Nikos Kazantzakis - La Última Tentación

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`La ultima tentacion de Cristo` cuenta la version de lo que hubiera pasado si Jesus hubiese abandonado su mision en la tierra para vivir como un hombre comun. La novela fue publicada en 1955 y causo gran revuelo. Su autor fallecio en 1957.

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El tabernero salió bruscamente de entre las barricas, donde se había agazapado.

– ¡Buena suerte, amigos! -exclamó- ¡Os deseo que salgáis con bien de vuestros jaleos! ¡Buen viaje, galileos! Cuando entréis en el Paraíso, según espero, no olvidéis el vino que os serví. ¡Ni la cabeza de cordero!

– Te lo prometo -le respondió Pedro. Su rostro se mostraba serio y agriado. Se sentía avergonzado de haber mentido por miedo. El maestro lo había advertido con toda seguridad y por eso había fruncido el entrecejo con tanta cólera. «¡Pedro, cobarde, mentiroso, traidor! -Se recriminaba a sí mismo-. ¿Cuándo te comportarás como un hombre? ¿Cuándo vencerás el miedo? ¿Cuándo dejarás de girar, veleta?»

Permanecía a la entrada de la taberna, esperando que el maestro indicara el camino que debían seguir. Pero el maestro, inmóvil, había aguzado el oído y escuchaba, del otro lado de la puerta de David, un canto amargo y monótono, entonado por voces agudas y cascadas. Eran los leprosos que se habían echado en el polvo y mostraban sus úlceras a los transeúntes, canturreando los esplendores de David y de la misericordia de Dios que les había dado la lepra para permitirles pagar sus faltas en esta tierra y de tal forma que luego, en la vida futura, su rostro resplandeciera eternamente, semejante a un sol.

Jesús se sintió invadido de tristeza. Volvió el rostro hacia la ciudad. Las tiendas, los puestos, las tabernas habían abierto y las calles estaban llenas de gente. ¡Cómo corrían, cómo vociferaban, cómo chorreaban sudor! Oíase un sordo rugido aterrador, hecho del ruido de los caballos, de los hombres, de los cuernos, de las trompetas, y la ciudad santa se le apareció de pronto como una fiera terrible, como una fiera enferma con las entrañas llenas de locura, de lepra y de muerte.

Las calles rugían cada vez más sonoramente y los hombres corrían cada vez más de prisa. «¿Por qué tienen tanta prisa? ¿Por qué corren? -pensó Jesús-. ¿Adonde van? -lanzó un suspiro y se dijo-: ¡Todos, todos corren hacia la muerte!»

Se turbó. Acaso su deber consistiera en quedarse allí, en aquella ciudad carnívora, y en subir al techo del Templo para gritar: «¡Arrepentios! ¡Ha llegado el día del Señor!» «Estos desdichados, estos hombres jadeantes que recorren las calles en todas direcciones necesitan arrepentirse y ser consolados más que los pescadores y los campesinos despreocupados de Galilea. ¡Aquí debo quedarme para comenzar a proclamar la ruina de la tierra y el reino de los cielos!»

Andrés no podía contener su pena y se acercó a él:

– Maestro -le dijo-, apresaron al Bautista y lo mataron.

– Qué le vamos a hacer -respondió con calma Jesús-; tuvo tiempo de cumplir su misión. Ojalá nosotros también lo tengamos, Andrés.

Vio henchidos de lágrimas los ojos del antiguo discípulo del Precursor.

– No te aflijas, Andrés -le dijo, tocándole, el hombro-. No está muerto. Sólo mueren los que no han tenido suficiente tiempo para convertirse en inmortales. Pero él tuvo tiempo; Dios se lo concedió.

Apenas pronunció estas palabras, su espíritu tuvo una iluminación. «Es cierto, todo en el mundo está a merced del tiempo.

El tiempo hace madurar todas las cosas. Si el hombre tiene tiempo, puede trabajar el barro humano de que está hecho y transformarlo en espíritu. Entonces ya no teme la muerte. Pero si no tiene tiempo, el hombre se pierde… Dios mío -suplicó para sus adentros Jesús-, Dios mío, dame tiempo… No te pido más que eso: tiempo…» Aún sentía en él demasiado barro, aún se sentía demasiado humano. Aún se encolerizaba, aún tenía miedo, aún sentía celos. Y cuando pensaba en Magdalena, su mirada se turbaba. Incluso la noche anterior, cuando miraba a hurtadillas a María, la hermana de Lázaro…

Se ruborizó y bruscamente adoptó una decisión: «Debo abandonar esta ciudad. Aún no llegó la hora de mi muerte. Aún no estoy preparado… Dios mío -suplicó nuevamente-, dame tiempo; tiempo, nada más que tiempo…» Hizo una señal a sus compañeros y dijo:

– Compañeros, volvemos a Galilea. ¡En el nombre del cielo!

Los compañeros corrían hacia el lago de Genezaret como caballos fatigados y hambrientos que se dirigen hacia la querida cuadra. El pelirrojo Judas abría la marcha y avanzaba silbando. Hacía años que no sentía tan alegre su corazón. Ahora le agradaban mucho el rostro, la aspereza y la voz del maestro… «Mató al Bautista -se repetía incesantemente- y lo lleva en sí; el cordero y el león se han confundido para no formar más que un solo ser. ¿Será el Mesías, como los monstruos antiguos, león y cordero a la vez?» Marchaba silbando. «No es posible que continúe guardando silencio; una de estas noches, antes de que lleguemos al lago, despegará los labios. Nos dirá su secreto; sabremos entonces qué hizo en el desierto, si vio al Dios de Israel y qué cosas se dijeron. Entonces juzgaré.»

Pasó la primera noche. Jesús, silencioso, miraba las estrellas. A su alrededor, los compañeros, fatigados, dormitaban. Sólo centelleaban en la oscuridad los ojos azules de Judas… Ambos velaban, uno frente a otro, sin hablar.

Reanudaron la marcha al despuntar el día. Dejaron atrás las piedras de Judea y entraron en las tierras blancas de Samaría. El pozo de Jacob estaba desierto; ninguna mujer sacaba agua de él para darles de beber. Cruzaron rápidamente las tierras heréticas hasta que aparecieron las amadas montañas: el Hermón cubierto de nieve, el risueño Tabor y el santo Carmelo.

Caía la noche; se acostaron bajo un tupido cedro desde donde vieron desaparecer el sol. Juan dijo la oración vespertina: «Abrenos tu puerta, Señor. El día se va, cae el sol, el sol desaparece. Nos presentamos ante tu puerta, Señor, ábrenos. Te suplicamos, Eterno, que nos perdones. Te suplicamos, Eterno, que tengas piedad de nosotros. ¡Sálvanos, Eterno!»

El aire presentaba un tinte azul oscuro, el cielo había perdido al sol y aún no había hallado las estrellas y se inclinaba hacia la tierra, despojado de sus ornatos. En aquella penumbra incierta destacaban las manos finas y alargadas de Jesús, posadas en tierra, completamente blancas. La oración vespertina aún circulaba por el aire produciendo su efecto. Oía las manos de los hombres que golpeaban, desesperadas, temblorosas, a la puerta del Señor; pero la puerta no se abría. Los hombres golpeaban y gritaban. ¿Qué gritaban?

Cerró los ojos para oír mejor. Las aves diurnas se habían recogido en los nidos y las nocturnas no habían aún abierto los ojos; las aldeas de los hombres estaban lejos y no se oía ni un solo rumor humano, ni un solo ladrido. Los compañeros murmuraban la oración vespertina, pero tenían sueño y las palabras sagradas naufragaban en el fondo de sus seres, sin hallar eco. Pero Jesús oía en su interior a los hombres que golpeaban a la puerta del Señor, que golpeaban a su propio corazón. Golpeaban a su corazón cálido de hombre y gritaban:

– ¡Ábrenos! ¡Ábrenos! ¡Sálvanos!

Jesús se llevó la mano al pecho como si él mismo golpeara y suplicara a su corazón que se abriera. Y mientras luchaba creyéndose completamente solo, sintió que a sus espaldas alguien lo miraba. Se volvió. Los ojos fríos de Judas estaban clavados en él. Jesús se estremeció. El pelirrojo era una fiera orgullosa, indomable. Era el compañero a quien sentía más cerca y, a la vez, más lejos de su persona. Al parecer, no tenía que dar cuentas de sus actos más que a sí mismo. Jesús le tendió la mano derecha y le dijo:

– Hermano Judas, mira. ¿Qué tengo aquí?

El pelirrojo alargó el cuello en la oscuridad.

– Nada -respondió-. No veo. nada.

– Pronto lo verás -dijo Jesús sonriendo.

– El reino de los cielos -dijo Andrés.

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