Nikos Kazantzakis - La Última Tentación
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– ¡Salve, hermanos, me voy! Voy en busca de Dios. ¿Queréis que le transmita algún mensaje vuestro?
Y sin esperar la respuesta, salió corriendo y entró en la casa contigua.
Justamente en aquel momento apareció el tabernero con la bandeja y la taberna se llenó de un delicioso olor. Alcanzó a ver al extraño visitante y exclamó:
– ¡Buen viaje! ¡Salúdale en mi nombre! ¡Otro más! -añadió y se echó a reír a carcajadas-. Caramba, estoy por creer que llega el fin de los tiempos; el mundo está lleno de locos. Parece que éste vio a Dios anteanoche, justamente cuando se disponía a orinar. ¡Desde entonces no quiere ya vivir! No quiere comer. Dice: «¡Estoy invitado en el cielo y allí comeré!» Se cubrió con una mortaja y corre de puerta en puerta, recibiendo mensajes para Dios… Mirad lo que sucede a los que frecuentan demasiado a Dios. Tened cuidado, amigos; escuchad un buen consejo: ¡no os acerquéis demasiado a Dios! Adoro su gracia, pero desde lejos. ¡Apartaos de Dios!
Colocó en el centro de la mesa la bandeja con la cabeza de cordero humeante. Sus labios, sus ojos y sus orejas reían.
– Una cabeza recién cortada -dijo-. La de Juan Bautista. ¡Buen apetito!
Juan sintió náuseas y se apartó. La mano de Andrés, alargada ya, quedó suspendida en el aire. La cabeza servida en la bandeja los miraba, uno por uno, con sus ojos turbios, abiertos, inmóviles.
– Miserable Simón -dijo Pedro-. Nos harás sentir asco y no podremos comer el cordero. ¿Cómo quieres que ahora le saque los ojos, que tanto me gustan? Creería comerme los del Bautista.
El tabernero se retorcía de risa y dijo:
– No te preocupes, Pedro; yo me los comeré por ti. Pero primero comeré su lengua, que proclamaba, ¡el cielo la proteja!: «¡Arrepentios! ¡Arrepentios! ¡Ha llegado el fin del mundo!» ¡Antes llegó tu propio fin, desdichado!
Dicho esto, sacó su cuchillo, cortó la lengua y se la comió de un bocado. Bebió luego un vaso lleno y se puso a admirar sus barricas.
– ¡Bah, amigos! ¡Vaya, me apiado de vosotros! Cambiaré de tema para haceros olvidar la cabeza de Juan Bautista y permitiros comer la del cordero… Bien, ¿podéis adivinar quién pintó aquellas obras maestras que admiráis en las barricas, el gallo y el puerco? Pues mi modesta persona, con estas manos que veis, las pintó. ¿Qué os creíais? ¿Y sabéis por qué pinté un gallo y un puerco? ¡No, no podéis saberlo, malditos galileos! ¡Os lo diré para iluminar vuestro pequeño cerebro!
Pedro continuaba mirando la cabeza de cordero y se relamía, pero aún no se atrevía a tender la mano para sacarle los ojos y comérselos. Continuaba pensando en el Bautista. El cordero lo miraba con los ojos desmesuradamente abiertos, del mismo modo que solía hacer el Bautista.
– Escuchad, pues -prosiguió el tabernero-, para que se ilumine, repito, vuestro pequeño cerebro. Cuando Dios terminó de hacer el mundo -¡me pregunto por qué se le habrá ocurrido emprender tal obra!-, después de lavarse las manos llenas de barro, hizo comparecer ante él a todas las criaturas nuevas y les preguntó, orgulloso de su obra: «Decidme, aves y animales, ¿qué pensáis de este mundo que acabo de fabricar? ¿Le encontráis algún defecto?» Todos se pusieron a rebuznar, a rugir, a maullar, a balar y a gorjear: «¡Ninguno! ¡Ninguno! ¡Ninguno!» «Os doy mi bendición -dijo Dios-. Yo tampoco le encuentro defecto alguno. ¡Alabadas sean mis manos!» Pero vio al gallo y al puerco, que agachaban la cabeza y no decían nada. «¡Eh, tú, puerco -gritó Dios-, y tú, señor gallo, ¿por qué no decís nada? ¿Acaso no os agrada el mundo que he creado? ¿Acaso le falta algo?» Pero los otros, ¡chitón! El diablo les había enseñado la lección, les había susurrado al oído: «Decidle que falta una cepa que dé uvas. Las uvas se pisan, se ponen en barricas y con ellas se hace el vino.» «¿Por que no habláis?», gritó Dios, alzando su gran mano. Entonces los dos animales -el diablo les infundía valor- levantaron la cabeza y dijeron: «¿Qué quieres que te digamos, maestro constructor? ¡Gloria a tus manos, tu mundo es perfecto! Pero le falta una cepa que dé uvas. Las uvas se pisan, se meten en barricas y con ellas se hace vino.» «¡Ah, ah! ¿Conque eso queréis? Pues bien, ¡ya os enseñaré yo, malditos granujas! -dijo Dios y montó en terrible cólera-. ¿Conque queréis vino, borracheras y vómitos? Pues bien, ¡hágase la vid! -Se arremangó, tomó barro, fabricó una cepa de vid y la plantó-: ¡La maldigo -añadió-, y el que beba demasiado tendrá un cerebro de gallo y un hocico de puerco!»
Los compañeros estallaron en carcajadas, olvidaron al Bautista y alargaron la mano hacia la cabeza asada. Judas, que había abierto el cráneo en dos, se llenó una mano de sesos de cordero. Cuando el tabernero vio el saqueo, se asustó. «No me dejarán ni un trocito», pensó.
– Eh, amigos -exclamó-. ¡Está muy bien que comáis y bebáis, pero no olvidéis tan pronto a Juan Bautista! ¡Oh, su pobre cabeza!
Todos quedaron con el bocado en la mano. Pedro, que ya había masticado un ojo y se disponía a tragarlo, sintió un nudo en la garganta. Le daba repugnancia tragarlo y pena escupirlo. ¿Qué hacer? Judas era el único que no se preocupaba. El tabernero llenó los vasos.
– Que su recuerdo sea eterno. Derramemos unas lágrimas por su cabeza. ¡Y hagamos los mismos votos por vosotros!
– ¡Y por ti también, bellaco! -dijo Pedro y tragó el ojo de golpe.
– No te inquietes por mí. A nada temo -respondió el tabernero-. No me mezclo en los asuntos de Dios y me importa tres cominos la salvación del mundo. Soy tabernero; no ángel ni arcángel, como los señores. ¡Afortunadamente, escapé a esas historias! -dijo, cogiendo lo que quedaba de la cabeza.
Pedro abrió la boca pero no pudo articular palabra alguna. Un salvaje gigantón con el rostro picado de viruelas se había detenido en el umbral y los miraba. Los compañeros se retiraron a un rincón y Pedro se ocultó tras los anchos hombros de Santiago.
– ¡Barrabás! -gritó Judas, frunciendo el entrecejo-. Entra.
Barrabás inclinó su cabezota y distinguió a los discípulos en la penumbra. Una risa burlona recorrió su rostro rudo antes de que dijese:
– Celebro veros, corderos. Removí cielo y tierra para encontraros.
El tabernero se levantó refunfuñando y le llevó un vaso de vino.
– Sólo tú nos faltabas, capitán Barrabás. -No le caía bien porque cada vez que iba a la taberna se emborrachaba, provocaba a los soldados romanos que pasaban por las calles y le buscaba problemas-. ¡No empieces a armar jaleos como de costumbre, gallito pendenciero!
– ¡Mientras los impuros pisen la tierra de Israel, no me daré por vencido! ¡Sácate esa idea de la cabeza! ¡Y dame algo de comer, viejo crápula!
El tabernero empujó hacia él la bandeja, donde no quedaban más que los huesos, y dijo:
– Come; tienes dientes propios de mastín, que tritura los huesos.
Barrabás vació el vaso de un solo sorbo, se retorció los bigotes y se volvió hacia los compañeros para decir:
– ¿Y dónde está el buen pastor, queridos corderos? -Sus ojos despedían chispas-. Tengo que arreglar con él una vieja cuenta.
– Estás ebrio antes de haber bebido -le dijo severamente Judas-. Tus fanfarronadas nos han traído ya muchos problemas. ¡Basta ya!
Juan recobró el valor y dijo:.
– ¿Qué tienes en contra de él? Es un hombre santo y cuando marcha mira el suelo para no pisar las hormigas.
– Di más bien para que ninguna hormiga lo pise. Tiene miedo. ¿A eso le llamáis hombre?
– Jesús arrebató a Magdalena de tus garras y aún le tienes rencor -se atrevió a decir Santiago.
– Me ofendió -rugió Barrabás, cuyos ojos se ensombrecieron súbitamente-. ¡Me las pagará!
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