– No sé, me siento como mareado.
Ella se puso en pie, se retiró el pelo de la frente, como si conjurase malos pensamientos, e inclinándose sobre él le dio un beso en la mejilla, leve y silencioso, que al instante espantó los insectos.
– Seguro que lo has hecho muy bien, lo sé -le dijo al oído.
Mattia notó su pelo cosquillearle en el cuello, y cómo el corto espacio que los separaba se llenaba con su calor y le oprimía la piel con suavidad de algodón. Tuvo el impulso de estrecharla contra sí, pero sus manos permanecieron quietas, como dormidas.
Alice se irguió y se estiró para coger de la silla el título de doctor. Lo desenrolló y lo leyó a media voz, sonriendo.
– ¡Uau! -exclamó al final-. Esto hay que celebrarlo. ¡Venga, en pie, doctor!
Y le tendió la mano. Él se la tomó, no sin vacilar. Dejó que lo sacara de la biblioteca con la misma confianza desarmada con que años antes se había dejado arrastrar al baño de chicas. Con el tiempo la proporción entre sus manos había cambiado, y ahora la suya abarcaba por entero la de Alice, como la áspera valva de una concha.
– ¿Adónde vamos?
– A dar una vuelta, a que te dé el sol, que falta te hace.
Salieron a la calle y esta vez él no tuvo miedo de la luz, del tráfico ni de la gente que esperaba a la puerta. Subieron al coche y bajaron las ventanillas. Alice conducía con las dos manos y cantaba Pictures of you imitando el sonido de palabras que no conocía. Mattia sintió que sus músculos se relajaban poco a poco y se amoldaban a la forma del asiento. Tenía la sensación de que el automóvil iba dejando una estela negra y viscosa, que era su pasado y sus preocupaciones. Se sentía cada vez más ligero, como un recipiente que se vacía. Cerró los ojos y por unos segundos flotó con la brisa que le daba en la cara y con la voz de Alice.
Cuando los abrió estaban en su calle. Se preguntó si no le habrían organizado una fiesta sorpresa y rogó a Dios que no.
– Di, ¿adónde vamos?
– Hum -murmuró Alice-. Tú no te preocupes. El día que conduzcas tú, podrás llevarme a donde quieras.
Por primera vez se avergonzó de no tener carnet de conducir a sus veintidós años. Ésa era otra de las cosas que se había saltado, otro de los consabidos pasos de la vida de un joven que él había preferido no dar, a fin de seguir al margen del engranaje de la vida; como comer palomitas en el cine, sentarse en el respaldo de los bancos, no respetar la hora de volver a casa impuesta por los padres, jugar al fútbol con pelotas de papel de aluminio o quedarse desnudo ante una chica. Y pensó que aquello cambiaría. Sí, obtendría el carnet cuanto antes. Y lo haría por ella, para llevarla de paseo en coche. Porque -miedo le daba admitirlo- cuando estaba con ella sentía que valía la pena hacer todas esas cosas normales que hacen las personas normales.
Ya cerca de casa de Mattia, Alice dobló una esquina y enfiló la avenida principal; a los cien metros aparcó enfrente del parque.
– Voilá . -Se quitó el cinturón y se apeó. Mattia no se movió y se quedó mirando el parque-. ¿Qué, no bajas? -añadió ella.
– Aquí no.
– Va, baja.
Él negó con la cabeza.
– Vamos a otro sitio.
Alice miró a los lados.
– ¿Qué problema hay? Vamos a dar un paseo.
Se acercó a la ventanilla de su amigo. Mattia estaba rígido como si alguien le hubiera puesto un puñal a la espalda, y se agarraba al asidero de la portezuela con los dedos crispados como patas de araña; miraba con fijeza los árboles cien metros más allá, cuyos anchos follajes cubrían los troncos nudosos, la espesa maraña del enramado, el terrible secreto.
No había vuelto allí desde el día que fue con la policía, el día que su padre le dijo que diera la mano a su madre y ella se metió la suya en el bolsillo. Aquel día aún llevaba los brazos vendados hasta los codos, con una venda gruesa que le daba varias vueltas y que sólo con una sierra habría podido atravesar. Indicó a los policías dónde se había quedado sentada Michela -querían saber el punto exacto- y tomaron fotos, de lejos y de cerca.
Cuando volvían a casa vieron desde el coche cómo unas excavadoras hundían sus brazos mecánicos en el río y extraían grandes masas de cieno negro que dejaban caer pesadamente en la orilla. Su madre contenía el aliento cada vez que eso ocurría, hasta que el cúmulo de cieno se deshacía en el suelo: Michela tenía que estar en aquel fango, y sin embargo no apareció.
– Vámonos, por favor -repitió Mattia, con tono absorto y contrariado más que suplicante.
Alice subió al coche.
– A veces no sé si…
– Ahí abandoné a mi hermana gemela -la interrumpió él con voz neutra, casi inhumana. Alzando el brazo, que dejó suspendido como si se hubiera olvidado de bajarlo, señaló los árboles.
– ¿Tu hermana gemela? ¿Tienes una hermana gemela?
Mattia asintió lentamente con la cabeza, sin dejar de mirar la arboleda.
– Era igual que yo.
Y sin esperar a que Alice le preguntase nada, se lo contó todo, a raudales, como un dique roto: lo del gusano, lo de la fiesta, lo del juego de Lego, lo del río, lo de los cristales, lo de la sala del hospital, lo del juez Berardino, lo del anuncio en televisión, lo del psicólogo, todo, lo que nunca le había contado a nadie. Y lo hizo sin mirarla y sin emocionarse. Cuando acabó se quedó callado. Con la mano derecha tentó debajo del asiento, pero sólo encontró formas redondeadas. Se había calmado. Se sentía de nuevo lejos, ajeno a su cuerpo.
Alice le tomó delicadamente la barbilla y le volvió la cabeza. Mattia no vio sino un bulto que se le acercaba. Cerró los ojos y en los labios sintió sus labios calientes, y en las mejillas sus lágrimas, que quizá no eran suyas, y en la cabeza sus manos ligeras, sujetándosela y conteniendo los pensamientos, confinándolos en el espacio que ya no existía entre ellos.
En el último mes se habían visto a menudo, sin citarse nunca expresamente pero tampoco sin encontrarse por casualidad. Al término de las horas de visita, Alice se daba siempre una vuelta por la unidad de Fabio, donde él se hacía el encontradizo. Daban un paseo por el patio, siempre el mismo recorrido, que habían decidido de manera tácita. Su amor tenía por escenario ese recinto cerrado, región aparte en la que no había necesidad de nombrar aquella cosa misteriosa y limpia que vibraba entre ellos.
Fabio parecía conocer muy bien la dinámica del cortejo, sabía avanzar poco a poco y controlar las palabras, como si siguiera un protocolo. Intuía el profundo sufrimiento de Alice y lo respetaba sin inmiscuirse. Los desórdenes del mundo, del tipo que fueran, no lo afectaban, no tenían cabida en su mente equilibrada y racional, para la cual simplemente no existían. Cuando un obstáculo se interponía en su camino, él lo sorteaba sin variar el paso y seguía como si tal cosa. No dudaba de nada casi nunca.
Sabía cómo alcanzar un objetivo y por eso estaba muy pendiente de Alice, de sus estados de ánimo y su humor, de una manera respetuosa y también un tanto pedante. Cuando la veía callada le preguntaba si le pasaba algo, pero nunca insistía. Mostraba interés por la fotografía y por el estado de su madre, llenaba los silencios con divertidas anécdotas de su trabajo y sus colegas.
Alice se dejaba cautivar por su confianza en sí mismo y poco a poco se abandonaba a ella, como de niña se abandonaba al agua cuando en la piscina hacía el ahogado.
Vivían la lenta e invisible compenetración de sus respectivos universos, eran como dos astros que gravitasen alrededor del mismo eje en órbitas cada vez más próximas y cuyo destino era colisionar en algún punto del espacio y el tiempo.
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