Nikos Kazantzakis - La Última Tentación

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`La ultima tentacion de Cristo` cuenta la version de lo que hubiera pasado si Jesus hubiese abandonado su mision en la tierra para vivir como un hombre comun. La novela fue publicada en 1955 y causo gran revuelo. Su autor fallecio en 1957.

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Apuró el paso; se internó por la cuesta empedrada y recobró las fuerzas. Ahora sabía dónde iba, adonde le llevaba el camino que Dios le había señalado. A medida que subía, las nubes iban marchándose, hasta que de pronto se despejó un rincón del cielo y el sol se mostró en el momento en que iba a ponerse. Oyó los cantos de los gallos de la aldea y los ladridos de los perros; las mujeres charlaban en las terrazas; un humo azul se elevaba por encima de los tejados y olió a leños que ardían.

– Bendita sea la raza de los hombres… -murmuró Jesús al pasar frente a las primeras casas de la aldea y escuchar las conversaciones de los hombres.

Las piedras, las aguas, las casas resplandecían, o más bien reían, felices. La tierra había apagado su sed y el sol se mostraba nuevamente. Fue un verdadero diluvio y los hombres y los animales habían tenido miedo, pero ahora las nubes comenzaban a dispersarse y el cielo había recobrado su color azul. Todo el mundo se sentía tranquilizado. Jesús, calado hasta los huesos, feliz,marchaba por las callejuelas estrechas, donde susurraba el agua.Apareció una niña que arrastraba una cabra blanca de ubres henchidas; la llevaba a pacer.

– ¿Cómo se llama vuestra aldea? -le preguntó Jesús, sonriente.

– Betania.

– ¿A qué puerta puedo llamar para pasar la noche? Soy forastero.

– ¡Entra en la primera puerta abierta! -respondió la niña riendo.

«En la primera puerta abierta… Esta aldea tiene buen corazón. Ama a los extranjeros», pensó Jesús. Avanzaba para encontrar la puerta abierta. Aquellas no eran ya callejuelas, sino riachuelos y sólo emergían del agua las piedras más grandes. Jesús avanzaba saltando de piedra en piedra. Las puertas estaban cerradas, oscurecidas por las lluvias. Dobló en la primera esquina y pronto vio una puertecita abovedada, pintada de azul y abierta de par en par. Una joven mofletuda y con papada, de labios espesos, estaba parada en el umbral. En la casa débilmente iluminada veíase a otra joven que trabajaba sentada frente a un telar y tarareaba una canción.

Jesús se acercó, se detuvo en el umbral, se llevó la mano al corazón y saludó:

– Soy forastero -dijo-. Soy galileo. Tengo hambre, no sé dónde dormir y tengo frío. Soy un hombre honrado; permitidme que pase la noche en vuestra casa. Encontré la puerta abierta y entré.

La joven se volvió, con la mano aún llena de granos para las aves de corral, lo miró tranquilamente de pies a cabeza y sonrió:

– Bienvenido -dijo-. Estamos a tu servicio.

La tejedora dejó el telar y salió al patio. Tenía tez pálida y era de delicada constitución; las trenzas negras formaban una doble corona en su cabeza, poseía grandes ojos aterciopelados y tristes y de su cuello delgado pendía un collar de turquesas que le servía de amuleto contra el mal de ojo. Miró al visitante y enrojeció:

– Estamos solas -dijo-. Nuestro hermano Lázaro se encuentra ausente. Fue al Jordán para hacerse bautizar.

– ¿Y qué importa que estemos solas? -dijo la otra-. No nos comerá. Entra, amigo, y no la escuches; es una timorata. Llamaremos a los campesinos para que te hagan compañía y los ancianos vendrán a preguntarte quién eres, adonde vas y qué nuevas nos traes. Entra en nuestra pobre casa… ¿Qué te ocurre? ¿Tienes frío?

– Tengo frío, tengo hambre y tengo sueño -respondió Jesús traspasando el umbral.

– Las tres cosas tienen remedio -dijo la mujer-. No te preocupes. Y para que lo sepas, me llamo Marta, y mi hermana se llama María. ¿Y tú?

– Jesús de Nazaret.

– ¿Un hombre de bien? -dijo risueñamente Marta.

– Un hombre de bien -respondió seriamente Jesús-. En la medida de mis fuerzas, Marta, hermana mía.

Entró en la casucha. María encendió la lámpara, la colgó y la casa se iluminó. Las paredes estaban enjalbegadas e inmaculadamente limpias. A lo largo del muro había un estrado de madera cargado de cobertores y almohadas, así como dos cofres esculpidos en madera de ciprés y algunos escabeles. En un rincón estaba el telar y en otro dos jarritas para las aceitunas y el aceite. Al entrar veíase, a la derecha, el cántaro de agua fresca, y junto a él, una gran toalla de lino colgada de una clavija de madera. La casa olía a madera de ciprés y a membrillo. Al fondo había una ancha chimenea apagada y, a su alrededor, los utensilios de cocina.

– Encenderé fuego para que te seques. Siéntate.

Marta colocó un escabel ante la chimenea. Corrió al patio, de donde volvió con una brazada de sarmientos y de ramas de laurel y dos cepas de olivo. Se puso en cuclillas, dispuso los leños y las ramas y encendió el fuego.

Jesús, inclinado, se había tomado la cabeza con las manos, y con los codos en las rodillas miraba. «¡Qué santa ceremonia -pensaba- es disponer los leños y encender el fuego para que la llama, como una hermana compasiva, nos caliente cuando sentimos frío! ¡También es santo entrar uno en una casa de extraños, hambriento y fatigado, y hallar dos hermanas desconocidas que lo consuelen!» Sus ojos se arrasaron de lágrimas.

Marta se levantó y entró en la despensa, de donde volvió con pan, aceitunas, miel y una jarra de vino; depositó todo a los pies del extranjero.

– Esta comida fría te abrirá el apetito -dijo-. Ahora pondré la marmita en el fuego y te prepararé algo caliente que te reconforte. Me parece que vienes de muy lejos.

– Del extremo del mundo -respondió. Se inclinó febrilmente sobre el pan, las aceitunas y la miel. ¡Qué maravillas! ¡Con qué generosidad Dios ofrecía sus dones a los hombres! Comía ávidamente y bendecía al Señor.

Entretanto, María, en pie junto a la lámpara, miraba en silencio el fuego, al visitante inesperado o a su hermana, a quien la alegría de tener un hombre en la casa y servirle había dado alas.

Jesús levantó el jarro de vino y miró a las dos mujeres:

– Marta y María, hermanas mías -dijo-, habéis debido oír que cuando tuvo lugar el diluvio, en tiempos de Noé, todos los hombres eran pecadores y todos se ahogaron con excepción de los pocos justos que entraron en el arca. María y Marta, os hago un juramento: si se produce un nuevo diluvio, os llamaré, hermanas, para que entréis en la nueva Arca. Porque esta noche, al ver llegar a un visitante desconocido, mal vestido y descalzo, le habéis encendido fuego para que se calentara, le habéis dado pan para que apaciguara el hambre, le habéis dicho palabras bondadosas y el reino de los cielos entró en su corazón. Bebo a vuestra salud, hermanas. Bendito sea nuestro encuentro.

María fue a sentarse a sus pies.

– No me canso de oírte, forastero -dijo, ruborizándose-. Sigue hablando.

Marta colocó la marmita en el fuego, dispuso la mesa y sacó agua fresca del pozo del patio. Luego envió a un niño vecino a preguntar a los tres ancianos de la aldea si se dignaban ir a su casa, pues había llegado un visitante.

– Sigue hablando -repitió María al ver que Jesús callaba.

– ¿Qué quieres que te diga, María? -dijo Jesús con la punta de los dedos en sus trenzas negras-. El silencio es bueno; todo lo dice.

– El silencio no satisface a la mujer -replicó María-. La desdichada tiene necesidad de que le digan palabras reconfortantes.

– Las palabras reconfortantes tampoco satisfacen a la mujer; no la escuches -intervino Marta, que ponía aceite en la lámpara para que aquella noche durara mucho tiempo encendida, ya que acudirían los ancianos para entablar graves discusiones-. Las palabras reconfortantes tampoco satisfacen a la desdichada mujer. La mujer quiere un hombre que haga conmoverse la casa cuando marcha; quiere un bebé para amamantarlo, para aliviar su pecho… La mujer quiere muchas cosas, Jesús de Galilea… ¡Pero vosotros, los hombres, no podéis saberlo!

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