Paolo Giordano - La Soledad De Los Números Primos

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La Soledad De Los Números Primos: краткое содержание, описание и аннотация

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Una recomendación literaria poco novedosa. La Soledad de los números primos está siendo una de las grandes revelaciones literarias del año. Arrasó el año pasado en Italia con más de un millón de ejemplares vendidos y su salto a España no está desentonando. Está ya entre los 3-4 libros más vendidos del año, compitiendo con sagas del tirón de la Millenium de Stieg Larsson o la saga de Crepúsculo, o pesos pesados de la literatura patria como el último libro de Pérez Reverte, lo que ya tiene su mérito.
Con este libro está funcionando el boca oreja. Admito que no ha sido mi caso. No lo digo porque quiera quedar de guay y decir que nadie me lo ha recomendado sino que yo lo he descubierto antes que el resto de la humanidad… Sino que fue hace cosa de un mes y algo cuando, un domingo pillé en La2 de TVE, Página 2, el programa literario de la pública, y justamente coincidió que emitieron una entrevista con el autor, Paolo Giordano, que presentaba en España su libro, recién editado por Salamandra. Me llamó la atención la historia y el autor. ¿Por qué? El chico es de la "quinta" de mi hermano, casi de mi edad, tenía una conversación interesante y una personalidad atractiva. Un licenciado en teoría física que se dedica a escribir. Lo cual puede resultar chocante, pero muy "lógico" a la vez. Responde a mi ideal de ciencias del conocimiento relacionadas. Cada vez lo veo más claro, no tiene sentido separar las ramas del conocimiento, así no se puede llegar realmente a una comprensión de la realidad. El tema es que me compré el libro al día siguiente y lo devoré en dos tardes. Es un libro no excesivamente largo: unas 300 páginas o así, pero sobre todo, su lectura es veloz, poco texto, capítulos muy cortos y una historia que capta la atención del lector y le mantiene en tensión. Muy recomendable.

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– ¿Tendré que preguntarte? Pues veamos…

– Me ofrecen trabajo en el extranjero -dijo por fin Mattia-, en una universidad importante.

– ¡¿Qué me dices?! -repuso Denis, aunque nada sorprendido-. Caramba, suena muy bien. ¿Y piensas aceptar?

– No lo sé. ¿Tú qué dices?

Denis simuló una carcajada.

– ¿Y me lo preguntas a mí, que ni siquiera acabé la carrera? Yo aceptaría sin vacilar. Cambiar de aires está muy bien. -Además, quiso añadir, ¿aquí qué te retiene?, pero se abstuvo.

– Es que el otro día ocurrió algo… el día que me doctoré…

– ¿Algo?

– Con Atice…

– ¿Qué fue?

Mattia dudó un momento y al cabo se oyó decir:

– En fin, que nos besamos.

Denis oprimió el aparato con una reacción que lo sorprendió. No eran celos, sería absurdo tenerlos a esas alturas, pero aquello le trajo ciertos recuerdos que creía sepultados en el olvido: Mattia y Alice entrando en la cocina de Viola cogidos de la mano, Giulia Mirandi metiéndole la lengua en la boca como si le introdujera un estropajo. Afectando contento exclamó:

– ¡Sí señor, ya era hora!

– Ya.

Hubo un silencio durante el cual ambos tuvieron ganas de colgar. No sin esfuerzo, Denis dijo:

– Y por eso estás que no sabes qué hacer.

– Pues sí.

– Pero ahora ella y tú sois… ¿cómo decirlo…?

– Nada, no hemos vuelto a vernos…

– Ah.

Denis pasó la uña del dedo por el cable enrollado del teléfono. Mattia hizo lo mismo y pensó como siempre en una hélice de ADN a la que faltara la pareja.

– Piensa que a lo tuyo puedes dedicarte en cualquier sitio -dijo Denis-, ¿o no?

– Sí.

– En cambio, Alice sólo está aquí.

– Sí.

– Pues ya lo tienes claro. -Denis notó que su amigo empezaba a respirar de manera más ligera y regular.

– Gracias.

– De nada.

Mattia colgó. Denis se quedó unos segundos con el auricular al oído, como escuchando el silencio. Sintió que algo acababa de apagarse en su interior, como al final se apaga un ascua cubierta de ceniza.

He dicho lo que debía, pensó.

Por fin empezó a sonar el tono de ocupado. Denis colgó y volvió al baño, a mirarse aquellas malditas muelas del juicio.

27

– ¿ Qué pasa, mi amorcito ? -preguntó Soledad a Alice, ladeando un poco la cabeza para cruzar su mirada. Desde que Fernanda estaba ingresada comía con ellos, porque estar solos los dos, padre e hija, frente a frente, les resultaba insoportable.

El padre había tomado la costumbre de no cambiarse de ropa al volver del trabajo, y cenaba con chaqueta y corbata, que se aflojaba un poco, como si estuviera de paso. Mientras cenaba leía un periódico y sólo a ratos levantaba la vista, para ver si la hija tomaba al menos algún bocado.

Comer en silencio era ya norma y sólo molestaba a Sol, que se acordaba siempre de los bulliciosos almuerzos de su casa, cuando era una niña y no se imaginaba que le esperaba aquel futuro.

Alice, que ni siquiera había mirado la chuleta y la ensalada que tenía en el plato y sólo bebía agua, a traguitos y mirando el vaso que se llevaba a los labios con los ojos bizcos, seria como si tomara un medicamento, se encogió de hombros y dirigió a Sol una fugaz sonrisa.

– Nada, que no tengo hambre -contestó por fin.

Su padre volvió la página nerviosamente, y antes de posar de nuevo el periódico en la mesa lo sacudió con ímpetu y echó un vistazo al plato intacto de la hija, aunque nada dijo, empezó a leer, desde la mitad y sin entender de qué iba, el primer artículo que cayó bajo sus ojos.

– Sol -añadió Alice.

– ¿Sí?

– ¿Cómo te conquistó tu marido? La primera vez, digo. ¿Qué hizo?

Soledad dejó de masticar un momento y luego prosiguió más lentamente, para tomarse su tiempo. Lo primero que le vino a la memoria no fue el día que conoció a su marido, sino la mañana en que se levantó tarde y, descalza, lo buscó por toda la casa. Con los años todos los recuerdos de su vida conyugal se habían concentrado en aquellos pocos instantes, como si el tiempo compartido con su marido no hubiera sido sino el preludio del fin. Recordó que aquella mañana se había quedado mirando los platos sin fregar de la noche anterior y los cojines en desorden del sofá. Todo estaba exactamente como lo habían dejado y se oían los mismos ruidos de siempre. Sin embargo, algo había en la disposición de los objetos, en el modo como la luz incidía en ellos, que la dejó clavada en medio del salón, con el alma en vilo. Y de pronto supo, con una claridad abrumadora, que él se había ido.

Dio un suspiro de afectada nostalgia y contestó:

– Todos los días me recogía en el trabajo y me llevaba a casa en bicicleta. Y me regaló unos zapatos.

– ¿Unos zapatos?

– Sí, blancos, de tacón alto. -Sonrió y con los dedos indicó la longitud del tacón-. Preciosos.

El padre de Alice soltó un resoplido y se rebulló en la silla, censurando tácitamente aquel tema de conversación. Alice se imaginó al marido de Soledad saliendo de la zapatería con la caja bajo el brazo. Lo conocía por la foto que ella tenía colgada sobre la cabecera de su cama, en cuyo cáncamo había insertada una ramita de olivo.

Así distrajo un momento su pensamiento, aunque no tardó en ocuparlo de nuevo Mattia, para no dejarlo ya; había pasado una semana y seguía sin llamarla.

Pues iré ahora mismo, se dijo.

Pinchó y comió un poco de ensalada -el vinagre le escoció en los labios-, para que su padre viera que se alimentaba, y aún masticando se levantó de la mesa y dijo:

– Tengo que irme.

Enarcando las cejas, su padre repuso:

– ¿Y se puede saber adónde, a estas horas?

– A donde yo quiera -contestó desafiante Alice; pero bajando el tono aclaró-: A casa de una amiga.

Él movió la cabeza, dando a entender que le daba igual. Por un instante Alice lo compadeció, viéndolo allí tan solo con su periódico, y tuvo el impulso de darle un abrazo y contárselo todo y pedirle consejo, pero al instante la misma idea la sobrecogió. Dio media vuelta y se dirigió resueltamente al baño.

Su padre dejó el periódico y se frotó los párpados cansados. Sol se recreó otro ratito con el recuerdo de los zapatos de tacón alto, tras lo cual lo relegó de nuevo al olvido y se levantó para quitar la mesa.

De camino a casa de su amigo, Alice puso la música alta, pero si al llegar le hubieran preguntado qué escuchaba no habría sabido decirlo. De pronto estaba furiosa; sabía que iba a estropearlo todo, pero también que no había remedio. Al levantarse hacía un rato de la mesa había superado el invisible limite más allá del cual las cosas ocurren por sí solas. Lo mismo le había pasado cuando el accidente de esquí, en que bastó que desplazara hacia delante el centro de gravedad unos milímetros para acabar cayendo de cabeza en la nieve.

A casa de Mattia sólo había ido una vez y no pasó de la sala de estar. Aquel día, mientras Mattia subía a mudarse a su habitación, cambió con la madre unas embarazosas palabras. La señora Adele, sentada en el sofá, la miraba con un aire inquieto, casi alarmado, como si el pelo le ardiera o algo parecido, y ni siquiera atinó a invitarla a tomar asiento.

Alice tocó el timbre de los Balossino-Corvoli hasta que el piloto rojo se encendió, como dando el último aviso. El interfono crepitó un instante y la voz de la madre de Mattia contestó, asustada:

– ¿Quién es?

– Soy Alice. Perdone la hora, pero… ¿está Mattia?

Al otro lado hubo un silencio nervioso. Alice tuvo la desagradable impresión de ser observada por el objetivo del interfono y se echó todo el pelo por el hombro. La puerta se abrió con un chasquido eléctrico y Alice, antes de entrar, lo agradeció sonriendo a la cámara.

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