Cuando después de tres o cuatro horas de carrera, de galope, de trote, de pasos, de resbalones, de caídas e, incluso, de revolcones, vi aparecer la silueta de la Sastrecilla, sentada en una piedra que dominaba unas tumbas en forma de montículos, me alivió la sensación de ver exorcizado el espectro de mi vieja pesadilla.
Reduje el paso y caí al suelo, en el borde del sendero, agotado, con el vientre vacío y rugiente y la cabeza dándome vueltas.
El paisaje me era familiar. Allí, pocos meses antes, había conocido a la madre del Cuatrojos.
Afortunadamente, me dije, la Sastrecilla había hecho un alto allí. Tal vez había querido, de paso, despedirse de sus antepasados maternos. A Dios gracias, aquello ponía, por fin, término a nuestra carrera antes de que mi corazón estallara o me volviera loco.
Me hallaba a unos diez metros por encima de la Sastrecilla, y la posición me permitió contemplar, desde lo alto, la escena del reencuentro, que comenzó cuando ella volvió la cabeza hacia Luo, que se aproximaba. Exactamente como yo, él cayó al suelo sin fuerzas.
No podía creer lo que estaba viendo: la imagen se congeló. La muchacha con chaqueta de hombre, cabellos cortos y calzado blanco, sentada en la roca, permaneció inmóvil mientras el muchacho, tendido en el suelo, contemplaba las nubes sobre su cabeza. Yo no tenía la impresión de que estuvieran hablando. Al menos, no oía nada. Me hubiera gustado asistir a una escena violenta, con gritos, acusaciones, explicaciones, llantos, insultos; pero nada. El silencio. Sin el humo del cigarrillo que salía de la boca de Luo, hubiera podido creerse que se habían transformado en estatuas de piedra..
Aunque, en semejantes circunstancias, el furor y el silencio sean, a fin de cuentas, lo mismo, y sea difícil comparar dos estilos de acusación cuyo impacto es distinto, tal vez Luo se equivocara de estrategia o se resignase demasiado pronto a la impotencia de las palabras.
Bajo una arista rocosa que sobresalía, encendí una hoguera con ramas y hojas secas. Saqué unas patatas dulces de la pequeña bolsa que había llevado conmigo, y las metí en las cenizas.
Secretamente, por primera vez, me enfadé con la Sastrecilla. Aunque limitándome a mi papel de espectador, me sentía tan traicionado como Luo, no ya por su partida, sino por el hecho de que me había ignorado, como si toda la complicidad que habíamos mantenido durante su aborto se hubiera esfumado de su memoria y, para ella, yo sólo hubiera sido, y sólo seguiría siendo, un amigo de su amigo.
Con el extremo de una rama, pinché una patata dulce del montón humeante, la palmeé, soplé y la limpié de tierra y cenizas. De pronto, desde abajo, me llegó por fin un rumor de frases pronunciadas por las bocas de las dos estatuas. Hablaban en voz muy baja, pero airada. Escuché vagamente el nombre de Balzac y me pregunté qué tenía él que ver con esta historia.
Precisamente cuando me alegraba de la interrupción del silencio, la imagen fija comenzó a moverse: Luo se levantó y ella bajó de un brinco de su roca. Pero en vez de arrojarse en brazos de su desesperado amante, cogió su hatillo y partió, con paso decidido.
– Espera -grité blandiendo la patata dulce-. ¡Ven a comer una patata! Las he preparado para ti.
Mi primer grito la hizo correr por el sendero, el segundo la propulsó más lejos aún, y el tercero la transformó en un pájaro que emprendió el vuelo sin concederse ni un instante de reposo. Se hizo cada vez más pequeña y desapareció.
Luo se reunió conmigo junto al fuego. Se sentó, pálido, sin un lamento ni una protesta. Fue unas horas antes del auto de fe.
– Se ha marchado -le dije.
– Quiere ir a una gran ciudad -me dijo-. Me ha hablado de Balzac.
– ¿Y qué?
– Me ha dicho que Balzac le había hecho comprender algo: la belleza de una mujer es un tesoro que no tiene precio.
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