Paolo Giordano - La Soledad De Los Números Primos

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Una recomendación literaria poco novedosa. La Soledad de los números primos está siendo una de las grandes revelaciones literarias del año. Arrasó el año pasado en Italia con más de un millón de ejemplares vendidos y su salto a España no está desentonando. Está ya entre los 3-4 libros más vendidos del año, compitiendo con sagas del tirón de la Millenium de Stieg Larsson o la saga de Crepúsculo, o pesos pesados de la literatura patria como el último libro de Pérez Reverte, lo que ya tiene su mérito.
Con este libro está funcionando el boca oreja. Admito que no ha sido mi caso. No lo digo porque quiera quedar de guay y decir que nadie me lo ha recomendado sino que yo lo he descubierto antes que el resto de la humanidad… Sino que fue hace cosa de un mes y algo cuando, un domingo pillé en La2 de TVE, Página 2, el programa literario de la pública, y justamente coincidió que emitieron una entrevista con el autor, Paolo Giordano, que presentaba en España su libro, recién editado por Salamandra. Me llamó la atención la historia y el autor. ¿Por qué? El chico es de la "quinta" de mi hermano, casi de mi edad, tenía una conversación interesante y una personalidad atractiva. Un licenciado en teoría física que se dedica a escribir. Lo cual puede resultar chocante, pero muy "lógico" a la vez. Responde a mi ideal de ciencias del conocimiento relacionadas. Cada vez lo veo más claro, no tiene sentido separar las ramas del conocimiento, así no se puede llegar realmente a una comprensión de la realidad. El tema es que me compré el libro al día siguiente y lo devoré en dos tardes. Es un libro no excesivamente largo: unas 300 páginas o así, pero sobre todo, su lectura es veloz, poco texto, capítulos muy cortos y una historia que capta la atención del lector y le mantiene en tensión. Muy recomendable.

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Después se acercó, se acodó en la cama y dijo como para sí:

– ¡Qué manías tienen las enfermeras! Siempre lo tienen todo a oscuras. Como si no fuera ya bastante difícil distinguir aquí el día de la noche. -Se volvió hacia ella y sonrió-. ¿Eres hija suya?

– Sí.

Él asintió sin compadecerla.

– Yo soy el doctor Rovelli… -Y como si lo hubiera pensado mejor, añadió-: Fabio.

Ella le estrechó la mano y se presentó a su vez. Se quedaron un momento mirando a la enferma sin decir nada.

Al cabo, él dio dos golpecitos en la barra de la cama, que sonaron a hueco, y se incorporó. Antes de salir se inclinó y le susurró al oído, guiñándole el ojo y señalando las luminosas ventanas:

– Y no le digas a nadie que he sido yo.

Concluida la hora de la visita, Alice bajó dos pisos por la escalera, cruzó el vestíbulo, franqueó las puertas de cristal que se abrieron automáticamente a su paso y salió al aire libre.

Atravesó el patio y se detuvo en el quiosco de la entrada, que atendía un anciano sudado. Pidió una botella de agua con gas. Tenía hambre, pero estaba acostumbrada a aguantarse hasta que la sensación desaparecía. Beber algo con gas era uno de los trucos, porque le llenaba el estómago, al menos el tiempo suficiente para superar el momento crítico.

Buscó el monedero en el bolso que llevaba al hombro, para lo que le estorbaba no poco la cámara que colgaba de la muñeca. De pronto oyó que decían:

– Deja.

Era Fabio, el médico al que había conocido no hacía ni media hora, que tendía un billete al quiosquero y le sonreía a ella con tal expresión que no se atrevió a protestar. Ya no llevaba la bata, sino una camiseta azul claro de manga corta, y se había puesto un perfume intenso.

– Y una Coca-Cola -le dijo al del quiosco.

Alice le dio las gracias. Quiso destapar su botellín, pero el tapón le resbalaba entre los dedos.

– ¿Puedo? -se ofreció Fabio.

Le cogió la botella de las manos y la abrió con el índice y el pulgar. La cosa, pensó Alice, no tenía nada de especial; ella misma la habría destapado de no tener las manos tan sudadas; pero le pareció un gesto caballeroso, casi una proeza realizada por ella.

Fabio le pasó la botella, ella le dio otra vez las gracias y cada cual bebió de su botella, mirándose de reojo y como preguntándose qué decirse a continuación. Fabio tenía el pelo corto y ensortijado, castaño, pero allí donde el sol incidía directamente se veía rojizo. Alice tuvo la impresión de que él era consciente de aquellos juegos de luz, y también, de algún modo, de él mismo y su entorno.

Y juntos, como de común acuerdo, se alejaron unos pasos del quiosco. Alice no sabía cómo despedirse; se sentía en deuda con él, no sólo porque le había pagado el agua, sino también por haberle abierto la botella. De hecho, tampoco sabía si quería despedirse tan pronto.

Fabio así lo intuyó y le preguntó, sin cortarse:

– ¿Puedo acompañarte a donde vayas?

Alice se sonrojó.

– Voy al coche.

– Pues al coche.

Ella no dijo ni sí ni no, sino que miró a otra parte y sonrió. Fabio hizo un ademán cortés como diciendo después de ti.

Cruzaron la avenida y tomaron una calle sin árboles. Por la sombra que proyectaban en la acera, el médico advirtió el andar asimétrico de Alice. El hombro derecho, inclinándose bajo el peso de la cámara fotográfica, era el contrapunto de la pierna izquierda, tiesa como un palo. La sombra alargada aumentaba la impresión de escualidez inquietante de la chica, a tal punto que parecía hecha de rayas, rayas oscuras correspondientes a dos extremidades proporcionadas y a otras tantas prótesis mecánicas.

– ¿Te ha pasado algo en la pierna? -le preguntó.

– ¿Cómo? -replicó ella con alarma.

– Que si te ha pasado algo en la pierna -repitió él-. Como veo que cojeas…

Alice tuvo la sensación de que hasta la pierna buena se le encogía. Quiso rectificar sus andares y dobló cuanto pudo la pierna coja, de modo que le dolió de verdad.

– Tuve un accidente. -Y como para excusarse, agregó-: Hace mucho.

– ¿De coche?

– No; esquiando.

– A mí me encanta esquiar -dijo Fabio con entusiasmo, creyendo haber encontrado un tema de conversación.

– Yo lo odio -replicó secamente Alice.

– Lástima.

– Sí, lástima.

Caminaron un rato en silencio. Una aureola de paz y seguridad en sí mismo, sólida y transparente, circundaba al joven médico. Incluso cuando no sonreía a propósito sus labios esbozaban una sonrisa. Y parecía encontrarse muy cómodo, como si para él fuera de lo más normal conocer a chicas en las habitaciones del hospital y acompañarlas luego al coche charlando un rato. Alice, en cambio, se sentía violentísima; notaba los tendones tirantes, le crujían las articulaciones, los músculos se le tensaban y pegaban a los huesos.

Por último, señaló un Seiscientos azul, como diciendo es éste, y Fabio abrió los brazos. A su espalda pasó un coche por la calle; oyeron el ruido aumentar de volumen y luego disminuir hasta extinguirse.

– Conque fotógrafa, ¿eh? -dijo él para ganar tiempo.

– Sí -contestó Alice sin pensarlo, y enseguida se arrepintió: de momento no era más que una joven que había abandonado la universidad e iba por ahí haciendo fotos. Se preguntó si eso bastaba para ser fotógrafa, dónde estaba el límite entre el ser y el no ser algo. Y mordiéndose el fino labio añadió-: Más o menos.

El médico extendió la mano y dijo, refiriéndose a la cámara:

– ¿Puedo?

– Claro.

Se la desenrolló de la muñeca y se la pasó. Él la observó un momento, le quitó la tapa y dirigió el objetivo al frente y después al cielo.

– ¡Uau! Parece profesional.

Ella se ruborizó. Fabio fue a devolvérsela.

– Si quieres puedes hacer una -le dijo Alice.

– De ninguna manera, no sabría cómo. Hazla tú.

– ¿A qué?

Él miró a un lado y a otro, dubitativo. Se encogió de hombros y contestó:

– A mí.

Alice se quedó mirándolo extrañada, y con cierta malicia involuntaria le preguntó:

– ¿Y por qué a ti?

– Porque así tendrás que volver a verme para enseñármela.

Ella vaciló un momento. Por primera vez lo miró fijamente a los ojos, aunque no logró sostener su mirada más de un segundo. Eran unos ojos azules, sin velos, límpidos como el cielo, ante los que se sintió como extraviada, como desnuda en un enorme cuarto vacío.

Pensó que era guapo, guapo como debe serlo un joven. Enfocó su cara. Él sonrió sin embarazo alguno, sin alzar la cabeza como hacen muchos ante el objetivo. Apretó el disparador, sonó un clic.

23

Mattia volvió al despacho de Niccoli a la semana de la primera entrevista. El profesor lo reconoció por el modo de llamar a la puerta y ya eso lo irritó sobremanera. Á1 verlo aparecer dio un profundo resoplido, dispuesto a montar en cólera no bien le dijera que había cosas que no entendía o pidiera que le explicara esta o aquella ecuación. Si me muestro lo bastante severo, se dijo, lo mismo me lo quito de encima.

Mattia pidió permiso y, sin mirarlo a la cara, dejó sobre la mesa los folios del artículo que le había encargado que estudiara. Cuando Niccoli los cogió, cayeron unas hojas sueltas, numeradas y escritas con buena letra, que el muchacho adjuntaba a las grapadas. Las reunió y las hojeó un momento: allí estaban las ecuaciones del artículo, cabalmente desarrolladas y con sendas referencias al texto. No tuvo necesidad de examinarlas a fondo para comprender que eran correctas: ya el orden de las páginas lo demostraba.

Sintió cierta frustración al no poder desahogar la cólera que incubaba, como cuando uno quiere estornudar y no puede. Estudió con mayor detenimiento el trabajo, cabeceando con aprobación. No pudo evitar un acceso de envidia, pues aquel muchacho que tan poco apto parecía para la vida, estaba sin duda más dotado para aquella materia que él mismo.

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