Paolo Giordano - La Soledad De Los Números Primos

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Una recomendación literaria poco novedosa. La Soledad de los números primos está siendo una de las grandes revelaciones literarias del año. Arrasó el año pasado en Italia con más de un millón de ejemplares vendidos y su salto a España no está desentonando. Está ya entre los 3-4 libros más vendidos del año, compitiendo con sagas del tirón de la Millenium de Stieg Larsson o la saga de Crepúsculo, o pesos pesados de la literatura patria como el último libro de Pérez Reverte, lo que ya tiene su mérito.
Con este libro está funcionando el boca oreja. Admito que no ha sido mi caso. No lo digo porque quiera quedar de guay y decir que nadie me lo ha recomendado sino que yo lo he descubierto antes que el resto de la humanidad… Sino que fue hace cosa de un mes y algo cuando, un domingo pillé en La2 de TVE, Página 2, el programa literario de la pública, y justamente coincidió que emitieron una entrevista con el autor, Paolo Giordano, que presentaba en España su libro, recién editado por Salamandra. Me llamó la atención la historia y el autor. ¿Por qué? El chico es de la "quinta" de mi hermano, casi de mi edad, tenía una conversación interesante y una personalidad atractiva. Un licenciado en teoría física que se dedica a escribir. Lo cual puede resultar chocante, pero muy "lógico" a la vez. Responde a mi ideal de ciencias del conocimiento relacionadas. Cada vez lo veo más claro, no tiene sentido separar las ramas del conocimiento, así no se puede llegar realmente a una comprensión de la realidad. El tema es que me compré el libro al día siguiente y lo devoré en dos tardes. Es un libro no excesivamente largo: unas 300 páginas o así, pero sobre todo, su lectura es veloz, poco texto, capítulos muy cortos y una historia que capta la atención del lector y le mantiene en tensión. Muy recomendable.

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Mattia abrió la puerta y dio un paso.

– Buenos días.

– Buenos días -contestó Niccoli.

Al joven le llamó la atención una foto colgada detrás del profesor, en la que se lo veía mucho más joven y sin barba, con una placa de plata, estrechando la mano a un desconocido de aire importante. Aguzó la vista pero no atinó a leer lo que ponía la placa.

– ¿Y bien? -le dijo Niccoli, mirándolo con ceño.

– Quiero hacer la tesis sobre los ceros de la zeta de Riemann -contestó Mattia, y dirigió la mirada al hombro derecho del profesor, donde un espolvoreo de caspa formaba un diminuto cielo estrellado.

Niccoli hizo una mueca semejante a una risa sardónica y, llevándose las manos a la nuca como si se dispusiera a disfrutar de un rato de asueto, le preguntó:

– Y dígame, ¿usted quién es?

– Me llamo Mattia Balossino, he terminado la carrera y quisiera doctorarme este año.

– Tiene ahí su expediente?

Mattia afirmó con la cabeza. Se quitó la mochila, la dejó en el suelo, se agachó y buscó el expediente. Niccoli extendió la mano para recibirlo, pero Mattia prefirió dejarlo en la mesa.

De unos meses a esa parte, el profesor necesitaba alejar las cosas para verlas bien. Y de esa guisa echó un vistazo a la serie de sobresalientes y matrículas de honor; ni un fallo, ni un suspenso acaso por algún amor contrariado; nada.

Cerró el expediente y miró a Mattia con más atención: viendo que vestía como cualquier persona común y corriente, y que permanecía en pie como si no supiera qué postura adoptar, pensó que era de esos que triunfan en los estudios porque en la vida real son tontos, y en cuanto se salen del camino que les marca la universidad resultan unos inútiles. Con voz reposada le preguntó:

– ¿No cree que soy yo quien debe proponerle el tema?

Mattia se encogió de hombros. Paseaba los ojos de un lado al otro del canto de la mesa.

– A mí me interesan los números primos. Quiero trabajar en la zeta de Riemann.

Niccoli dio un suspiro; se levantó y se acercó al armario blanco. Dando rítmicos resoplidos, empezó a recorrer con el dedo el lomo de los libros, hasta que cogió unos folios mecanografiados y grapados y se los tendió.

– Tenga este artículo; vuelva cuando haya resuelto todas las ecuaciones.

Mattia lo cogió y, sin siquiera leer el título, lo guardó en la mochila, que tenía apoyada, abierta y vacía, sobre su pierna. Murmuró gracias, salió del despacho y cerró la puerta.

Niccoli volvió a tomar asiento y pensó que en la cena se quejaría ante su mujer por este nuevo e inesperado fastidio.

22

El padre de Alice se tomó su interés por la fotografía como un capricho de niña aburrida, pero aun así le regaló por su vigésimo tercer cumpleaños una réflex Canon con funda y trípode, lo que ella agradeció dedicándole una sonrisa bonita e inasible como una racha de viento helado. También le pagó un curso de seis meses del ayuntamiento, al que Alice no faltó un solo día. El pacto, aunque tácito, estaba claro: lo primero era la carrera.

Pero de pronto la enfermedad de Fernanda se agravó abruptamente como el paso de la luz a la sombra, los acontecimientos se precipitaron y los tres se vieron envueltos en una espiral de desánimo e indiferencia recíproca. Alice no volvió a la universidad y su padre fingió no darse cuenta; remordimientos que se remontaban ya a otra época le impedían imponerse a ella y casi hablarle. A veces pensaba que no tenía más que entrar una noche en su cuarto y decirle… decirle… ¿qué? La vida de su mujer se evaporaba como la humedad de una camiseta mojada y, con ella, el lazo que lo unía a su hija se aflojaba, ya casi estaba suelto, dejándola libre de elegir por sí misma.

De la fotografía, a Alice le gustaba más el gesto que el resultado; le gustaba abrir la recámara, insertar un nuevo carrete, desenrollar la película unos centímetros e introducirla en los dientes de la guía, pensar que aquella cinta virgen se llenaría pronto de cosas y no saber cuáles, tomar las primeras fotos al tuntún, encuadrar, enfocar, inclinarse adelante o atrás, incluir o excluir a su antojo partes de realidad, ampliar, deformar las imágenes…

Cada vez que apretaba el disparador y oía el clic y el leve rumor que lo seguía, se acordaba de cuando era niña y cazaba saltamontes en el jardín de la casa de montaña. Con las fotos hacía lo mismo, pensaba: atrapar el tiempo en su salto de un instante al siguiente y fijarlo en el celuloide.

En el cursillo le enseñaron a llevar la cámara con la correa enrollada a la muñeca, de modo que no pudieran robársela sin arrancarle también el brazo. Por los pasillos del hospital Maria Auxiliadora, donde estaba ingresada su madre, no corría ese riesgo, pero ya se había acostumbrado y de ese modo llevaba la Canon.

Iba arrimada a la pared bicolor, rozándola a trechos con el hombro derecho, para no chocar con nadie: acababan de empezar las visitas de la tarde y los pasillos estaban llenos de gente que iba y venía.

Las puertas de aluminio y aglomerado de las habitaciones estaban abiertas. Cada unidad tenía un olor peculiar. Oncología olía a desinfectante y gasa empapada en alcohol.

La habitación de su madre era la penúltima y en ella entró. Fernanda dormía con sueño inducido y los aparatos a los que estaba conectada eran silenciosos. La luz era escasa y soñolienta. En el alféizar había un jarrón con flores rojas: las había traído Soledad el día anterior.

Alice puso manos y cámara en el borde de la cama, donde las sábanas, en el centro abombabas por el cuerpo de su madre, estaban de nuevo lisas.

Iba todos los días pero no hacía nada. Ya se encargaban de todo las enfermeras. Suponía que debía hablar con su madre. Eso hacen muchas personas: se comportan como si el enfermo pudiera escucharlas, saber lo que piensan, adivinar quién hay junto al lecho y le habla mentalmente, como si la enfermedad creara nuevos canales de comunicación.

Alice no lo creía, y en aquella habitación se sentía sola. Por lo general esperaba media hora sentada y luego se iba. Si se cruzaba con algún médico le preguntaba por su madre, y la respuesta siempre era la misma; palabras y enarcar de cejas significaban que sólo cabía esperar que las cosas empeoraran. Esa mañana se había traído un cepillo y, con cuidado de no arañarle la cara, peinó a la enferma, al menos el cabello que sobresalía de la almohada; dócil e inerte, era como una muñeca.

Le sacó los brazos de la sábana y los colocó cómodamente extendidos. Otra gota de solución salina fluyó por el tubo del gotero y penetró en la vena de Fernanda.

Alice se situó a los pies de la cama y apoyó la Canon en la barra de aluminio, cerró el ojo izquierdo y aplicó el otro a la mirilla. Nunca había fotografiado a su madre. Disparó una vez y luego, sin cambiar de encuadre, se inclinó un poco más hacia delante.

En eso la sobresaltó un ruido y al punto la habitación se llenó de luz. Una voz de hombre a sus espaldas dijo:

– ¿Mejor?

Alice se volvió. Junto a la ventana había un médico accionando el cordón de la persiana veneciana; un médico joven.

– Sí, gracias -contestó, algo intimidada.

El médico se metió las manos en los bolsillos de la bata blanca y se quedó mirándola, como esperando a que siguiera. Ella se agachó e hizo otra foto, al tuntún, casi por darle gusto.

Pensará que estoy loca, se dijo.

Sin embargo, el doctor se acercó a la cama con toda naturalidad, tomó el historial clínico y lo leyó entornando los párpados. Luego, con el pulgar reguló una ruedecilla del gotero y observó satisfecho cómo las gotas fluían más rápido. Alice pensó que sus movimientos resultaban tranquilizadores.

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