Suele hacer un buen día de frescor
que las niñas sueñen con el amor.
Precisamente cuando un violín comenzaba a tocar una fúnebre melodía, una ráfaga de viento sorprendió a los libros que ardían; las recientes cenizas de Emma emprendieron el vuelo, se mezclaron con las de sus compatriotas carbonizados y se elevaron, flotando, en el aire.
Cenicientas, las crines del arco resbalaban por las brillantes cuerdas, en las que se reflejaba el fuego. El sonido de aquel violín era mío. El violinista era yo.
Luo, el incendiario, el hijo del gran dentista, el amante romántico que había reptado a cuatro patas por el peligroso paso, aquel gran admirador de Balzac, estaba ahora ebrio, agachado, con los ojos clavados en el fuego, fascinado, hipnotizado incluso por las llamas en las que palabras y seres que antaño anidaban en nuestros corazones danzaban antes de quedar reducidos a cenizas. Unas veces lloraba, otras se reía a carcajadas.
Ningún testigo asistió a nuestro sacrificio. Los aldeanos, acostumbrados al violín, prefirieron sin duda quedarse en sus lechos calientes. Habíamos querido invitar a nuestro amigo, el molinero, para que se uniera a nosotros con su instrumento de tres cuerdas y cantara sus «viejos estribillos» lúbricos, haciendo ondular las innumerables y finas arrugas de su vientre. Pero estaba enfermo. Dos días antes, cuando le habíamos hecho una visita, tenía ya la gripe.
El auto de fe prosiguió. El famoso conde de Montecristo, que antaño había conseguido evadirse del calabozo de un castillo situado en medio del mar, se resignó a la locura de Luo. Los demás hombres o mujeres que habían habitado la maleta del Cuatrojos tampoco pudieron escapar.
Aunque el jefe del poblado hubiera aparecido ante nosotros en aquel preciso momento, no hubiésemos tenido miedo de él. En nuestra embriaguez, tal vez lo habríamos quemado vivo, como si hubiese sido también un personaje literario.
De todos modos no había nadie, salvo nosotros dos. La Sastrecilla se había marchado y nunca regresaría.
Su partida, tan súbita como fulminante, había sido una sorpresa total. Habíamos tenido que hurgar durante mucho tiempo en nuestras memorias debilitadas por el impacto para encontrar ciertos presagios, a menudo en su indumentaria, que insinuasen que estaba preparándose un golpe mortal.
Unos dos meses antes, Luo me había dicho que ella se había confeccionado un sujetador, de acuerdo con un dibujo que había encontrado en Madame Bovary. Yo le hice observar que aquélla era la primera lencería femenina en la montaña del Fénix del Cielo, digna de entrar en los anales locales.
– Su última obsesión es parecerse a una chica de la ciudad -me había dicho Luo-. Fíjate, ahora cuando habla imita nuestro acento.
Atribuimos la confección del sujetador a la inocente coquetería de una muchacha, pero no sé cómo pudimos olvidar las otras dos novedades de su guardarropa, ninguna de las cuales podían servirle en aquella montaña. Primero, había recuperado la chaqueta Mao azul, con tres botoncitos dorados en las mangas, que yo había llevado una sola vez, en nuestra visita al viejo molinero. La había retocado, acortado, y la había convertido en una chaqueta de mujer, que conservaba sin embargo cierto estilo masculino, con sus cuatro bolsillos y su pequeño cuello. Una obra encantadora pero que, por aquel entonces, sólo podía ser llevada por una mujer que viviera en la gran ciudad. Luego, le había pedido a su padre que.le comprara en la tienda de Yong Jing un par de zapatillas deportivas blancas, de un blanco inmaculado. Un color incapaz de resistir más de tres días el omnipresente barro de la montaña.
Recuerdo también el Año Nuevo occidental de aquella temporada. No era realmente una fiesta, sino un día de descanso nacional. Como de costumbre, Luo y yo habíamos ido a su casa. Estuve a punto de no reconocerla. Al entrar, creí estar viendo a una joven colegiala de la ciudad. Su larga trenza habitual, sujeta por una cinta roja, había sido sustituida por unos cabellos cortos, a ras de oreja, que le daban una belleza distinta, la de una adolescente moderna. Estaba terminando sus retoques a la chaqueta Mao. A Luo le alegró esa transformación que no esperaba. La ceguera de su gozo llegó al colmo durante la sesión de prueba de la deslumbrante obra que ella acababa de concluir: la chaqueta austera y masculina, su nuevo peinado, las zapatillas inmaculadas que sustituían a los modestos zuecos le conferían una extraña sensualidad, un aire elegante que anunciaba la muerte de la hermosa campesina algo torpe. Viéndola así transformada, Luo se zambulló en la felicidad de un artista al contemplar su obra concluida. Susurró a mi oído:
– Esos meses de lectura no han sido inútiles. El desenlace de esa transformación, de esa reeducación balzaquiana, resonaba ya inconscientemente en la frase de Luo, pero no nos puso en guardia. ¿Nos adormecía, acaso, la autosuficiencia? ¿Sobreestimábamos las virtudes del amor? ¿O, sencillamente, no habíamos captado lo esencial de las novelas que le habíamos leído?
Cierta mañana de febrero, la víspera de la enloquecida noche del auto de fe, Luo y yo, cada cual con un búfalo, labrábamos un campo de maíz recién convertido en arrozal. Hacia las diez, los gritos de los aldeanos interrumpieron nuestros trabajos y nos devolvieron a nuestra casa sobre pilotes, donde nos aguardaba el viejo sastre.
Su aparición, sin la máquina de coser, nos pareció ya de mal agüero, pero cuando estuvimos frente a él, su rostro, fruncido y surcado por nuevas arrugas, sus pómulos, que se habían vuelto salientes y duros, y sus enmarañados cabellos nos dieron miedo.
– Mi hija se ha marchado esta mañana, al amanecer -nos dijo.
– ¿Se ha marchado? -le preguntó Luo-. No comprendo.
– Tampoco yo, pero eso es lo que ha hecho.
A su entender, su hija había obtenido en secreto del comité director de la comuna todos los papeles y certificados necesarios para emprender un largo viaje. Sólo la víspera le había anunciado su intención de cambiar de vida, para ir a probar suerte en una gran ciudad.
– Le pregunté si vosotros dos estabais al corriente -prosiguió-. Me dijo que no y que os escribiría en cuanto se hubiera instalado en alguna parte.
– Tendría que haber impedido que se marchara -dijo Luo con voz débil, apenas audible.
Estaba hundido.
– No había nada que hacer -le respondió el anciano, agotado-. Le dije, incluso, que si se marchaba no quería que volviera a poner aquí los pies.
Luo se lanzó entonces a una carrera desenfrenada, desesperada, por los senderos escarpados para atrapar a la Sastrecilla. Al principio, lo seguí de cerca tomando un atajo por los roquedales. La escena recordaba uno de mis sueños en el que la Sastrecilla caía en el precipicio que flanqueaba el paso peligroso. Corríamos ambos, Luo y yo, por un abismo en el que no había ya sendero alguno; nos deslizábamos a lo largo de las paredes rocosas sin preocupamos, ni por un momento, de que pudiéramos hacernos pedazos. Durante unos instantes, no supe ya si corría en mi antiguo sueño o en la realidad, o si corría mientras soñaba. Las rocas tenían, casi todas, el mismo color gris oscuro y estaban cubiertas de musgo húmedo y resbaladizo.
Poco a poco, Luo se distanció. A fuerza de correr, de caracolear entre las rocas, de dar brincos de piedra en piedra, el final de mi antiguo sueño me vino a la memoria con detalles precisos.
Los funestos gritos de un invisible cuervo de pico rojo, girando por los aires, resonaban en mi cabeza; tenía la sensación de que, en cualquier momento, íbamos a encontrar el cuerpo de la Sastrecilla yaciendo al pie de una roca, con la cabeza doblada sobre el vientre y dos grandes fisuras, exangües, abriéndose hasta su hermosa frente, tan bien dibujada. El movimiento de mis pasos me turbaba la cabeza. No sabía ya qué motivación me mantenía en aquella peligrosa carrera. ¿Mi amistad por Luo? ¿Mi amor por su novia? ¿O era sólo un espectador que no quería perderse el desenlace de una historia? No comprendía por qué, pero el recuerdo de este antiguo sueño me obsesionó a lo largo de todo el camino. Uno de mis zapatos se rompió.
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