Dai Sijie - Balzac y la joven costurera china

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Balzac y la joven costurera china: краткое содержание, описание и аннотация

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Dos adolescentes chinos son enviados a una aldea perdida en lasmontañas del Fénix del Cielo, cerca de la frontera con el Tíbet, paracumplir con el proceso de «reeducación» implantado por Mao Zedong afinales de los años sesenta. Soportando unas condiciones de vidainfrahumanas, con unas perspectivas casi nulas de regresar algún día asu ciudad natal, todo cambia con la aparición de una maleta clandestinallena de obras emblemáticas de la literatura occidental. Así pues,gracias a la lectura de Balzac, Dumas, Stendhal o Romain Roland, losdos jóvenes descubrirán un mundo repleto de poesía, sentimientos ypasiones desconocidas, y aprenderán que un libro puede ser uninstrumento valiosísimo a la hora de conquistar a la atractivaSastrecilla, la joven hija del sastre del pueblo vecino.
Con la cruda sinceridad de quien ha sobrevivido a una situaciónlímite, Dai Sijie ha escrito este relato autobiográfico que sorprenderáal lector por la ligereza de su tono narrativo, casi de fábula, capazde hacernos sonreír a pesar de la dureza de los hechos narrados. Ademásde valioso testimonio histórico, Balzac y la joven costurera china esun conmovedor homenaje al poder de la palabra escrita y al deseo innatode libertad, lo que sin duda explica el fenomenal éxito de ventas queobtuvo en Francia el año pasado, con más de cien mil ejemplaresvendidos apenas dos meses después de su publicación.

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A la mañana siguiente, tal como habíamos decidido la víspera, partí a explorar Yong Jing, la ciudad del distrito, para sondear las posibilidades del servicio de ginecología del hospital.

Yong Jing, sin duda lo recuerdan, es esa ciudad tan pequeña que, cuando la cantina del ayuntamiento sirve buey encebollado, toda la ciudad aspira su olor. En una colina, tras la cancha de baloncesto del instituto donde habíamos asistido a las proyecciones al aire libre, se hallaban los dos edificios del pequeño hospital. El primero, reservado a las consultas externas, estaba al pie de la colina. Decoraba la entrada un inmenso retrato del presidente Mao en uniforme militar, agitando la mano hacia el barullo de enfermos que hacían cola y niños que gritaban y lloraban. El segundo, que se levantaba en la cima de la colina, era un edificio de tres pisos, sin balcones, de ladrillos encalados; servía sólo para las hospitalizaciones.

Así pues, cierta mañana, tras dos días de camino y una noche en blanco pasada entre los piojos de una posada, me deslicé con toda la discreción de un espía en el edificio de las consultas. Para confundirme en el anonimato de la muchedumbre campesina, llevaba mi vieja chaqueta de piel de cordero. En cuanto puse los pies en aquel dominio de la medicina que me era familiar desde la infancia, me sentí incómodo y comencé a sudar. En la planta baja, al extremo de un pasillo oscuro, estrecho y húmedo, preñado de un olor subterráneo ligeramente nauseabundo, unas mujeres aguardaban sentadas en dos hileras de bancos dispuestos a lo largo de las paredes; la mayoría tenía el vientre grande, y algunas gemían suavemente de dolor. Allí encontré la palabra «ginecología», escrita con pintura roja en una tabla de madera colgada sobre la puerta de un despacho herméticamente cerrado. Unos minutos más tarde, la puerta se entreabrió para permitir que saliera una paciente muy flaca, con una receta en la mano, y le tocó a la siguiente introducirse en la consulta. Apenas divisé la silueta de un médico con bata blanca, sentado tras una mesa, cuando la puerta se había cerrado ya.

La mezquindad de aquella puerta inaccesible me obligó a esperar la próxima apertura. Necesitaba saber cómo era aquel ginecólogo. Pero, cuando volví la cabeza, ¡qué irritadas miradas me lanzaron las mujeres sentadas en los bancos! ¡Eran mujeres encolerizadas, se lo juro!

Lo que las sorprendía, me di cuenta, era mi edad. Hubiera debido disfrazarme de mujer y esconder un almohadón sobre mi vientre para simular una preñez, pues el joven de diecinueve años que yo era, con su chaqueta de piel de cordero, de pie en el pasillo de las mujeres, parecía un molesto intruso. Me observaban como a un pervertido sexual o a un mirón que intentaba espiar los secretos femeninos.

¡Qué larga fue mi espera! La puerta no se movía. Tenía calor, mi camisa estaba empapada en sudor. Para que el texto de Balzac que yo había copiado en el reverso de la piel permaneciese intacto, me quité la chaqueta. Las mujeres comenzaron a susurrar entre sí, misteriosamente. En aquel pasillo oscuro, parecían conspiradoras obesas maquinando en una luz crepuscular. Parecía que preparaban un linchamiento.

– ¿Qué demonios estás haciendo aquí? -gritó la voz agresiva de una mujer que me palmeó el hombro.

La miré. Tenía el pelo corto, llevaba una chaqueta de hombre y un pantalón, y se tocaba con una gorra militar verde decorada con un medallón rojo con la efigie dorada de Mao, signo exterior de su buena conciencia moral. Pese a su preñez, su rostro estaba casi por completo cubierto de granos, purulentos o cicatrizados. Me compadecí del niño que crecía en su vientre.

Decidí hacerme el idiota, sólo para fastidiarla un poco. Seguí mirándola hasta que repitió tontamente su pregunta; luego, poco a poco, como en una película a cámara lenta, coloqué mi mano izquierda detrás de la oreja, con el gesto de un sordomudo.

– Tiene la oreja morada e hinchada -dijo una mujer sentada.

– ¡Lo de las orejas no es aquí! -rebuznó la mujer de la gorra, como si hablara con un sorderas-. ¡Vete arriba, a oftalmología!

¡Qué desorden! Y mientras ellas discutían sobre quién se encargaba de los oídos, si un oftalmólogo o un otorrino, la puerta se abrió. Esta vez tuve tiempo de grabar en mi memoria los largos cabellos canosos y el rostro anguloso y fatigado del ginecólogo, un hombre de unos cuarenta años con un cigarrillo en la boca.

Tras esta primera exploración, di un largo paseo, es decir, que anduve arriba y abajo por la única calle de la ciudad. No sé ya cuántas veces caminé hasta el extremo de la calle, atravesé la cancha de baloncesto y regresé a la entrada del hospital. No dejaba de pensar en aquel médico. Parecía más joven que mi padre. Ignoraba si se conocían. Me habían dicho que en ginecología visitaba los lunes y los jueves, y que, el resto de la semana, se encargaba sucesivamente de cirugía, urología y de enfermedades digestivas. Era posible que conociera a mi padre, al menos de nombre, pues antes de convertirse en un enemigo del pueblo había gozado de cierta reputación en nuestra provincia. Intenté imaginarme a mi padre o mi madre en su lugar, en aquel hospital de distrito, recibiendo a su hijo bienamado y a la Sastrecilla tras la puerta donde estaba escrito «ginecología». Sería, sin duda, la mayor catástrofe de su vida, ¡peor aún que la Revolución cultural! Sin ni siquiera dejarme explicar quién era el autor de la preñez, me pondrían de patitas en la calle, escandalizados, y nunca más volverían a verme. Era difícil de comprender, pero los «intelectuales burgueses», a quienes los comunistas habían infligido tantas desgracias, eran moralmente tan severos como sus perseguidores.

Aquel mediodía, comí en el restaurante. Lamenté inmediatamente aquel lujo que reducía de un modo considerable mi bolsa, pero era el único lugar en el que podía hablar con desconocidos. ¿Quién sabe? Tal vez iba a encontrarme con algún pillastre que conociera todos los trucos para abortar.

Pedí un plato de gallo salteado con guindillas frescas y un bol de arroz. Mi comida, puesto que la hice durar voluntariamente, fue más larga que la de un vejestorio desdentado. Pero, a medida que la carne disminuía en mi plato, mi esperanza se esfumó. Los pillastres de la ciudad, más pobres o más agarrados que yo, no pusieron los pies en el restaurante. Durante dos días, mi acecho ginecológico resultó infructuoso. El único hombre con el que conseguí hablar del tema fue el vigilante nocturno del hospital, un ex policía de treinta años, expulsado de su profesión un año antes por haberse acostado con dos chicas. Permanecí en su garita hasta medianoche, jugando al ajedrez y contándonos nuestras hazañas de aventureros. Me pidió que le presentara hermosas muchachas reeducadas de mi montaña, de la que yo afirmé ser un buen conocedor, pero se negó a echarle una mano a mi amiga que «tenía problemas con la regla».

– No me hables de eso -me dijo con espanto-. Si la dirección del hospital descubriera que me mezclo en este tipo de cosas me acusaría de reincidencia y me mandaría directamente a la cárcel, sin vacilación alguna.

Al tercer día, hacia las doce, convencido de que la puerta del ginecólogo era inaccesible, estaba dispuesto a regresar a la montaña cuando, de pronto, el recuerdo de un personaje me vino a la memoria: el pastor de la ciudad.

No conocía su nombre pero, cuando habíamos asistido a las proyecciones cinematográficas, sus largos cabellos plateados flotando al viento nos habían gustado. Había en él algo de aristocrático, incluso cuando limpiaba la calle vestido con una gran bata azul de basurero, con una escoba de larguísimo mango de madera, y todo el mundo, incluso los chiquillos de cinco años, lo insultaban, lo golpeaban o le escupían. Desde hacía veinte años, le prohibían ejercer sus funciones religiosas.

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