Dai Sijie - Balzac y la joven costurera china

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Balzac y la joven costurera china: краткое содержание, описание и аннотация

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Dos adolescentes chinos son enviados a una aldea perdida en lasmontañas del Fénix del Cielo, cerca de la frontera con el Tíbet, paracumplir con el proceso de «reeducación» implantado por Mao Zedong afinales de los años sesenta. Soportando unas condiciones de vidainfrahumanas, con unas perspectivas casi nulas de regresar algún día asu ciudad natal, todo cambia con la aparición de una maleta clandestinallena de obras emblemáticas de la literatura occidental. Así pues,gracias a la lectura de Balzac, Dumas, Stendhal o Romain Roland, losdos jóvenes descubrirán un mundo repleto de poesía, sentimientos ypasiones desconocidas, y aprenderán que un libro puede ser uninstrumento valiosísimo a la hora de conquistar a la atractivaSastrecilla, la joven hija del sastre del pueblo vecino.
Con la cruda sinceridad de quien ha sobrevivido a una situaciónlímite, Dai Sijie ha escrito este relato autobiográfico que sorprenderáal lector por la ligereza de su tono narrativo, casi de fábula, capazde hacernos sonreír a pesar de la dureza de los hechos narrados. Ademásde valioso testimonio histórico, Balzac y la joven costurera china esun conmovedor homenaje al poder de la palabra escrita y al deseo innatode libertad, lo que sin duda explica el fenomenal éxito de ventas queobtuvo en Francia el año pasado, con más de cien mil ejemplaresvendidos apenas dos meses después de su publicación.

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En el camino de regreso, el poli herido decidió, muy a su pesar, abandonar la misión.

Aquella noche fue particularmente larga. Nuestra casa sobre pilotes me parecía desierta, húmeda, más sombría que antes. Un olor a casa abandonada flotaba en el ambiente. Un olor fácilmente reconocible: frío, rancio, cargado de moho, perceptible y tenaz. Diríase que nadie vivía allí. Aquella noche, para olvidar el dolor de mi oreja izquierda, volví a leer mi novela preferida, Jean-Christophe , a la luz de dos o tres lámparas de petróleo. Pero ni siquiera su agresivo humo pudo expulsar aquel olor, que me hacía sentir cada vez más perdido.

La oreja no sangraba ya, pero estaba magullada, hinchada, seguía doliéndome y me impedía leer. La palpé suavemente y sentí, de nuevo, un fuerte dolor que me puso rabioso.

¡Qué noche! Aún hoy la recuerdo, e incluso tantos años después sigo sin conseguir explicarme mi reacción. Aquella noche, con la oreja dolorida, di vueltas y vueltas en la cama que parecía tapizada de alfileres y, en vez de imaginar cómo vengarme y cortarle las orejas al celoso cojo, me vi de nuevo asaltado por la misma pandilla. Estaba atado a un árbol, me linchaban o me infligían torturas. Los últimos rayos del sol hacían brillar un cuchillo. Éste, blandido por el cojo, no se parecía al tradicional cuchillo de carnicero; su hoja era sorprendentemente larga y puntiaguda. Con la yema de los dedos, el cojo acariciaba suavemente el filo; luego, levantaba el arma y, sin ruido alguno, me cortaba la oreja izquierda. Caía al suelo, rebotaba y volvía a caer, mientras mi verdugo limpiaba la larga hoja salpicada de sangre. La llegada de la Sastrecilla llorando interrumpía el salvaje linchamiento, y la banda del cojo huía.

Me veía entonces desatado por aquella muchacha con las uñas de color rojo vivo, teñidas por la balsamina. Ella dejaba que yo metiera sus dedos en mi boca y que los lamiera con la punta de la lengua, sinuosa y ardiente. ¡Ah! El jugo espeso de la balsamina, aquel emblema de nuestra montaña coagulado en sus uñas brillantes, tenía un sabor dulzón y un olor casi almizclado que me procuraban una sensación sugestivamente carnal. En contacto con mi saliva, el rojo del tinte se hacía más fuerte, más vivo, y después se ablandaba, se convertía en lava volcánica, tórrida, que se hinchaba, silbaba, giraba en mi boca hirviente, como un verdadero cráter.

Luego el chorro de lava iniciaba libremente un viaje, una búsqueda; corría a lo largo de mi torso magullado, zigzagueaba por aquella llanura continental, rodeaba mis pezones, se deslizaba hacia mi vientre, se detenía en el ombligo, penetraba en su interior empujada por su lengua, la de ella, se perdía en los meandros de mis venas y mis entrañas, y acababa encontrando el camino que la llevaba a la fuente de mi virilidad conmovida, hirviente, anárquica, llegada a la edad de la independencia y que se negaba a obedecer las obligaciones, estrictas e hipócritas, que se había fijado el policía.

La última lámpara de petróleo vaciló y se apagó por falta de aceite, dejando al policía boca abajo en la oscuridad, entregándose a una traición nocturna y manchando sus calzones.

El despertador de números fosforescentes marcaba la medianoche.

– Estoy en un aprieto -me dijo la Sastrecilla.

Era al día siguiente de ser agredido por aquel enjambre de lúbricos pretendientes. Estábamos en su casa, en la cocina, envueltos por una humareda a veces verde y a veces amarilla, y por el olor del arroz que se cocía en la cacerola. Ella cortaba verduras y yo me encargaba del fuego, mientras que su padre, que había regresado de una gira, trabajaba en la estancia principal; se escuchaban los ruidos familiares y regulares de la máquina de coser. Al parecer, ni él ni su hija estaban al corriente de mi altercado. Ante mi sorpresa, no advirtieron la magulladura de mi oreja izquierda. Estaba yo tan absorto en la búsqueda de un pretexto para presentar mi dimisión que la Sastrecilla tuvo que repetir la frase para arrancarme de mi contemplación.

– Tengo grandes problemas.

– ¿Con la pandilla del cojo?

– No.

– ¿Con Luo? -pregunté, con la esperanza de un rival.

– Tampoco -dijo tristemente-. Me lo reprocho, pero es demasiado tarde.

– ¿De qué estás hablando?

– Tengo náuseas. Esta mañana he vuelto a vomitar.

Y entonces vi, con el corazón en un puño, que brotaban lágrimas de sus ojos, le corrían silenciosamente por el rostro y caían, gota a gota, en las hojas de las verduras y en sus manos, cuyas uñas estaban pintadas de roja.

– Mi padre matará a Luo si lo sabe -dijo llorando suavemente, sin un sollozo.

Desde hacía dos meses no tenía la regla. No se lo había dicho a Luo, quien, sin embargo, era responsable o culpable de aquella disfunción. Cuando se marchó, un mes antes, ella no se preocupaba aún.

De momento, aquellas lágrimas inesperadas e insólitas me conmovieron más que el contenido de su confesión. Hubiera querido tomarla en mis brazos para consolarla, sufría al verla sufrir, pero el pedaleo de su padre en la máquina de coser resonó como una llamada de la realidad.

Su dolor era difícil de consolar. A pesar de mi ignorancia casi total de las cosas del sexo, comprendía el significado de aquellos dos meses de retraso.

Muy pronto, contaminado por su desamparo, yo mismo derramé unas lágrimas sin que me viera, como si se tratara de mi propio hijo, como si fuera yo, y no Luo, quien había hecho el amor con ella bajo el magnífico ginkgo y en el agua límpida de la pequeña poza. Me sentía muy sentimental, muy cerca de ella. Habría dedicado mi vida a ser su protector, estaba dispuesto a morir soltero si eso hubiera podido atenuar su angustia. Me habría casado con ella, si la ley lo hubiera permitido, incluso de blanco, para que pariera legítimamente y con toda tranquilidad el hijo de mi amigo.

Lancé una ojeada a su vientre, oculto por un jersey rojo tejido a mano, pero sólo vi las convulsiones, rítmicas y dolorosas, debidas a su respiración difícil y a su llanto silencioso. Cuando una mujer comienza a llorar la ausencia de sus menstruos, es imposible detenerla. El miedo se apoderó de mí, y sentí que el temblor recorría mis piernas.

Olvidaba lo principal, es decir, preguntarle si quería ser madre a los dieciocho años. La razón del olvido era muy sencilla: la posibilidad de conservar al niño era nula, y tres veces nula. Ningún hospital, ninguna comadrona de la montaña aceptaría violar la ley trayendo al mundo al hijo de una pareja no casada. Y Luo sólo podría casarse con la Sastrecilla dentro de siete años, pues la ley prohibía el matrimonio antes de los veinticinco. Esta falta de esperanza se veía acentuada por la inexistencia de un lugar que escapara de la ley, hacia el que pudieran huir nuestros Romeo y Julieta encinta, para vivir al modo del viejo Robinson, ayudados por un ex policía reconvertido en Viernes. Cada centímetro cuadrado de este país estaba bajo el estricto control de la «dictadura del proletariado», que cubría toda China como bajo una inmensa red, de la que no faltaba ni la menor malla.

Cuando la Sastrecilla se calmó, enumeramos todas las posibilidades factibles de practicar un aborto, y las discutimos varias veces a espaldas de su padre, buscando la solución más discreta, la más tranquilizadora, la que salvara a la pareja de un castigo político y administrativo, y de un escándalo. La perspicaz legislación parecía haberlo previsto todo para atraparlos: no podían tener al niño antes de la boda, y la ley prohibía el aborto.

En aquel momento tan importante, no pude evitar admirar la previsión de mi amigo Luo. Afortunadamente, me había confiado una misión de protección, y en el desempeño de mi papel conseguí convencer a su ilegítima mujer de que no recurriera a los herbolarios de la montaña, que no sólo podían envenenarla sino también denunciarla. Luego, esbozándole el sombrío panorama de una lisiadura que la condenara a casarse con el cojo del pueblo, la convencí de que saltar desde el tejado de su casa, con la esperanza de abortar, era una pura idiotez.

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