Nikos Kazantzakis - La Última Tentación
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Llenó los vasos y bebieron. Llenó de nuevo el suyo y volvió a beber.
– Ahora os pondré en el horno una cabeza de cordero, algo especial. ¡Os relameréis!
Se dirigió con paso vivo al patio, donde él mismo había construido un hornillo: llevó ramitas secas y sarmientos, encendió fuego, metió en el horno el asador con la cabeza de cordero y luego fue a reunirse con sus amigos. Estaba excitado por el vino y tenía ganas de discutir.
Pero los compañeros no estaban para bromas. Apretados uno junto a otro cerca del fuego, mantenían los ojos clavados en la puerta; se encontraban inquietos; querían partir. Cambiaban dos palabras casi sin abrir la boca e inmediatamente volvían a guardar silencio. Judas se levantó y fue hasta la puerta. Le asqueaba ver a aquellos cobardes a quienes el miedo había hecho perder el juicio. ¡Cómo se habían apresurado, a qué velocidad habían recorrido el camino desde el Jordán a Jerusalén para ir a esconderse, más muertos que vivos, en aquella taberna escondida! Y allí, con el oído aguzado, temblaban como liebres y se alzaban sobre la punta de los pies, listos para huir… «¡El diablo cargue con vosotros, galileos fanfarrones! Dios de Israel, te agradezco que no me hayas hecho a su sucia imagen. Yo nací en el desierto y estoy amasado con granito árabe y no con blanda tierra galilea. Y todos vosotros, que lo mimabais y que le prodigabais juramentos y besos ahora habéis exclamado: "¡sálvese quien pueda!" Pero yo, el salvaje, el pelirrojo maldito, el degollador, yo no lo abandono y le esperaré aquí hasta que vuelva del desierto del Jordán. Quiero ver qué trae. Entonces decidiré. Porque yo no me preocupo por mi pellejo. Sólo me importa una cosa: el sufrimiento de Israel.»
Oyó en la taberna voces ahogadas que discutían. Se volvió.
– Opino que debemos regresar a Galilea. Allí estaremos seguros. ¡Acordaos de nuestro lago, muchachos! -decía Pedro, lanzando suspiros. Vio su barca verde balanceándose en las aguas azules y sintió nostalgia; vio los guijarros, las adelfas, las redes cargadas de peces y sus ojos se arrasaron de lágrimas-. ¡Vámonos, muchachos! -exclamó-. ¡Partamos!
– Le hemos prometido esperarlo en esta taberna. El honor nos obliga a cumplir nuestra palabra -dijo Santiago.
– Le pediremos al cirenaico -propuso Pedro, para solucionar las cosas- que le diga, si viene…
– ¡No, no! -replicó Andrés-. No podemos dejarlo solo en esta ciudad feroz. Le esperaremos aquí.
– Yo soy de la opinión de regresar a Galilea -repitió con terquedad Pedro.
– Hermanos -dijo Juan, asiendo con un ademán de súplica las manos y los hombros de sus compañeros-, hermanos, pensad en las últimas palabras del Bautista. Extendió los brazos bajo la espada del verdugo y exclamó: «Jesús de Nazaret, abandona el desierto! ¡Yo me voy! ¡Ven tú al encuentro de los hombres! ¡Ven, no dejes solo el mundo!» Estas palabras poseen un sentido profundo, compañeros. Que Dios me perdone si pronuncio una blasfemia, pero…
Su voz se quebró. Andrés le cogió la mano y dijo:
– Habla, Juan. ¿Qué cosa terrible presientes, que no te atreves a revelar?
– …Si nuestro maestro fuera el… -balbuceó.
– ¿Quién?
La voz de Juan resonó, débil, ahogada, llena de terror.
– …¡el Mesías!
Todos se sobresaltaron. ¡El Mesías! ¡Habían pasado mucho tiempo junto a él y aquella idea jamás se les había ocurrido! Al principio le creían un hombre animoso, un santo que traía el amor al mundo; más tarde lo habían tomado por un profeta, aunque no por un profeta salvaje como los antiguos, sino alegre mejor domesticado. Hacía descender a la tierra el reino de los cielos, es decir la vida fácil y la justicia. Llamó Padre al Dios de Israel, a aquel Dios terco, al Dios de sus antepasados, a Jehová; y apenas le hubo llamado padre, aquel Dios se había ablandado y todos los hombres se habían convertido en hijos suyos… Y ahora, ¿qué palabra se había escapado de los labios de Juan?… ¡El Mesías!
¡Aquello equivalía a decir la espada de David, la omnipotencia de Israel, la guerra! ¡Y ellos, los discípulos, los primeros que le siguieron, serían grandes señores, tetrarcas y patriarcas que rodearían su trono! ¡Del mismo modo que Dios está rodeado en el cielo de ángeles y arcángeles, ellos serían tetrarcas y patriarcas en el reino de la tierra! Sus ojos despedían chispas.
– Retiro lo que dije, compañeros -dijo Pedro, completamente ruborizado-. Jamás le abandonaré!
– ¡Yo tampoco!
– ¡Yo tampoco!
– ¡Yo tampoco!
Judas escupió con cólera y descargó un puñetazo en el marco de la puerta.
– ¡Vaya, qué valientes! -les gritaba-. Cuando lo creíais débil no pensabais más que en huir. Pero ahora que habéis olfateado esplendores, decís: «Jamás le abandonaren ¡Pues bien, todos le abandonaréis un día, lo dejaréis completamente solo! ¡Acordaos de lo que os digo! ¡Yo seré el único que no le traicionará! ¡Tú, Simón de Cirene, eres testigo de mis palabras!
El tabernero, que los escuchaba y reía tras sus largos bigotes, guiñó el ojo a Judas y dijo:
– ¡Míralos, y éstos son los que quieren salvar el mundo!
Pero sus narices sintieron un olor procedente del patio y exclamó:
– ¡Se quema la cabeza de cordero! -Fue corriendo al patio.
Los compañeros se miraban entre sí, confusos.
– ¡Por eso el Bautista, al verlo, se quedó con la boca abierta! -dijo Pedro, golpeándose la frente.
– ¿Y visteis la paloma que revoloteó sobre su cabeza cuando se hacía bautizar?
– No era una paloma; era un relámpago.
– No, no, era una paloma; zureaba.
– No zureaba, hablaba. La oí muy bien. Decía: ¡Santo! ¡Santo! ¡Santo!
– ¡Era el Espíritu Santo! -dijo Pedro, y sus ojos se llenaron de alas de oro-. ¡El Espíritu Santo descendió del cielo y todos quedamos petrificados, recordadlo! Yo quise mover el pie para acercarme pero estaba entumecido, ¡y no pude moverme! Quería gritar, pero mis labios no llegaban a juntarse. El viento se detuvo y todo -las cañas, el río, los hombres, las aves- todo quedó paralizado de espanto. Únicamente se movía la mano del Bautista, se movía gravemente y lo bautizaba…
– ¡Yo nada vi, nada oí! -dijo Judas, irritado-. Vuestros ojos y vuestros oídos estaban ebrios.
– ¡Tú no has visto, pelirrojo, porque no has querido ver! -replicó rudamente Pedro.
– Y tú tienes visiones. Tú viste porque querías ver. Tenías deseos de ver al Espíritu Santo y viste al Espíritu Santo. Y lo más gracioso es que ahora haces que lo vean estos atolondrados. ¡Los confundes!
Hasta ese momento Santiago había escuchado sin pronunciar palabra. Se comía las uñas y callaba, pero ya no pudo contenerse y dijo:
– Escuchadme, compañeros, no nos abrasemos como la paja. Analicemos con calma ¡a cuestión. Primero ¿es cierto que el Bautista ha pronunciado tales palabras antes de que le cortaran la cabeza? Me resulta muy difícil creerlo. ¿Estuvimos allí alguno de nosotros para oírlo? En segundo lugar, aun cuando el Bautista pensara aquellas palabras, no las habría pronunciado porque el rey hubiera enviado espías para saber quién era aquel Jesús que estaba en el desierto; lo hubiera apresado y lo hubiera degollado, igual que al Bautista. Dos y dos son cuatro, como dice mi anciano padre. Así que, ¡no nos calentemos los sesos!
Pero Pedro se enfadó y dijo:
– ¡Yo digo que dos y dos son catorce! La razón puede decir lo que quiera, ¡que el diablo se la lleve! ¡Sírvenos vino, Andrés! Ahoguemos el cerebro en vino para ver con claridad la cuestión!
Un coloso de mejillas arrugadas, descalzo y envuelto en una sábana blanca, entró en la taberna. De su cuello pendían hileras de amuletos; se llevó la mano al pecho y saludó:
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