Nikos Kazantzakis - La Última Tentación
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Se puso en pie. ¿De dónde sacó fuerzas para levantarse y para hacer ademán, durante un buen rato, de ceñirse una espada invisible, al tiempo que rugía como un león? Se ajustó el ceñidor y gritó: «¡En marcha!» Se volvió; el león había desaparecido. Oyó sobre él una risa que conmovía el aire y una voz que decía: «¡Mira!» Un relámpago rasgó la noche y quedó suspendido en el firmamento. Bajo el relámpago inmóvil había ciudades fortificadas, casas, calles, plazas, hombres; y a los costados, llanuras, montañas, el mar. A la derecha se extendía Babilonia; a la izquierda, Jerusalén y Alejandría, y del otro lado del mar, Roma. Volvió a oír la voz: «¡Mira!»
Levantó los ojos. Un ángel de alas amarillas se abatió de cabeza desde el cielo. Jesús oyó un lamento; en los cuatro reinos los hombres alzaban las manos al cielo y las manos caían roídas por la lepra. Abrían la boca para gritar: «¡Socorro!», y los labios caían roídos por la lepra. Las calles se llenaron de manos, de narices y de labios.
Cuando Jesús tendía los brazos y se disponía a gritar a Dios: «¡Apiádate de los hombres!», un segundo ángel de alas abigarradas y que llevaba cascabeles en los tobillos y en el cuello se abatió de cabeza desde lo alto del cielo. Bruscamente estallaron risas y risotadas en toda la superficie de la tierra; los leprosos corrían, enloquecidos, y lo que quedaba de sus cuerpos reventaba de risa.
Jesús se tapó los oídos para no oír; temblaba. Entonces un tercer ángel, de alas rojas, cayó del cielo como un meteoro. Eleváronse cuatro hogueras, cuatro columnas de humo que envolvieron las estrellas. Sopló una leve brisa, el humo se dispersó y Jesús miró: los cuatro reinos eran cuatro puñados de cenizas.
Volvió a oír la voz: «He ahí los reinos de la tierra que te dispones a conquistar, desgraciado. Has visto a mis tres ángeles amados: la Lepra, la Locura y el Fuego. ¡Ha llegado el día del Señor, mi día!», rugió la voz, y el relámpago desapareció.
Al alba, Jesús había descendido de la piedra y conservaba el rostro hundido en la arena. Debía haber llorado mucho durante la noche, pues sus ojos estaban hinchados y le ardían. Miró a su alrededor… ¿Era acaso aquella extensión infinita de arena su alma? La arena ondulaba, se animaba. Oía gritos penetrantes, risas zumbonas, sollozos. Animalejos de los bosques, especies de liebres, de ardillas, de garduñas, avanzaban a saltos hacia él. Todos tenían ojos rojos semejantes a rubíes. «Llega la locura -pensó-, llega la locura para devorarme…» Lanzó un grito y los animales desaparecieron. Un arcángel, que llevaba una media luna colgada del cuello y una estrella alegre entre las cejas, se irguió ante él y desplegó sus alas verdes.
– Arcángel -murmuró Jesús y se tapó los ojos con la mano para no deslumbrarse.
– El arcángel plegó las alas y sonrió:
– ¿No me reconoces? -dijo-. ¿No te acuerdas de mí?
– ¡No! ¡No! ¿Quién eres? Aléjate, arcángel; me deslumbras.
– Recuerda que cuando eras niño y aún no sabías andar, te colgabas de la puerta de tu casa, del vestido de tu madre, para no caer y gritabas en el fondo de ti mismo, gritabas con todas las fuerzas de tu alma: «¡Dios mío, hazme Dios! ¡Dios mío, hazme Dios! ¡Dios mío, hazme Dios!»
– No me hagas pensar en aquella blasfemia impúdica. ¡Lo recuerdo!
– Yo soy aquella voz que hablaba en ti; yo gritaba. Y soy yo quien continúa gritando, pero tú aparentas no oírme porque tienes miedo. Pero, lo quieras o no, me oirás porque llegó la hora. Antes de que nacieras te elegí entre todos los hombres. Actúo y resplandezco ante ti, no permito que te abandones a las pequeñas virtudes, a las pequeñas alegrías, a la felicidad. Hace poco, en este desierto al que te conduje, apareció la mujer y la eché; aparecieron los reinos de la tierra y los eché. Yo los eché; yo, y no tú. Te reservo un destino mucho más grande, mucho más difícil.
– ¿Más grande, más difícil?
– ¿Qué deseabas cuando eras niño, qué pedías a gritos? Convertirte en Dios. ¡Y en eso te convertirás!
– ¿Yo? ¿Yo?
– No te dejes intimidar, no gimas; en eso te convertirás. Ya te has convertido en Dios. ¿Qué palabras crees que profirió la paloma silvestre sobre tu cabeza, en el Jordán? «¡Tú eres mi hijo, mi hijo único!», tal es la nueva que te trajo la paloma, silvestre. No era una paloma, sino el arcángel Gabriel. ¡Salve, hijo único de Dios!
Dos alas se estremecieron en el pecho de Jesús; sintió que un gran lucero matutino ardía entre sus cejas. Una voz resonó en él: «No soy un hombre, no soy un ángel, no soy tu servidor; soy tu hijo, Adonay. Me sentaré en tu trono para juzgar a los vivos y a los muertos y tendré en mi mano derecha, para jugar con ella, una bola: el mundo. ¡Hazme sitio, deja que me siente!» Una violenta risa estalló en el aire. Jesús se sobresaltó; el ángel había desaparecido. El ermitaño lanzó un grito desgarrador:
– ¡Lucifer! -y cayó con el rostro en la arena.
– Hasta pronto -dijo una voz burlona-. ¡Pronto nos volveremos a ver!
– Jamás! -rugió Jesús-. Jamás, Satán! -conservaba el rostro hundido en la arena.
– ¡Nos volveremos a ver! -repitió la voz-. ¡Para Pascua, desdichado!
Jesús comenzó a lamentarse. Sus lágrimas corrían por la arena. Durante largas horas el llanto lavó, purificó su alma. Hacia el crepúsculo sopló una fresca brisa, el sol se suavizó y a lo lejos las montañas adquirieron un tinte rosado. Entonces Jesús oyó una voz compasiva y una mano invisible le tocó el hombro.
– Levántate. Ha llegado el día del Señor. Corre a llevar la nueva a los hombres. ¡Ya estoy aquí!
XVIII
¿Cómo había podido cruzar el desierto, llegar al Mar Muerto, volver sobre sus pasos, penetrar en tierras labradas y aspirar de nuevo el aire adensado por el aliento de los hombres? No era él quien caminaba, pues no hubiera tenido fuerzas para hacerlo. Dos manos invisibles lo sostenían por los sobacos. La nube diáfana que había aparecido en el desierto se volvió más oscura e invadió todo el cielo. Oyéronse truenos y comenzaron a caer las primeras gotas. La tierra se oscureció a su vez y los caminos desaparecieron. Bruscamente se abrieron las esclusas del cielo y Jesús alargó el hueco de la mano, que se llenó de agua; bebió. Se detuvo. ¿Adonde debía dirigirse? Los relámpagos rasgaban el cielo y el rostro de la tierra centelleaba durante algunos instantes -azul, amarillo, lívido- para volver a sumergirse en seguida en las tinieblas. ¿Hacia dónde estaba Jerusalén, hacia dónde Juan Bautista? ¡Y sus compañeros lo esperaban en el cañaveral del río! «¡Dios mío -murmuró-, ilumíname, lanza un relámpago, señálame el camino!» Apenas hubo hablado, un relámpago hendió el cielo justamente ante él. Dios le había dado una señal y avanzó con seguridad en la dirección del relámpago.
Llovía torrencialmente; las aguas viriles del cielo caían para unirse con las aguas femeninas de la tierra, con los lagos y los ríos. Confundíanse el cielo, la tierra y la lluvia y lo empujaban hacia los hombres. Chapoteaba en el fango y su pie quedaba apresado en las zarzas y se hundía en fosos. Al resplandor de un relámpago vio frente a él un granado cargado de frutos. Cogió una granada; su mano se llenó de rubíes y su garganta se refrescó. Cogió otra y luego otra; comió y bendijo la mano que había plantado el granado; su carne se fortaleció y reanudó la marcha. Caminaba, caminaba. ¿Era de día o de noche? Reinaba la oscuridad. El barro pesaba en sus pies y le parecía que al caminar levantaba la tierra entera. Súbitamente, a la luz de los relámpagos, percibió ante él, encaramado en una colina, un villorrio. Bajo los relámpagos, sus casas blancas se iluminaban y se apagaban. Su corazón saltó de alegría. Aquellas casas estaban habitadas por hombres, por hermanos. Estaba ansioso por estrechar la mano de un hombre, por aspirar un olor humano, por comer pan, beber vino y hablar. ¡Cuánta sed de soledad había tenido durante años! Vagaba por campos y montañas, hablaba con las aves y los animales salvajes y rehuía el trato de los hombres. ¡Y ahora, qué alegría sentía pensando en poder estrechar la mano de un hombre!
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