoca algún incendio.

– Los Genaros le piden que, en lo posible, evite hablar mal de los argentinos en los radioteatros -le confesé y encontré un argumento que, supuse, le haría mella:- Total, mejor ni se ocupe de ellos, ¿acaso valen la pena?

– La valen, porque ellos me inspiran -me explicó, dando por cancelado el asunto.

De regreso a la Radio me hizo saber, con una inflexión traviesa en la voz, que el escándalo de La Paz les sacó roncha" y que fue motivado por una obra de teatro sobre “las costumbres bestiales de los gauchos". En Panamericana, le dije a Genaro-hijo que no debía hacerse ilusiones respecto a mi eficacia como mediador.

Dos o tres días después, conocí la pensión de Pedro Camacho. La tía Julia había venido a encontrarse conmigo a la hora del último boletín, porque quería ver una película que daban en el Metro, con una de las grandes parejas románticas: Greer Garson y Walter Pidgeon. Cerca de medianoche, estábamos cruzando la Plaza San Martín, para tomar el colectivo, cuando vi a Pedro Camacho saliendo de Radio Central. Apenas se lo señalé, la tía Julia quiso que se lo presentara. Nos acercamos y él, al decirle que se trataba de una compatriota suya, se mostró muy amable.

– Soy una gran admiradora suya -le dijo la tía Julia, para caerle más en gracia le mintió:- Desde Bolivia, no me pierdo sus radioteatros.

Fuimos caminando con él, casi sin darnos cuenta, hacia el jirón Quilca, y en el trayecto Pedro Camacho y la tía Julia mantuvieron una conversación patriótica de la que quedé excluido, en la que desfilaron las minas de Potosí y la cerveza Taquiña, esa sopa de choclo que llaman lagua, el mote con queso fresco, el clima de Cochabamba, la belleza de las cruceñas y otros orgullos bolivianos. El escriba parecía muy satisfecho hablando maravillas de su tierra. Al llegar al portón de una casa con balcones y celosías se detuvo. Pero no nos despidió:

– Suban -nos propuso-. Aunque mi cena es sencilla, podemos compartirla.

La pensión La Tapada era una de esas viejas casas de dos pisos del centro de Lima, construidas el siglo pasado, que alguna vez fueron amplias, confortables y acaso suntuosas, y que luego, a medida que la gente acomodada iba desertando el centro hacia los balnearios y la vieja Lima iba perdiendo clase, se han ido deshaciendo y atestando, subdividiéndose hasta ser verdaderas colmenas, gracias a tabiques que duplican o cuadruplican las habitaciones y a nuevos reductos erigidos de cualquier manera en los zaguanes, las azoteas e incluso los balcones y las escaleras. La pensión La Tapada daba la impresión de estar a punto de descalabrarse; las gradas en que subimos al cuarto de Pedro Camacho se mecían bajo nuestro peso, y se levantaban unas nubecillas que hacían estornudar a la tía Julia. Una costra de polvo lo recubría todo, paredes y suelos, y era evidente que la casa no había sido barrida ni trapeada jamás. El cuarto de Pedro Camacho parecía una celda. Era muy pequeño y estaba casi vacío. Había un catre sin espaldar, cubierto con una colcha descolorida y una almohada sin funda, una mesita con hule y una silla de paja, una maleta y un cordel tendido entre dos paredes donde se columpiaban unos calzoncillos y unas medias. Que el escriba se lavara él mismo la ropa no me sorprendió, pero sí que se hiciera la comida. Había un primus en el alféizar de la ventana, una botella de kerosene, unos platos y cubiertos de lata, unos vasos. Ofreció la silla a la tía Julia y a mí la cama con un gesto magnífico:

– Asiento. La morada es pobre pero el corazón es grande.

Preparó la cena en dos minutos. Tenía los ingredientes en una bolsa de plástico, oreándose en la ventana. El menú consistió en unas salchichas hervidas con huevo frito, pan con mantequilla y queso, y un yogourth con miel. Lo vimos prepararlo diestramente, como alguien acostumbrado a hacerlo a diario, y tuve la certidumbre que ésa debía ser siempre su dieta.

Mientras comíamos, estuvo conversador y galante, y condescendió a tratar temas como la receta de la crema volteada (que le pidió la tía Julia) y el sapolio más económico para la ropa blanca. No terminó su plato; al apartarlo, señalando las sobras, se permitió una broma:

– Para el artista la comida es vicio, mis amigos.

Al ver su buen humor, me atreví a hacerle preguntas sobre su trabajo. Le dije que envidiaba su resistencia, que, pese a su horario de galeote, nunca pareciera cansado.

– Tengo mis estrategias para que la jornada resulte variopinta -nos confesó.

Bajando la voz, como para que no fueran a descubrir su secreto fantasmales competidores, nos dijo que nunca escribía más de sesenta minutos una misma historia y que pasar de un tema a otro era refrescante, pues cada hora tenía la sensación de estar principiando a trabajar.

– En la variación se encuentra el gusto, señores -repetía, con ojos excitados y muecas de gnomo maléfico.

Para eso era importante que las historias estuvieran ordenadas no por afinidad sino por contraste: el cambio total de clima, lugar, asunto y personajes reforzaba la sensación renovadora. De otro lado, los matecitos de yerbaluisa y menta eran útiles, desatoraban los conductos cerebrales y la imaginación lo agradecía. Y eso de, cada cierto tiempo, dejar la máquina para ir al estudio, ese pasar de escribir a dirigir e interpretar era también descanso, una transición que entonaba. Pero, además, él, en el curso de los años, había descubierto algo, algo que a los ignaros y a los insensibles les podía parecer tal vez una chiquillada. Aunque ¿importaba lo que pensara la ralea? Lo vimos vacilar, callarse, y su carita caricatural se entristeció:

– Aquí, desgraciadamente, no puedo ponerlo en práctica -dijo con melancolía-. Sólo los domingos, que estoy solo. Los días de semana hay demasiados curiosos y no lo entenderían.

¿De cuándo acá esos escrúpulos, en él, que miraba olímpicamente a los mortales? Vi a la tía Julia tan anhelante como yo:

– No puede usted dejarnos con la miel en los labios -le rogó-. ¿Cuál es ese secreto, señor Camacho?

Nos quedó observando, en silencio, como el ilusionista que contempla, satisfecho, la atención que ha conseguido despertar. Luego, con lentitud sacerdotal, se levantó (estaba sentado en la ventana, junto al primus), fue hasta la maleta, la abrió, y empezó a sacar de sus entrañas, como el prestidigitador saca palomas o banderas del sombrero de copa, una inesperada colección de objetos: una peluca de magistrado inglés, bigotes postizos de distintos tamaños, un casco de bombero, una insignia de militar, caretas de mujer gorda, de anciano, de niño estúpido, la varita del policía de tránsito, la gorra y la pipa del lobo de mar, el mandil blanco del médico, narices falsas, orejas postizas, barbas de algodón… Como una figurita eléctrica, mostraba los artefactos y, ¿para que los apreciáramos mejor, por una necesidad íntima?, se los iba enfundando, acomodando, quitando, con una agilidad que delataba una persistente costumbre, un asiduo manejo. De este modo, ante la tía Julia y yo, que lo mirábamos embobados, Pedro Camacho, mediante cambios de atuendo, se transformaba en un médico, en un marino, en un juez, en una anciana, en un mendigo, en una beata, en un cardenal… Al mismo tiempo que operaba estas mudanzas, iba hablando, lleno de ardor:

– ¿Por qué no voy a tener derecho, para consubstanciarme con personajes de mi propiedad, a parecerme a ellos? ¿Quién me prohíbe tener, mientras los escribo, sus narices, sus pelos y sus levitas? -decía, trocando un capelo por una cachimba, la cachimba por un guardapolvo y el guardapolvo por una muleta-. ¿A quién le importa que aceite la imaginación con unos trapos? ¿Qué cosa es el realismo, señores, el tan mentado realismo qué cosa es? ¿Qué mejor manera de hacer arte realista que identificándose materialmente con la realidad? ¿Y no resulta así la jornada más llevadera, más amena, más movida?

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