Dai Sijie - Balzac y la joven costurera china

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Balzac y la joven costurera china: краткое содержание, описание и аннотация

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Dos adolescentes chinos son enviados a una aldea perdida en lasmontañas del Fénix del Cielo, cerca de la frontera con el Tíbet, paracumplir con el proceso de «reeducación» implantado por Mao Zedong afinales de los años sesenta. Soportando unas condiciones de vidainfrahumanas, con unas perspectivas casi nulas de regresar algún día asu ciudad natal, todo cambia con la aparición de una maleta clandestinallena de obras emblemáticas de la literatura occidental. Así pues,gracias a la lectura de Balzac, Dumas, Stendhal o Romain Roland, losdos jóvenes descubrirán un mundo repleto de poesía, sentimientos ypasiones desconocidas, y aprenderán que un libro puede ser uninstrumento valiosísimo a la hora de conquistar a la atractivaSastrecilla, la joven hija del sastre del pueblo vecino.
Con la cruda sinceridad de quien ha sobrevivido a una situaciónlímite, Dai Sijie ha escrito este relato autobiográfico que sorprenderáal lector por la ligereza de su tono narrativo, casi de fábula, capazde hacernos sonreír a pesar de la dureza de los hechos narrados. Ademásde valioso testimonio histórico, Balzac y la joven costurera china esun conmovedor homenaje al poder de la palabra escrita y al deseo innatode libertad, lo que sin duda explica el fenomenal éxito de ventas queobtuvo en Francia el año pasado, con más de cien mil ejemplaresvendidos apenas dos meses después de su publicación.

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– Ayúdame -me dijo el médico pasándome un extremo de la venda-. Aprieta fuerte.

Cada cual a un lado de la cama, tiramos de la venda, como dos hombres empaquetando un bulto con una cuerda.

El flujo de la sangre se hizo más lento y el herido ya no gimió. Dejando caer el cigarrillo al suelo, se durmió de pronto por efecto de la anestesia, según el médico.

– ¿Quién eres? -me preguntó mientras enrollaba la venda alrededor de la mano herida.

– Soy el hijo de un médico que trabaja en el hospital provincial -le dije-. Bueno, ahora ya no trabaja.

– ¿Cómo se llama?

Quise decir el nombre del padre de Luo, pero el del mío brotó de mi boca. Un molesto silencio siguió a esta revelación. Tuve la impresión de que no sólo conocía a mi padre, sino también sus sinsabores políticos.

– ¿Y qué quieres? -me preguntó.

– Es por mi hermana… Tiene un problema… Dificultades con su regla, desde hace casi tres meses.

– No es posible -me dijo con frialdad.

– ¿Por qué?

– Tu padre no tiene hijas. ¡Vete ya, mentiroso!

No gritó estas dos últimas frases, no me señaló la puerta con el dedo, pero advertí que estaba realmente enojado; estuvo a punto de tirarme a la cara la colilla del cigarrillo.

Con el rostro ruborizado por la vergüenza, me volví hacia él, tras haber dado unos pasos, y me oí diciendo:

– Le propongo un pacto: si ayuda usted a mi amiga, ella se lo agradecerá toda su vida y yo le daré un libro de Balzac.

Fue una conmoción para él oír este nombre mientras vendaba una mano mutilada en el hospital del distrito, tan alejado, tan lejos del mundo. Acabó abriendo la boca, tras un instante de desconcierto.

– Ya te he dicho que eras un mentiroso. ¿Cómo es posible que tengas un libro de Balzac?

Sin responder, me quité la chaqueta de piel de cordero, le di la vuelta y le mostré el texto que había copiado en la parte sin pelo; la tinta estaba un poco más pálida que antes, pero seguía siendo legible.

Mientras comenzaba su lectura o, más bien, su examen de experto, sacó un paquete de cigarrillos y me tendió uno. Recorrió el texto fumando.

– Es una traducción de Fu Lei -murmuró-. Reconozco su estilo. Es como tu padre, el pobre, un enemigo del pueblo.

Aquello me hizo llorar. Hubiera querido contenerme, pero no pude. Berreé como un crío. Creo que aquellas lágrimas no eran por la Sastrecilla, ni por mi misión ya cumplida, sino por el traductor de Balzac, a quien yo no conocía. ¿No es ése el mayor homenaje, la mayor gracia que un intelectual puede recibir en este mundo?

La emoción que sentía en aquel instante me sorprendió a mí mismo y, en mi memoria, eclipsa casi los acontecimientos que siguieron a aquel encuentro. Una semana más tarde, un jueves, día fijado por el médico polivalente aficionado a la literatura, la Sastrecilla, disfrazada de mujer de treinta años con una cinta blanca en la frente, cruzó el umbral de la sala de operaciones mientras yo, no habiendo regresado aún el autor de la preñez, permanecía tres horas sentado en un pasillo, atento a todos los sonidos detrás de la puerta: ruidos lejanos, difusos, apagados, el chorro de agua del grifo, el grito desgarrador de una mujer desconocida, las voces inaudibles de las enfermeras, unos pasos precipitados…

La intervención fue bien. Cuando me autorizaron por fin a entrar en la sala de operaciones, el ginecólogo me aguardaba en una estancia empapada de olor a carbón, al fondo de la cual la Sastrecilla, sentada en una cama, se vestía con la ayuda de una enfermera.

– Era una niña, por si quieres saberlo -me susurró el médico.

Y, encendiendo una cerilla, comenzó a fumar.

Además de lo que habíamos acordado, es decir, Úrsula Mirouët , también regalé al médico Jean-Christophe , mi libro preferido por aquel entonces, traducido por el mismo señor Fu Lei.

Aunque la operada tenía ciertas dificultades para caminar, su alivio al salir del hospital se parecía al de un detenido amenazado con la cadena perpetua y que, reconocido inocente, abandona el tribunal.

Negándose a descansar en la posada, la Sastrecilla insistió en ir al cementerio donde el pastor había sido enterrado dos días antes. A su entender, él me había llevado al hospital y había arreglado, con su invisible mano, mi encuentro con el ginecólogo. Con el dinero que nos quedaba, compramos un kilo de mandarinas y las depositamos como ofrenda ante su tumba de cemento, anodina, casi mezquina. Lamentábamos no saber latín para dedicarle una oración fúnebre en esta lengua que había hablado en el momento de su agonía, para orar a su Dios o maldecir su vida de limpiador de calle. Casi juramos, ante su tumba, aprender latín un día u otro y volver para hablarle en esta lengua. Pero, tras una larga discusión, decidimos no hacerlo, pues ignorábamos dónde encontrar un manual (tal vez hubiera sido necesario perpretar un nuevo robo con fractura en casa de los padres del Cuatrojos) y, sobre todo, porque era imposible encontrar un profesor. Salvo él, ningún chino a nuestro alrededor conocía esta lengua.

En la losa sepulcral estaban grabados su nombre y dos fechas, sin referencia alguna a su vida ni a su función religiosa. Sólo habían pintado una cruz, en un rojo vulgar, como si hubiera sido farmacéutico o médico.

Juramos que, si algún día éramos ricos y las religiones no estaban ya prohibidas, volveríamos para erigir en su tumba un monumento en relieve y de colores, en el que estaría grabado un hombre con los cabellos plateados, coronados de espinas como Jesús, pero no con los brazos en cruz. Sus manos, en vez de tener las palmas clavadas, sujetarían el largo mango de una escoba.

La Sastrecilla quiso, después, dirigirse a un templo budista, cerrado y precintado, para lanzar algunos billetes por encima de la cerca, en agradecimiento por la gracia que el Cielo le había concedido. Pero no nos quedaba ni un céntimo.

Y ya está. Ha llegado el momento de describirles la escena final de esta historia. La hora de hacerles oír el chasquido de seis cerillas en una noche de invierno.

Fue tres meses después del aborto de la Sastrecilla. El débil murmullo del viento y los ruidos de la pocilga circulaban en la oscuridad. Luo había regresado, hacía tres meses, a nuestra montaña.

El aire estaba cargado de olor a hielo. El ruido seco del frote de una cerilla chasqueó, resonante y frío. La negra oscuridad de nuestra casa sobre pilotes, petrificada a pocos metros de distancia, se vio turbada por aquel brillo amarillento, y tembló en el manto de la noche.

La cerilla estuvo a punto de apagarse a medio camino y ahogarse en su propio humo negro, pero recuperó el aliento, vacilando, y se acercó a Papá Goriot que yacía en el suelo, ante la casa sobre pilotes. Las hojas de papel, lamidas por el fuego, se retorcieron, se acurrucaron unas contra otras y las palabras se lanzaron hacia el exterior. La pobre muchacha francesa fue despertada de su sueño de sonámbula por este incendio; quiso huir pero era demasiado tarde. Cuando encontró a su amado primo, estaba ya sumida en llamas, con los fetichistas del dinero, sus pretendientes y su millón de herencia convertidos todos en humo.

Tres cerillas más encendieron, simultáneamente, las hogueras de El primo Pons , de El coronel Chabert y de Eugenia Grandet . La quinta alcanzó a Quasimodo que, con sus abultamientos óseos, huía por los adoquines de Notre-Dame de París, con Esmeralda a cuestas. La sexta cayó sobre Madame Bovary . Pero la llama tuvo de pronto un momento de lucidez en el interior de su propia locura, y no quiso comenzar por la página donde Emma, en la habitación de un hotel de Ruán, fumando en la cama con su joven amante acurrucado a su lado, murmuraba: «Me abandonarás…» Aquella cerilla, furiosa pero selectiva, decidió atacar el final del libro, la escena en la que Emma cree, justo antes de morir, escuchar a un cantor ciego:

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