Nikos Kazantzakis - La Última Tentación

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`La ultima tentacion de Cristo` cuenta la version de lo que hubiera pasado si Jesus hubiese abandonado su mision en la tierra para vivir como un hombre comun. La novela fue publicada en 1955 y causo gran revuelo. Su autor fallecio en 1957.

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Abrió los ojos y vio el desierto. ¡Qué rápido había pasado el día! El sol se inclinaba hacia el poniente. Pegada contra su pecho, la serpiente esperaba. Emitía un silbido calmo, hechicero, como quejumbroso; una canción de cuna se desgranaba en el aire del crepúsculo y todo el desierto ondulaba y lo mecía como una madre.

– Espero… espero… -decía el silbido hechicero de la serpiente-. Llega la noche y tengo frío. Decídete, hazme una señal y una puerta se abrirá y tú entrarás en el Paraíso… Decídete, amado mío. Magdalena espera…

Los músculos del ermitaño se paralizaron. Estaba a punto de abrir la boca para asentir cuando sintió que sobre él había alguien que lo observaba; levantó la cabeza, espantado, y vio en el aire dos ojos, dos ojos completamente negros y dos cejas blancas que le hacían señas: «¡No! ¡No! ¡No!» Oprimióse el corazón de Jesús y miró una vez más, suplicante, como si quisiera gritar: «¡Déjame actuar según mis deseos! ¡Dame permiso y no te encolerices!» Pero los ojos se habían vuelto feroces y las cejas se agitaban, amenazantes.

– ¡No! ¡No! ¡No! -aulló Jesús, y dos gruesas lágrimas rodaron por sus mejillas.

Con un brusco movimiento la serpiente se separó de él, se retorció y reventó con sordo estrépito; quedó flotando en el aire un olor pestilente.

Jesús hundió el rostro en tierra y sus labios, sus fosas nasales y sus párpados se llenaron de arena. No pensaba en nada; había olvidado que sentía hambre y sed y lloraba. Lloraba como si su mujer y todos sus hijos hubieran muerto, como si toda su vida hubiese quedado destruida.

– ¡Señor, Señor! -murmuró mordiendo la arena-. ¿No te apiadas de mí, Padre? ¡Hágase tu voluntad! ¿Cuántas veces te lo dije y cuántas habré de repetírtelo? Toda mi vida lucharé, opondré resistencia y diré: ¡hágase tu voluntad!

Y se durmió, murmurando y tragando arena. Apenas se cerraron los ojos de su cuerpo, se abrieron los de su espíritu.

Vio el espectro de una serpiente, gruesa como el cuerpo de un hombre que se extendía de uno a otro extremo de la noche, estaba acostada en la arena y había abierto, muy cerca de Jesús, su enorme boca escarlata. Ante aquellas fauces una perdiz tornasolada se estremecía temblorosamente e intentaba en vano abrir las alas para escapar. Avanzaba a trompicones, con las plumas erizadas por el miedo, y lanzaba grititos agudos… La serpiente había clavado sus ojos en ella; permanecía inmóvil y con las fauces abiertas, aparentemente sin prisas. Estaba segura de sí misma. La perdiz avanzaba vacilante, cruzando las patas, en línea recta hacia las fauces abiertas. Jesús, de pie, miraba y temblaba como la perdiz… Al despuntar el día la perdiz había llegado ante la boca abierta; se debatió unos instantes, lanzó una rápida mirada a su alrededor como para pedir socorro… hasta qué bruscamente alargó el cuello y de un salto entró en las fauces de cabeza con las patas juntas. La boca se cerró y Jesús veía bajar a la perdiz hacia el vientre del dragón, suavemente, como una pelota de plumas, de carne y de patas color rubí Jesús se despertó sobresaltado, espantado. El desierto ondulaba, rosado. Nacía el día.

– Es Dios -murmuró temblando-, es Dios… Y la perdiz… Su voz se quebró. No tenía valor para articular su pensamiento hasta el fin, pero se dijo: «… Es el alma del hombre. La perdiz es el alma del hombre.»

Quedó anonadado durante horas enteras. El sol ascendía, calentaba la arena, traspasaba la carne de Jesús, entraba en su cabeza, secaba su cerebro, su garganta, su pecho. Sus entrañas pendían como los racimos secos que quedan en las vides en el otoño. La lengua se le había pegado al paladar, le caían jirones de la piel y por debajo apuntaban los huesos; la punta de sus dedos presentaba un color azul.

El tiempo era ahora breve como el latido de un corazón y grande como la muerte. Ya no sentía hambre ni sed, ya no deseaba tener una mujer e hijos, y toda su alma se había agolpado en sus ojos. Veía, eso era todo, veía. A veces, en pleno mediodía, sus ojos se velaban, el mundo desaparecía y unas fauces gigantescas se abrían ante él: la quijada inferior era la tierra y la superior el cielo, y Jesús avanzaba arrastrándose, hacia la bocaza abierta, temblando y con el cuello alargado Pasaban los días y las noches como relámpagos blancos y negros. En cierta ocasión, se acercó un león a medianoche, se detuvo ante él y sacudió fieramente la melena. Y oyó su voz, como si fuera una voz humana:

– Acojo con alegría en mi antro al asceta victorioso que triunfó de las pequeñas virtudes, de las pequeñas alegrías y de la felicidad, ¡y lo saludo! No amamos las empresas fáciles y seguras; sólo despiertan nuestro interés las cosas difíciles. Magdalena es demasiado insignificante para ser nuestra mujer porque queremos casarnos con la Tierra. La joven esposa ha suspirado, Novio, el cielo encendió sus lámparas y ya llegaron los invitados. Partamos.

– ¿Quién eres?

– Tú. El león que siente hambre en el fondo de tu corazón y de tus entrañas, que ronda de noche en torno de los rediles, en torno de los reinos del mundo y que vacila en saltar sobre ellos para devorarlos. Salto de Babilonia a Jerusalén y a Alejandría, de Alejandría a Roma y grito: «¡Tengo hambre y todo me pertenece!» Despunta el día y vuelvo a meterme en tu pecho, me acurruco allí y me convierto, yo, el terrible león, en cordero. Aparento ser un humilde asceta que nada desea, a quien bastan para vivir un grano de trigo, un sorbo de agua y un Dios cándido y benevolente a quien llama Padre para ablandarlo. Pero mi corazón se enfurece secretamente, se siente humillado y yo espero febrilmente la noche para quitarme la piel de oveja y para volver a rondar, a rugir y a posar mis cuatro patas sobre Babilonia, Jerusalén, Alejandría y Roma.

– No te conozco. Jamás deseé los reinos del mundo. Me basta el reino de los cielos.

– No te basta; te engañas, compañero; no te basta. Pero no te atreves a mirar dentro de ti, a mirar tus entrañas y tu corazón, donde me verías… ¿Por qué me miras con ojos recelosos, por qué tu corazón es desconfiado? ¿Crees que soy una tentación y que me envió el Maligno para perderte? Ermitaño insensato, ¿acaso puede tener alguna fuerza la tentación que viene de afuera? Sólo puede vencerse la fortaleza desde su interior. Soy la voz que asciende desde lo más profundo de ti mismo, soy el león que está en ti. Te envolviste en una piel de oveja para que los hombres confiaran en ti, se acercaran y tú pudieras devorarlos. Recuerda que cuando eras niño una maga caldea leyó en tu mano. Te dijo: «¡Veo muchas estrellas, muchas cruces; serás rey!” ¿Por qué simulas olvidarlo? Lo recuerdas día y noche. ¡Levántate, hijo de David; entra en tu reino!

Jesús lo escuchaba con la cabeza gacha. Poco a poco reconoció la voz; recordó haberla oído a veces en sueños; por ejemplo, un día en que Judas le había pegado cuando era niño, y también en otra ocasión cuando había abandonado su casa y había vagado durante días y noches por los campos, atormentado por el hambre, y había vuelto humillado a su casa. Sus dos hermanos, el cojo Simón y el devoto Santiago, estaban en el umbral y le habían insultado. Aquel día había oído verdaderamente en él el rugido del león… Y recientemente, cuando cargaba la cruz para la crucifixión del zelote y pasaba entre una multitud excitada que lo miraba con menosprecio y lo abucheaba, el león había vuelto a saltar en él con tanta fuerza que había terminado arrojándolo por tierra.

Y allí, en aquella noche solitaria, he ahí que aparecía y se alzaba ante él el león interior, rugiendo. Le rozaba, desaparecía para volver a aparecer como si entrara en el fono de sí mismo y saliera de él y le diera golpecitos con la cola, acariciadores, juguetones… Jesús sentía que su corazón se irritaba cada vez más. «Es cierto, el león tiene razón. Basta ya. Estoy harto de sentir hambre, de desear, de aparentar humildad, de ofrecer la otra mejilla para que me abofeteen; estoy harto de halagar a Dios, el devorador de hombres, y de llamarle Padre para ablandarle; de que me insulten mis hermanos, de ver llorar a mi madre y ver reír a los hombres cuando paso, de andar descalzo, de cruzar el mercado, de contemplar los dátiles, la miel, el vino, las mujeres sin poder comprar nada. Y de ser audaz sólo en sueños, de esperar que el sueño me lleve todo aquello, ¡de saborear y estrechar el vacío! Estoy harto. ¡Me levantaré, ceñiré la espada que he heredado -¿acaso no soy hijo de David?- y entraré en mi reino! El león tiene razón. ¡No me interesan las ideas, las nubes ni los reinos de los cielos! ¡Mi reino está en las piedras, en la tierra y en la carne!»

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