Nikos Kazantzakis - La Última Tentación
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Se despertó antes de que despuntara el día. Grandes estrellas entrelazaban sus orbes en el cielo y el aire era aterciopelado y azul. «En este momento se despiertan los gallos -pensó-, se despiertan las aldeas, los hombres abren los ojos y miran por el tragaluz las primeras claridades; los bebés se despiertan también, se echan a llorar y sus madres les dan el pecho…» El mundo se movió por un instante sobre la arena, con sus hombres, sus casas, sus gallos, sus niños y sus madres, un mundo hecho de aire y de frescura matinal. ¡Y ahora el sol iba a ascender para devorarlo!… Oprimióse el corazón del ermitaño. «¡Si pudiera -pensó- volver eterna esta frescura! Pero el pensamiento de Dios es un abismo y su amor es un terrible precipicio. Planta un mundo, lo destruye cuando está a punto de fructificar y luego planta otro. ¿Quién sabe? El amor acaso sea capaz de empuñar un hacha…» Recordó las palabras de Juan Bautista y se estremeció. Miró el desierto; se había vuelto salvaje, escarlata y se movía bajo el sol, que aquel día apareció colérico, ceñido de un halo de tempestad. El viento comenzó a soplar y a las narices de Jesús llegó un olor fétido a pez y azufre. Sintió que ascendían en su recuerdo, sumergidas en alquitrán, con sus palacios, sus teatros, sus tabernas y sus lupanares, Sodoma y Gomorra. «¡Ten piedad, Señor! -gritaba Abraham-. ¡No las quemes. Eres bueno, apiádate de tus criaturas!» «Soy justo -le había respondido Dios-. ¡Las quemaré!»
¿Era aquél, pues, el camino de Dios? En tal caso, resultaba impúdico que el corazón, ese puñado de barro frágil, se levantara y gritara: «¡Detente!» ¿Cuál es nuestro deber? Mirar el suelo, discernir en el suelo la huella de los pasos de Dios y seguirla. «Miro al suelo y percibo netamente en Sodoma y Gomorra la huella de los pasos de Dios. Todo el Mar Muerto es una huella de Dios. ¡Asentó la planta del pie y sepultó a Sodoma y Gomorra con sus teatros, tabernas y lupanares. La asentará una vez más y la tierra quedará sepultada de nuevo… ¡Los reyes, los sumos sacerdotes, los fariseos, los saduceos, todo se hundirá!»
Sin advertirlo, se había puesto a gritar. Su espíritu se había colmado de audacia, se había desencadenado. Había olvidado que sus rodillas no podían soportarlo e iba a levantarse para ponerse en marcha siguiendo la huella de los pasos de Dios, pero cayó de espaldas en tierra, sin aliento. «No puedo, ¿acaso no me ves? -gritó alzando los ojos al cielo abrasador-. No puedo. ¿Por qué me elegiste a mí? ¡No resisto más!» Cuando dejó de gritar, vio una masa negra ante él: era el chivo, con el vientre abierto en la arena y las patas al aire. Recordó que se había inclinado sobre sus ojos turbios y había visto su rostro. «Yo soy el chivo -murmuró-. Dios lo puso en mi camino para que comprenda quién soy y adonde voy…» Bruscamente estalló en sollozos: «No quiero… no quiero… -murmuró-, no quiero estar solo. ¡Socorro!»
Entonces, mientras lloraba, sopló una suave brisa, desapareció el hedor a alquitrán y carroña y el mundo se convirtió en un jardín florido. Oyó tintinear a lo lejos brazaletes, risas, corrientes de agua; los sonidos iban acercándose y los párpados, los sobacos y la garganta del ermitaño se refrescaron. Alzó los ojos. Ante él, sobre una piedra, una serpiente con ojos y pecho de mujer se relamía y le miraba. El ermitaño retrocedió, aterrado. ¿Era una serpiente, una mujer o un espíritu maligno del desierto? Una serpiente semejante se había enroscado en el árbol prohibido del Paraíso y había seducido al primer hombre y a la primera mujer, para que juntos trajeran el pecado al mundo… Oyó una risa y una voz femenina dulce y zalamera:
– Me apiadé de ti, hijo de María. Gritaste. «¡No quiero estar solo!» Me apiadé de ti y acudí. ¿Qué quieres de mí?
– No quiero nada de ti; no te llamé. ¿Quién eres?
– Tu alma.
– ¡Mi alma! -exclamó Jesús y se tapó los ojos con horror.
– Tu alma. Tienes miedo de quedarte solo. Tu abuelo Adán también lo tenía y gritó: «¡Socorro!» Su carne y su alma se unieron y la mujer surgió de su costado para hacerle compañía…
– ¡No quiero! ¡No quiero! ¡Me acuerdo de la manzana que ofreciste a Adán y del ángel que empuña la espada!
– Precisamente por eso, porque recuerdas tales cosas, gritas y no puedes encontrar tu camino. Pero yo te lo mostraré. Dame la mano, no mires atrás, no recuerdes nada. Mira mi pecho, que avanza, y síguelo, esposo mío. El conoce el camino y no se equivoca.
– Me conducirás al dulce pecado y al Infierno. No te seguiré. Otro es mi camino.
Crepitó una risita burlona y los dientes afilados, venenosos, aparecieron:
– ¿Quieres seguir las huellas de Dios, las huellas del águila, gusano de la tierra? ¿Quieres cargar, tú que no eres más que el hijo del carpintero, con los pecados de todo un pueblo? ¿Acaso no te bastan tus propios pecados? ¡Qué desvergüenza creer que tienes la obligación de salvar al mundo!
«Tiene razón… Tiene razón… -pensó el ermitaño temblando-. ¡Qué desvergüenza querer salvar al mundo!
– Debo revelarte un secreto, amado hijo de María… -la serpiente dulcificó la voz y sus ojos centellearon.
Bajó de la piedra deslizándose como una corriente de agua y comenzó, tornasolada, a reptar y acercarse. Llegó a los pies del ermitaño, se subió a sus rodillas, se arrolló allí, tomó impulso, se arrastró sobre sus muslos, sobre sus caderas, sobre su pecho y fue a apoyarse contra su hombro. A pesar suyo, el ermitaño se inclinó para escucharla. La serpiente comenzó a lamer la oreja de Jesús, quien oyó su voz hechicera, muy remota, como si llegara desde Galilea, desde las orillas del lago de Genezaret:
– Magdalena… Magdalena… Magdalena…
– ¿Qué? -dijo Jesús, estremeciéndose-. ¿Qué pasa con Magdalena?
– …¡A ella debes salvar! -silbó la serpiente en tono súbitamente imperioso-. A ella, a Magdalena, debes salvar y no a la Tierra, olvídate de la Tierra.
Jesús sacudió nerviosamente la cabeza para apartar a la serpiente, pero ésta agitaba su lengua en su oído y le hablaba:
– Su cuerpo es hermoso, tibio, hábil. Todas las naciones pasaron sobre él, pero Dios te lo ha destinado desde tu infancia. ¡Tómalo! Dios ha hecho al hombre y a la mujer para que encajen como la llave y la cerradura. ¡Ábrela! En ella están tus hijos, entumecidos, hechos un ovillo; esperan que tú soples sobre ellos para tener calor, levantarse y salir, para caminar bajo el sol… ¿Oyes lo que te digo? Eleva los ojos y hazme una señal. Hazme una señal, amado mío, y al instante te traeré a tu mujer, en un lecho fresco.
– ¿Mi mujer?
– Tu mujer. Del mismo modo yo, dice Dios, desposé a la prostituta Jerusalén. Las naciones pasaron sobre ella, pero yo la desposé para salvarla. Del mismo modo el profeta Oseas desposó a la prostituta Gomer, hija de Diblaim. Y así Dios te ordena que duermas con María Magdalena, que tengas hijos con ella, que es tu mujer, para salvarla.
La serpiente había apoyado ahora su pecho duro, fresco y redondo sobre el pecho de Jesús. Se arrastraba lentamente, enroscándose, y lo enlazaba. Jesús palideció, cerró los ojos y vio el cuerpo firme y cimbreante de Magdalena, que caminaba balanceándose indolentemente por la orilla del lago de Genezaret, mirando a lo lejos, hacia el Jordán, y suspirando. Magdalena extendió los brazos… ¡lo buscaba a él! Su seno estaba lleno de niños, los suyos. El no tenía más que hacerle una seña para ser feliz. ¡Cómo cambiaría su vida, cómo se dulcificaría y humanizaría! ¡Aquél era el camino! Volvería a Nazaret, a casa de su madre, se reconciliaría con sus hermanos… Aquello de querer salvar el mundo y morir por el hombre no eran más que locuras de juventud, pero felizmente Magdalena había aparecido. El se había curado, había vuelto a su taller, trabajaba en su querido oficio, fabricaba de nuevo cunas, alcancías, carretas, tenía hijos y se había convertido en un hombre como los demás. Había ordenado su vida. Los campesinos lo respetaban y se levantaban cuando él pasaba; trabajaba toda la semana y los sábados iba a la sinagoga con vestiduras limpias, de lino y de seda, que le había tejido su mujer, Magdalena, adornado con un fino pañuelo de cabeza y el anillo de oro de casado en el dedo… Tenía una silla en el coro de los ancianos de la aldea y estaba sentado y escuchaba, apacible e indiferente, a los escribas y los fariseos que excitados y medio locos, sudaban sangre y agua para explicar las Santas Escrituras… Sonreía disimuladamente y los miraba con conmiseración: ¡cómo se equivocaban aquellos eruditos! En cambió él, con toda calma y seguridad, explicaba las Santas Escrituras casándose, teniendo hijos, fabricando cunas, alcancías, carretas…
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