Dai Sijie - Balzac y la joven costurera china

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Balzac y la joven costurera china: краткое содержание, описание и аннотация

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Dos adolescentes chinos son enviados a una aldea perdida en lasmontañas del Fénix del Cielo, cerca de la frontera con el Tíbet, paracumplir con el proceso de «reeducación» implantado por Mao Zedong afinales de los años sesenta. Soportando unas condiciones de vidainfrahumanas, con unas perspectivas casi nulas de regresar algún día asu ciudad natal, todo cambia con la aparición de una maleta clandestinallena de obras emblemáticas de la literatura occidental. Así pues,gracias a la lectura de Balzac, Dumas, Stendhal o Romain Roland, losdos jóvenes descubrirán un mundo repleto de poesía, sentimientos ypasiones desconocidas, y aprenderán que un libro puede ser uninstrumento valiosísimo a la hora de conquistar a la atractivaSastrecilla, la joven hija del sastre del pueblo vecino.
Con la cruda sinceridad de quien ha sobrevivido a una situaciónlímite, Dai Sijie ha escrito este relato autobiográfico que sorprenderáal lector por la ligereza de su tono narrativo, casi de fábula, capazde hacernos sonreír a pesar de la dureza de los hechos narrados. Ademásde valioso testimonio histórico, Balzac y la joven costurera china esun conmovedor homenaje al poder de la palabra escrita y al deseo innatode libertad, lo que sin duda explica el fenomenal éxito de ventas queobtuvo en Francia el año pasado, con más de cien mil ejemplaresvendidos apenas dos meses después de su publicación.

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¿Qué estás diciendo? ¿Que por qué me gustaba buscar su llavero? ¡Ah, ya sé! Sin duda te parezco tan idiota como un perro que corre para buscar el hueso que le han tirado. No soy una de esas muchachas francesas de Balzac. Soy una muchacha de la montaña. Adoro complacer a Luo, y punto.

¿Quieres que te cuente lo que ocurrió la última vez? Hace ya una semana, por lo menos. Fue justo antes de que Luo recibiese el telegrama de su familia. Llegamos hacia mediodía. Nadamos, aunque no mucho, sólo lo necesario para divertirnos en el agua. Luego comimos panes de maíz, huevos y fruta que yo había llevado, mientras Luo me contaba un poco de la historia del marinero francés que se convirtió en conde. Es la famosa historia que escuchó mi padre, que ahora es un admirador incondicional de ese vengador. Luo me contó sólo una pequeña escena, ¿sabes?, aquella en la que el conde encuentra a la mujer con la que se había prometido en su juventud, aquella por la que pasó veinte años en la cárcel. Ella finge no reconocerlo. Y actúa tan bien que podría creerse que realmente no recuerda su pasado. ¡Ah, eso me destrozó!

Queríamos echar una siestecita, pero yo no conseguía cerrar los ojos, seguía pensando en esa escena. ¿Sabes lo que hicimos? La representamos: Luo era Montecristo y yo, su antigua prometida, y nos encontrábamos en alguna parte, veinte años después. Fue extraordinario, incluso improvisé un montón de cosas que salían solas, como si nada, de mi boca. También Luo se había metido por completo en la piel del antiguo marinero. Seguía amándome. Lo que yo decía le destrozaba el corazón, pobre, se veía en su rostro. Me lanzó una mirada de odio, dura, furiosa, como si realmente me hubiera casado con el amigo que le había tendido una trampa.

Para mí era una experiencia nueva. Antes, no imaginaba que fuera posible representar a alguien que no se es sin dejar de ser uno mismo; por ejemplo, representar a una mujer rica y «contenta» cuando no lo soy en absoluto. Luo me dijo que podía ser una buena actriz.

Tras la comedia llegó el juego. Como un guijarro, el llavero de Luo cayó, poco más o menos, en el lugar acostumbrado. Me zambullí de cabeza en el agua. A tientas, busqué entre las piedras y los rincones más sombríos, centímetro a centímetro. Y de pronto, en la oscuridad casi absoluta, toqué una serpiente. ¡Ufl., hacía años que no había tocado una, pero aun en el agua reconocí su piel resbaladiza y fría. Por reflejo, huí enseguida y volví a la superficie.

¿De dónde había salido? No lo sé. Tal vez la arrastró el torrente, tal vez fuera una culebra hambrienta que buscaba un nuevo reino. Minutos más tarde, a pesar de la prohibición de Luo, me zambullí de nuevo en el agua. Me negaba a que una serpiente se quedara con las llaves.

¡Pero qué miedo tenía esta vez! La serpiente me enloquecía: incluso en el agua, sentía que el sudor frío me corría por la espalda. Las piedras inmóviles que tapizaban el suelo parecieron, de pronto, comenzar a moverse, convertirse en seres vivos a mi alrededor. ¿Lo imaginas? Volví a la superficie para recuperar el aliento.

La tercera vez estuvo a punto de ser la buena. Por fin había visto el llavero. En el fondo del agua, me parecía un anillo borroso, aunque brillante aún, pero cuando estaba a punto de agarrarlo sentí un golpe en la mano derecha, una maligna dentellada, muy violenta, que me abrasó y me hizo huir abandonando el llavero.

Dentro de cincuenta años todavía podrá verse esa fea cicatriz en mi dedo. Tócala.

Luo estaría fuera un mes. Yo adoraba estar solo de vez en cuando, para hacer lo que me viniera en gana, para comer cuando lo deseara. Habría sido el feliz príncipe reinante de nuestra casa sobre pilotes si la víspera de su partida Luo no me hubiese confiado una misión delicada.

– Quisiera pedirte un favor -me había dicho bajando misteriosamente el tono-. Espero que, en mi ausencia, seas el guardia de corps de la Sastrecilla.

Según él, la deseaban muchos muchachos de la montaña, incluidos los «jóvenes reeducados». Aprovechando su mes de ausencia, los adversarios potenciales iban a correr hacia la tienda del sastre y librar un combate sin cuartel. «No olvides -me dijo- que es la belleza número uno del Fénix del Cielo.» Mi tarea consistía en asegurar una presencia diaria a su lado, como el guardián de la puerta de su corazón, para no dar a los competidores posibilidad alguna de introducirse en su vida privada, de deslizarse en un dominio que sólo pertenecía a Luo, mi comandante.

Acepté la misión sorprendido y halagado. ¡Qué ciega confianza me demostraba Luo al pedirme este favor! Era como si me hubiera confiado un tesoro fabuloso, el botín de su vida, sin sospechar que yo pudiera robárselo.

En aquel tiempo, yo tenía sólo un deseo: ser digno de su confianza. Imaginaba ser el general en jefe de un ejército derrotado, encargado de atravesar un inmenso y horrible desierto, para escoltar a la mujer de su mejor amigo, otro general. Cada noche, armado con una pistola y una metralleta, iba a montar guardia ante la tienda de aquella mujer sublime, para hacer retroceder a las atroces fieras que deseaban su carne, con los ojos ardientes de deseo brillando en las sombras como manchas fosforescentes. Un mes más tarde, saldríamos del desierto tras haber conocido las más espantosas pruebas: tormentas de arena, falta de alimento, escasez de agua, motines de mis soldados… Y cuando la mujer corriera, por fin, hacia mi amigo el general, cuando se arrojara el uno en los brazos de la otra, yo me desvanecería de fatiga y deseo, en lo alto de la última duna.

Así, a partir del día siguiente de que Luo se marchara, pues había sido llamado a la ciudad por telegrama, un policía de paisano aparecía, cada mañana, en el sendero que llevaba a la aldea de la Sastrecilla. Su rostro era serio y su andar apresurado. Un poli asiduo. Era otoño y el policía avanzaba deprisa, como un velero con el viento de popa. Pero pasada la antigua casa del Cuatrojos, el sendero giraba hacia el norte y el poli se veía obligado a caminar contra el viento, con la espalda doblada, la cabeza gacha, como un excursionista tenaz y experto. En el peligroso paso del que ya he hablado, de treinta centímetros de ancho y flanqueado por dos vertiginosos precipicios, el famoso paso obligado de la peregrinación a la belleza, aminoraba la marcha, aunque sin detenerse ni ponerse a cuatro patas. Ganaba cada día su combate contra el vértigo. Lo atravesaba caminando con ligera vacilación, mirando a los ojos saltones e indiferentes del cuervo de pico rojo, encaramado siempre en la misma roca, al otro lado.

Al menor paso en falso, nuestro poli funámbulo podía aplastarse en el fondo de un abismo, el de la izquierda o el de la derecha.

¿Hablaba con el cuervo aquel policía sin uniforme? ¿Le llevaba una migaja de comida? A mi entender, no. Estaba impresionado, sí, e incluso mucho tiempo más tarde conservó en su memoria la mirada indiferente que le echaba el pájaro. Sólo algunas divinidades muestran semejante desinterés. Pero el pájaro no consiguió quebrantar la convicción de nuestro poli, que tenía una sola cosa en la cabeza: su misión.

Subrayemos que el cuévano de bambú, que antaño llevaba Luo, estaba ahora en la espalda de nuestro policía. Una novela de Balzac, traducida por Fu Lei, seguía oculta en el fondo, bajo unas hojas, unas verduras, granos de arroz o de maíz. Algunas mañanas, cuando el cielo estaba muy encapotado, mirando de lejos, daba la impresión de que un cuévano de bambú trepaba solo por el sendero y desaparecía en una nube gris.

La Sastrecilla ignoraba que yo estaba protegiéndola, y me consideraba sólo un lector sustituto.

Sin pretensión alguna, advertí que mi lectura, o mi modo de leer, complacía un poco más a mi oyente que la de mi predecesor. Leer en voz alta una página entera me parecía insoportablemente aburrido, así que decidí hacer una lectura aproximada, es decir, leía primero dos o tres páginas, o un capítulo corto, mientras ella trabajaba en su máquina de coser. Luego, tras rumiarlo un poco, le hacía una pregunta o le pedía que adivinara lo que iba a ocurrir. Cuando había respondido, yo le contaba lo que decía el libro, casi párrafo a párrafo. De vez en cuando, no podía evitar añadir alguna cosa, aquí y allá, pequeñas pinceladas personales, digamos, para que la historia la divirtiera más. Llegaba incluso a inventar situaciones o a introducir el episodio de otra novela, cuando me parecía que el viejo Balzac estaba cansado.

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