Nikos Kazantzakis - La Última Tentación

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`La ultima tentacion de Cristo` cuenta la version de lo que hubiera pasado si Jesus hubiese abandonado su mision en la tierra para vivir como un hombre comun. La novela fue publicada en 1955 y causo gran revuelo. Su autor fallecio en 1957.

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Se volvió hacia Jesús y dijo:

– Tú eres la señal. Dios te envía. ¿Tendré tiempo? ¿Cuándo va a abrirse el cielo, hijo mío?

– Cada segundo que transcurre, anciano -respondió Jesús-, hay un cielo pronto a abrirse. A cada instante la Lepra, la Locura y el Fuego avanzan un paso y se acercan. Sus alas tocan ya mi cabellera.

Lázaro abrió desmesuradamente los ojos verdes y sin brillo y miró a Jesús. Avanzó hacia él vacilantemente y le preguntó: -¿Eres Jesús de Nazaret? Se dice que en el momento en que el verdugo cogía el hacha para cortar la cabeza del Bautista, el profeta extendió la mano hacia el desierto, exclamando: «Jesús de Nazaret, abandona el desierto y sal al encuentro de los hombres! ¡Ven! ¡El mundo no ha de quedarse solo!» Si tú eres Jesús de Nazaret, bendita sea la tierra que pisas. Mi casa ha sido santificada, fui bautizado y he curado. ¡Caigo a tus pies para adorarte!

Se agachó para besar los pies cubiertos de heridas de Jesús.

Pero el astuto Samuel no tardó en recobrar el aplomo. Por unos instantes su cerebro se había turbado, pero rápidamente se repuso. «Descubrimos en los profetas -pensaba- lo que deseamos descubrir. En una columna Dios desencadena su ira contra su pueblo y alza el puño para aplastarlo. En la columna de enfrente es todo azúcar y miel. Descubrimos la profecía que más conviene al estado de ánimo en que nos despertamos. Así que no hay que preocuparse…» Meneó su cabeza caballuna y rió a escondidas, protegido por la barba. Pero no despegó los labios. «Dejemos que el pueblo tenga miedo, eso les viene bien. De no ser por el miedo, nos veríamos en aprietos, porque los pobres son más numerosos y fuertes que nosotros.»

Guardaba silencio y miraba con menosprecio a Lázaro, que besaba los pies del visitante y le decía:

– Si los galileos, los que conocí en el Jordán, son tus discípulos, rabí, me han dado un mensaje para ti, por si te encontraba. Abandonarán la orilla del Jordán y te esperarán en Jerusalén, en la puerta de David, en la taberna de Simón, el cirenaico. El asesinato del Profeta les ha asustado y van a ocultarse. Ha comenzado la persecución.

Mientras tanto, las mujeres tiraban de los vestidos de sus maridos para que se fueran con ellas. Habían comprendido biena aquel forastero: tenía ojos de víbora y cuando miraba, el espíritu se extraviaba; cuando hablaba, el mundo se desploma!». ¡Había que partir!

El ciego se apiadó de aquellos hombres y les dijo:

– ¡Valor, hijos míos! Oigo cosas graves, pero no tengáis miedo. Todo se solucionará sin violencia, ya lo veréis. El mundo es sólido y está bien asentado. Durará tanto como Dios. No escuchéis a los que tienen los ojos abiertos; escuchadme a mí. Soy ciego y por eso veo mejor que todos vosotros. La tribu de Israel es inmortal y selló un pacto con Dios. Dios puso en él su rúbrica y nos ha hecho don de la tierra entera. ¡No tengáis miedo! Ya es cerca de medianoche… ¡Vayámonos a dormir!

Extendió su bastón delante de él y se dirigió hacia la puerta.

Los tres ancianos abrieron la marcha, seguidos primero por los hombres y luego por las mujeres, y la casa se vació en seguida.

Las dos hermanas tendieron la cama del visitante en el estrado de madera. María sacó de su baúl las sábanas de lino y de seda que guardaba para su boda, y Marta llevó el edredón de seda y de plumas que guardaba desde hacía tantos años en su cofre, esperando la noche largamente deseada en que habría* de cubrirse con él junto a su marido. También llevó hierbas aromáticas, albahaca y menta, y las esparció sobre la almohada de Jesús.

– Esta noche dormirá como un novio -dijo Marta lanzando un suspiro. María suspiró también, pero guardó silencio. «Dios mío -dijo en su fuero interno-, no me escuches; el mundo está bien hecho aun cuando yo suspire. Está bien hecho y sólo me atemoriza la soledad. Y este visitante me agrada mucho.»

Las dos hermanas entraron en el cuartito del fondo y se acostaron en sus lechos estériles. Los dos hombres se echaron, uno en cada punta del estrado de madera; sus pies se tocaban. Lázaro se sentía feliz. ¡Qué atmósfera de santidad, de beatitud reinaba en toda la casa! Respiraba calma, oprimía ligeramente con sus pies los pies sagrados y sentía que ascendía por su cuerpo, derramándose por todo él, una fuerza misteriosa, una certeza divina; sus riñones ya no le dolían, su corazón no latía irregularmente y su sangre se deslizaba apacible, feliz, de sus pies a su cabeza, regando su cuerpo quebrantado. «Es efecto del bautismo -pensaba-. Esta noche recibí el bautismo. También la casa y mis hermanas recibieron el bautismo. El Jordán vino hasta esta casa.»

Pero las dos hermanas no lograban conciliar el sueño. Hacía años que un forastero no había dormido en aquella casa. Los forasteros se alojaban siempre en casa de algún notable de la aldea. ¿Cómo iban a ir a su casucha, humilde y aislada? Su hermano era enfermizo y de extraño carácter; no le agradaba la compañía. ¡Qué felicidad inesperada habían tenido aquella noche! Las fosas nasales de las mujeres aleteaban, olfateando el aire. ¡Cómo había cambiado el olor de la casa! ¡Qué perfumada estaba ahora! ¡Aunque no olía a albahaca ni a menta; olía a hombre!

– Parece que Dios lo envió para construir un Arca… Y nos ha prometido que entraremos en ella. ¿Oyes lo que te digo, María, o duermes?

– No duermo -respondió María; se había llevado las manos a los senos, que la desasosegaban.

– Dios mío -prosiguió Marta-. Ojalá el fin del mundo llegue pronto para que entremos con él en el Arca. Yo le serviré, eso no me importa, y tú le harás compañía. El Arca bogará sobre las aguas eternas; yo le serviré eternamente y tú estarás sentada eternamente a sus pies, haciéndole compañía. Así imagino el Paraíso. ¿Y tú, María?

– Yo también -murmuró María, y cerró los ojos.

Hablaban y suspiraban. Jesús dormía profundamente y le parecía que estaba de pie, como si no se tratara de un sueño, como si hubiera entrado con todo su cuerpo y toda su alma en el Jordán, se refrescaba, su cuerpo se desprendía de la arena del desierto y su alma se desprendía de las virtudes y de los vicios de los hombres para volver a ser virgen. En su sueño le pareció, durante algunos instantes, que había salido del Jordán, que se había internado por un sendero verde que jamás había sido hollado y que entraba en un jardín profundo, lleno de flores y frutos. Y él, ya no era Jesús de Nazaret, el hijo de María, sino Adán, la primera criatura. Acababa de salir de las manos de Dios; su carne era aún una arcilla fresca y se había tendido en la hierba florida, al sol, para secarse, para que sus huesos cobraran consistencia y su rostro cogiera color, para que las setenta y dos articulaciones de su cuerpo se afirmaran y pudiera levantarse y caminar. Y mientras estaba tendido al sol madurando, algunas aves revolotearon sobre su cabeza; iban de un árbol a otro, paseaban por la hierba primaveral, hablaban entre sí, gorjeaban, miraban, observaban a la extraña criatura nueva que reposaba en las hierbas, y cada una de ellas pronunciaba una palabra y continuaba su vuelo.

A Jesús le parecía conocer el lenguaje de los pájaros y se regocijaba al oírlos.

El pavo real se exhibía desplegando la cola, orgulloso de su plumaje; se paseaba en todas las direcciones, lanzaba miradas zalameras y oblicuas a Adán, que estaba tendido, en tierra y le explicaba: «Era una gallina; amé a un ángel y me convertí en pavo real. ¿Hay en el mundo un ave más hermosa que yo? No, no la hay.» Una tórtola revoloteaba de árbol en árbol, alzaba el cuello hacia el cielo y exclamaba: «¡Amor! ¡Amor! ¡Amor!» El tordo decía: «Soy el único de los pájaros que canta cuando arrecia el frío, y así me caliento.» La golondrina murmuraba: «Si yo no existiera, los árboles no florecerían nunca.» El gallo: «Si yo no existiera, el día no nacería nunca.» La alondra: «Cuando vuelo de mañana hacia el cielo y canto, me despido de mis pichones pues acaso muera cantando.» El ruiseñor: «No repares en la pobreza de mis vestidos; tenía grandes alas rutilantes pero las transformé en canto.» Y un mirlo de pico ganchudo fue a posarse en el hombro de la primera criatura, se inclinó sobre su oído y le habló en voz baja, como si le confiara un gran secreto. «Las puertas del Paraíso y del Infierno están una junto a otra. Las dos son idénticas, las dos son verdes y bellas. ¡Ten cuidado, Adán! ¡Ten cuidado, Adán! ¡Ten cuidado, Adán!»

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