Nikos Kazantzakis - La Última Tentación

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`La ultima tentacion de Cristo` cuenta la version de lo que hubiera pasado si Jesus hubiese abandonado su mision en la tierra para vivir como un hombre comun. La novela fue publicada en 1955 y causo gran revuelo. Su autor fallecio en 1957.

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Y, con el canto del mirlo, Jesús se despertó al despuntar el día.

XIX

«Dios y el hombre juntos obran grandes cosas. Sin el hombre, Dios no tendría en esta tierra una mente que se reflejara inteligentemente sobre sus criaturas y que explorara con audacia y terror su sabiduría todopoderosa; no tendría en esta tierra un corazón que sufriera por inquietudes que no son las suyas y que se obstinara en fabricar virtudes y angustias que Dios rehusó, olvidó o temió crear. Sopló, por tanto, sobre el hombre y le infundió la fuerza y la osadía necesarias para continuar la creación… E inversamente, sin Dios, el hombre, desarmado como está cuando nace, habría sucumbido al hambre, al miedo o al frío; y en el caso de que hubiera escapado a estos peligros, se arrastraría como una babosa, a mitad de camino entre el león y el piojo. Y si, tras una lucha incesante, lograra mantenerse erguido sobre sus patas traseras, jamás podría liberarse del abrazo cálido y tierno de su madre la mona…», pensaba Jesús, y aquel día sentía por primera vez intensamente que Dios y el hombre se confunden.

Muy temprano se había puesto en marcha hacia Jerusalén y caminaba codo con codo con Dios, que iba a su derecha y a su izquierda; andaban juntos y ambos tenían la misma preocupación: el mundo se había desviado de su camino y, en lugar de subir hacia el cielo, descendía a los infiernos. Era preciso que los dos juntos, Dios y el Hijo de Dios, se esforzaran por reconducirle al buen camino. Por eso llevaba Jesús tanta prisa y devoraba el camino a zancadas, impaciente por reunirse con sus compañeros y comenzar la lucha. El sol, que subía desde el Mar Muerto; las aves, a las que la caricia de la luz arrancaba trinos; las hojas de los árboles, temblorosas, y el camino blanco que se desplegaba hasta los muros de Jerusalén, todo le gritaba: «¡Apresúrate! ¡Apresúrate! ¡Naufragamos!» «Lo sé, lo sé -respondía Jesús-. ¡Lo sé, ya voy!»

Muy temprano también sus compañeros se deslizaban pegados a la pared por las callejuelas aún solitarias de Jerusalén; iban de dos en dos, Pedro con Andrés y Santiago con Juan; Judas, solo, marchaba delante. Sentían miedo y lanzaban miradas furtivas a todas partes, para ver si los seguían; corrían. Ante ellos se alzó la puerta de David; doblaron a la izquierda por la primera calleja y se metieron como ladrones en la taberna de Simón el cirenaico.

El barrigudo tabernero, de nariz roja e hinchada y ojos rojos e hinchados, acababa de levantarse, somnoliento, de su yacija de paja. Se demoraba hasta muy entrada la noche con los ebrios que frecuentaban la taberna, cantaba, discutía y, por la mañana, con mal gusto en la boca y de pésimo humor, limpiaba con un trapo mojado el mostrador, donde quedaban los restos de la francachela. Estaba en pie pero todavía no se había despertado. Le parecía que soñaba, que empuñaba un trapo mojado y que limpiaba el mostrador… Cuando así se debatía entre la vela y el sueño, oyó que un grupo de hombres jadeantes entraba en la taberna y se volvió. Los ojos le ardían, la boca le quemaba y salpicaban su barba restos de semillas de calabaza asadas.

– ¿Quiénes sois, bandidos? -rugió con voz ronca-. Dejadme tranquilo. ¿Pensáis instalaros aquí tan temprano para comer y beber? Tengo malas pulgas… ¡de modo que idos por donde habéis venido!

A fuerza de gritar se iba despertando y distinguió a su viejo amigo Pedro y sus compañeros galileos. Se acercó a ellos, los miró de cerca y estalló en carcajadas:

– ¡Vaya, qué cara traéis! ¡Meted la lengua dentro de la boca! ¡Agarraos el vientre con las dos manos, no sea que reviente de miedo! ¡Podéis estar orgullosos de vosotros mismos, amigos galileos!

– En nombre del cielo, Simón, no llames la atención de la gente con tus gritos -le respondió Pedro y adelantó la mano para taparle la boca-. Cierra la puerta. El rey mató al profeta Juan Bautista, ¿no lo sabías? Le cortó la cabeza y la colocó en una bandeja de plata…

– Hizo bien. Le había roto los tímpanos con el pretexto de que había tomado a la mujer de su hermano. ¿Y esto qué tiene de malo? Es rey y hace lo que se le antoja. Además, y para no ocultaros nada, también me había roto los tímpanos a mí: «¡Arrepentíos! ¡Arrepentíos!» ¡Oh, qué mal bicho!

– Pero parece que va a matar a todos los bautizados. Los pasará a filo de cuchillo. Y nosotros estamos bautizados, ¿comprendes?

– ¿Y quién os dijo que os bautizarais, brutos? ¡Lo tenéis merecido!

– ¡Pero tú también te hiciste bautizar, pellejo de vino! -le dijo indignado Pedro-. ¿Acaso no nos lo contaste? No tienes derecho a protestar.

– Mi caso es distinto, sucio pescador. Yo no me hice bautizar. ¿Llamas tú a eso un bautismo? Me metí en el agua, tomé un baño. Y cuanto me dijo el falso profeta me entró por un oído y me salió por otro. Así proceden los que tienen juicio, pero vosotros, con vuestras cabecitas sin seso… Apenas aparece un falso profeta que promete montañas y maravillas os aprestáis a seguirlo. Os dicen: «Sumergios en el agua», y ¡pluf!, os sumergís y tragáis tanta agua que estáis a punto de reventar. «No matéis a vuestros piojos el día del sábado, pues ése es un gran pecado», y entonces no los matáis; pero ellos os matan a vosotros. «No paguéis el impuesto por cabeza», no lo pagáis y ¡crac!, os cortan la cabeza. ¡Lo tenéis merecido! Y ahora, sentaos a beber un vaso de vino para recobrar el ánimo. ¡Yo lo necesito para despertarme!

Dos gruesas barricas formaban una mancha de sombra al fondo de la taberna. En una había pintado un gallo rojo y en otra un puerco gris oscuro. Llenó una jarra con vino de la barrica del gallo, tomó seis vasos y los sumergió en un cubo de agua sucia para lavarlos. El olor del vino lo estimuló y se despertó.

Apareció un ciego en el umbral de la taberna, donde se detuvo. Colocó el bastón entre las piernas y comenzó a afinar un viejo oboe; tosió y escupió para aclararse la garganta. Eliacín había sido camellero en su juventud y un día, al cruzar el desierto, había visto bajo una datilera a una mujer desnuda, que se lavaba en un aguazal. En lugar de desviar la mirada, el desvergonzado había clavado los ojos en la hermosa beduina. La mala suerte quiso que su marido estuviera en cuclillas tras una roca encendiendo el fuego para cocinar. Vio al camellero, que se acercaba cada vez más y devoraba con los ojos la desnudez de su mujer. Cogió dos brasas y las apagó en los ojos del camellero… Desde aquel día el pobre Eliacín había comenzado a cantar salmos y canciones. Recorría las tabernas y las casas de Jerusalén con su oboe, bien celebrando la bondad de Dios, bien cantando al cuerpo de la mujer. Le daban un trozo de pan duro, un puñado de dátiles, dos aceitunas y seguía su camino.

Afinó el oboe, se aclaró la garganta, ahuecó la voz y comenzó a hacer ejercicios de vocalización sobre sus salmos preferidos:

«Tenme piedad, oh Dios, tenme piedad, / que en ti se cobija mi alma; / a la sombra de tus alas me cobijo / hasta que pase el infortunio.» En aquel instante el tabernero llegaba con la jarra de vino y los vasos. Sólo supo montar en cólera al oír la salmodia.

– ¡Basta! ¡Ya está bien! -rugió-. Tú también me rompes los tímpanos. Siempre la misma cantinela: «Tenme piedad… Tenme piedad…» ¡Vete al diablo! ¿Acaso pequé yo? ¿Acaso fui yo quien alzó los ojos para mirar a la mujer del prójimo cuando se lavaba? Dios nos dio ojos para que no miremos… ¿no lo comprendiste aún? Lo que te ocurrió te lo tenías merecido. ¡Anda, lárgate!

El ciego tomó el bastón, apretó el oboe bajo el brazo y, sin pronunciar palabra, se alejó.

– Tenme piedad, oh Dios, tenme piedad -solfeó el tabernero, irritado-. David miró con ojos acariciadores a la mujer del prójimo, y éste, el ciego, miró con ojos acariciadores a la mujer del prójimo… ¡y resulta que nos fastidian a nosotros! ¡Oh, pobres amigos míos!

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