Nikos Kazantzakis - La Última Tentación

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`La ultima tentacion de Cristo` cuenta la version de lo que hubiera pasado si Jesus hubiese abandonado su mision en la tierra para vivir como un hombre comun. La novela fue publicada en 1955 y causo gran revuelo. Su autor fallecio en 1957.

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– La simiente -dijo Juan-. ¿Te acuerdas, maestro, de lo que nos dijiste la primera vez que nos hablaste, a orillas del lago: «El sembrador salió para sembrar su simiente»?

– ¿Y tú, Pedro? -preguntó Jesús.

– ¿Qué quieres que te diga, maestro? Si interrogo a mis ojos, nada. Si interrogo a mi corazón, todo. Mi espíritu oscila entre los dos.

– ¿Y tú, Santiago?

– Nada. No tienes nada, maestro, perdóname.

– ¡Mirad! -dijo Jesús, y alzó el brazo con violencia. Al ver que lo alzaba y lo bajaba violentamente, los compañeros sintieron miedo. Las mejillas de Judas enrojecieron de alegría y todo su rostro resplandeció. Cogió la mano de Jesús y la besó.

– ¡Maestro -exclamó-, lo he visto! ¡Lo he visto! ¡Empuñas el hacha del Bautista!

Pero enseguida sintió vergüenza. Estaba furioso por no haber contenido su alegría. Se apartó nuevamente del grupo y fue a apoyarse contra el tronco del cedro. Oyóse entonces, calma, grave, la voz del maestro:

– Me la trajo y la colocó al pie del árbol podrido. Para eso nació, para traérmela. El no podía ir más lejos. Yo vine, me agaché y tomé el hacha. Para eso nací. Ahora comienza mi verdadera misión, que consiste en abatir el árbol podrido… Creía que era un novio y que llevaba en la mano una rama de almendro en flor, cuando en realidad era un leñador. ¿Recordáis cómo paseábamos, cómo bailábamos en Galilea, cómo proclamábamos: La tierra es hermosa, la tierra y el cielo se confunden y pronto el Paraíso va a abrirse para que entremos en él? Aquello era un sueño, compañeros; nos hemos despertado.

– ¿No existe el reino de los cielos? -aulló Pedro, espantado.

– Existe, Pedro, existe; pero está en nosotros. En nosotros está el reino de los cielos y fuera de nosotros el reino del Maligno. Los dos reinos libran una lucha. ¡Una guerra! ¡Nuestro primer deber es abatir a Satán con este hacha!

– ¿Qué Satán?

– Este mundo que nos rodea. Animo, compañeros; no os invité a una boda sino a la guerra. No lo sabía, perdonadme. ¡Pero aquél de vosotros que sueñe con tener una mujer, hijos, campos, que sueñe con la felicidad… que se vaya! No debe avergonzarse. Que se levante, se despida tranquilamente de nosotros y se vaya en paz. Aún está a tiempo.

Calló. Paseó la mirada por los compañeros que lo rodeaban; nadie se movió. El lucero vespertino relucía tras las ramas negras del cedro, como una gran gota de agua. Las aves nocturnas batieron las oscuras alas y se despertaron. De las montañas descendió una fresca brisa. Reinaba una extraña dulzura. Pedro se puso en pie de pronto y exclamó:

– ¡Maestro, te seguiré como tu sombra! Lucharé junto a ti hasta la muerte.

– Acabas de pronunciar palabras graves, Pedro. No me gusta que hables así. Nos internamos por un camino difícil y los hombres nos harán la guerra. ¿Acaso queremos nuestra propia salvación? ¿Acaso el pueblo no lapidó a todos los profetas que se alzaron para salvarlo? Nos internamos por un camino difícil, Pedro, y será necesario que frenes tus impulsos. Domina tu alma, Pedro. La carne es débil; no confíes en ella… ¿Oyes, Pedro? A ti te hablo.

De los ojos de Pedro brotaron lágrimas.

– ¿No tienes confianza en mí, maestro? -murmuró-. El hombre al que miras de esa forma y en el que no confías, un día morirá por ti.

Jesús adelantó la mano, tomó la rodilla de Pedro y la acarició.

– Es posible… Es posible… -murmuró-. Perdóname, amado Pedro. Se volvió hacia los demás y dijo-: Juan Bautista bautizaba con agua y lo mataron. Yo bautizaré con fuego, os lo digo claramente esta noche para que no quepa duda alguna y no os quejéis cuando lleguen las horas terribles. Antes de partir os digo adonde vamos: a la muerte. Y después de la muerte, a la inmortalidad. Tal es el camino. ¿Estáis dispuestos a seguirme?

Los compañeros quedaron petrificados. Ya no jugaba ni bromeaba aquella voz que, repentinamente, se había vuelto severa. Llamaba a las armas. ¿Era menester, pues, morir para entrar en el reino de los cielos? ¿No había otro camino? Eran hombres sencillos, pobres e incultos. El mundo era de los ricos y todopoderosos, ¿cómo podrían medirse con ellos? ¡Si descendieran ángeles del cielo para ayudarlos! Pero ninguno había visto a un ángel que acudiera en socorro de los pobres y de los menesterosos. Por ello, callaban y sopesaban una y otra vez el peligro. Judas los observaba de reojo y sonreía altivamente. Era el único que no dudaba. Entraba en guerra despreciando la muerte, sin preocuparse por su cuerpo y ni siquiera por su alma. Sólo alimentaba una única y gran pasión y le exaltaba perecer por ella.

Al fin Pedro dijo:

– Maestro, ¿acudirán los ángeles del cielo para socorrernos?

– Nosotros somos los ángeles de Dios en la tierra, Pedro -respondió Jesús-. No hay más ángeles.

– Pero, ¿podremos vencer completamente solos? ¿Qué piensas tú, maestro? -preguntó Santiago.

Jesús se puso en pie; sus cejas temblaban.

– ¡Idos! -exclamó-. ¡Dejadme solo!

Juan lanzó un grito:

– ¡Maestro, yo no te dejo solo! ¡Te seguiré hasta la muerte!

– Yo tampoco, maestro -dijo Andrés, abrazando las rodillas de Jesús.

Dos gruesas lágrimas rodaron por las mejillas de Pedro, pero nada dijo. Santiago bajó la cabeza; estaba avergonzado.

– ¿Y tú, hermano Judas? -preguntó Jesús, al ver que el pelirrojo, silencioso, lanzaba miradas feroces a todos sus compañeros.

– A mí no me agradan las frases hermosas -respondió brutalmente el pelirrojo-, ni lloro como Pedro. Mientras empuñes el hacha, estaré contigo. Pero si la abandonas, te abandono. Sabes que no te sigo a ti; sigo al hacha.

– ¿No te avergüenzas de hablar de ese modo al maestro? -dijo Pedro.

Pero Jesús se regocijó y dijo:

– Judas tiene razón. ¡Yo también sigo al hacha, compañeros!

Se echaron todos en tierra y se apoyaron contra el cedro. Multitud de estrellas aparecían en el cielo.

– A partir de este instante -dijo Jesús- desplegamos el estandarte de Dios y partimos a la guerra. Hay una estrella y una cruz bordadas en el estandarte de Dios. ¡Que Dios nos proteja!

Todos callaban. Tras tomar la decisión se sentían fortalecidos.

– Os contaré una parábola -dijo Jesús a sus compañeros, que ahora estaban sumergidos en la oscuridad-, la última antes de partir a la guerra. Sabed que la tierra reposa sobre siete columnas, que las siete columnas reposan sobre el agua, el agua sobre la nube, la nube sobre el viento, el viento sobre la tempestad y la tempestad sobre el rayo. Y el rayo está a los pies de Dios, como un hacha.

– No comprendo, maestro -dijo Juan, ruborizándose.

– Comprenderás cuando seas viejo, cuando vayas a vivir como un asceta en una isla, los cielos se abran sobre ti y tu cabeza llamee, Juan, hijo del Rayo -respondió Jesús, acariciando los cabellos de su amado compañero.

Calló. Aquélla era la primera vez que veía claramente qué era el rayo de Dios: un hacha llameante a los pies de Dios, de la cual estaban suspendidos la tempestad, el viento, la nube, el agua, toda la tierra. Durante años había vivido con los hombres, con las Santas Escrituras, pero nadie le había revelado el terrible secreto. Que el relámpago es el hijo de Dios, el Mesías. Era el Mesías el que iba a purificar la tierra.

– Compañeros de lucha -dijo, y por un instante Pedro vio en la oscuridad dos llamas que brotaban de su frente, semejantes a cuernos-, compañeros, he ido al desierto, como sabéis, para buscar a Dios. Sentía hambre, sentía sed, sufría fiebre y estaba sentado en una piedra con el cuerpo encogido; pedía a gritos a Dios que apareciera. Los demonios se abatían sobre mí como olas, como un mar, se rompían lanzando espuma y volvían a irse por donde habían venido. Primero se presentaron los demonios del cuerpo, y luego los del espíritu y del corazón. Pero yo tenía a Dios como un escudo de bronce y en la arena que me rodeaba quedaron esparcidos restos de uñas, de dientes y de cuerpos. Entonces oí una gran voz: «¡Levántate, empuña el hacha que te dejó el Precursor y golpea!»

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