No hay sermoneos en este sucedáneo de Allende que es Tomás: Tomás le desea, es obvio que le desea, y no tiene más proyecto, ni para sí mismo ni para Durán, que acabar la noche felizmente: en Augusto Figueroa tiene el coche, es un Peugeot, un «vehículo de sustitución gentileza de Peugeot», según pone en una de las puertas. Pero es un buen coche, un coche nuevo. En el mundo intencional de Tomás, este detalle un poco ramplón, quizá, del vehículo de sustitución no resulta ramplón sino egregio. Durán se ha ido sintiendo cada vez mejor según transcurría la cena. Ahora en el coche Tomás le acaricia la pierna sin llegar a la entrepierna: es delicado. Durán se deja hacer. Está contento. La cena le ha divertido, esta seducción a imagen y semejanza de Allende le está divirtiendo. Es posible que también, como al propio lector, el carácter paradójico de esta comparación con Allende le esté excitando. Tomás conduce hasta un bloque de pisos nuevos en Alcobendas, toman unas copas una vez en el piso, se duchan juntos. Una parte del ritual que Tomás sigue -parece tomado de una película soft porn americana- tiene lugar en la ducha: un imaginario de Gel S3 de Legrain: toda la sexualidad humana empieza y acaba dentro de la cabeza: nada hay fuera, ni siquiera la potente corrida abundantemente jabonosa y cremosa de Durán ni la rápida eyaculación precoz de Tomás suceden en el exterior del mundo: la sexualidad es interior, todo es interior, el placer y el dolor son cualidades de la conciencia. En resumidas cuentas, Tomás está siendo feliz y Durán, una vez que se corre, enciende la televisión y se queda hasta tarde viendo una peli cualquiera, como en casa de Emilia. Tomás hace café, se pone un batín de seda natural de muy mal gusto, un poco spotty , es un día de diario, así que Tomás no duerme apenas para no quedarse frito a la hora de ir a la Peugeot. Tiene la gentileza de llevar a Durán hasta el mismo portal de la casa de Emilia. Son las ocho de la mañana, a Tomás le sobra tiempo para llegar al trabajo. Intercambian números de móviles. Tomás sospecha que Durán no le telefoneará. Durán perderá instantáneamente el teléfono de Tomás. Ha sido una noche de amor desinteresado por ambas partes. ¿Se volverán a encontrar? No se volverán a encontrar. ¿Qué significa todo esto?
La verdad es que la posición de Allende y de Emilia respecto de Ramón Durán es ligeramente petulante, pedante: noble, sí, bienintencionada, pero ¿no es petulante este hablar acerca de dar y quitar la libertad a una persona? Una de las cosas que ha significado el encuentro de esta noche con Tomás es que Durán no necesita que le den o le quiten la libertad: él mismo se la quita o se la toma a voluntad. Sólo quien ve a Durán desde fuera, y además acentuando un poco la reprobación (bienintencionada, por supuesto), puede atreverse a hablar de quitar o dar libertades. Y, si bien es cierto que yéndose a Chueca esta pasada noche y ligando con Tomás, Durán se ha limitado a hacer lo que tiene costumbre de hacer, y por lo tanto ha predominado más la necesidad mecánica que la libre elección, también es cierto que Durán ha elegido, él mismo, irse a Chueca para despejarse y descansar un rato de la enjundia moralizante de su conversación con Allende.
Lo otro -¿obvio?- que significa el encuentro con Tomás es que Durán no asocia automáticamente sus satisfacciones eróticas con chicos de su edad. A Durán le ha divertido -por una noche al menos- la ducha masturbatoria con Tomás. Y le ha divertido, a medida que transcurría ese ligue -desde el encuentro en el bareto hasta el día siguiente-, la compañía y la labia de Tomás. Tomás es análogo a Paco Allende. Quizá quepa concluir que, al ofrecerse a Allende, ha sinceramente deseado hacerlo: la oferta amorosa de Durán (no obstante haberse formulado en los gruesos y no románticos términos de la jerga del grupo -ese bárbaro tremendismo de nuestra raza acosada hasta la fecha-) contenía afecto real. Tal vez esto no puede decidirse ahora -o no deba- o tal vez nunca del todo. Pero esta posibilidad debe figurar en la analítica del mundo intencional de este chico. Porque el caso es que, en la conciencia de Durán, la casualidad y el parecido físico entre los dos hombres ha funcionado como una -desde luego absurda- maniobra de acercamiento simbólico al ausente. Agobiado quizá por el sermoneo, distanciado, Durán ha vertido su ternura erótica en un sucedáneo neutral. Ahora, al despertar, tras dormir la mañana en su cálido y severo dormitorio de la casa de Emilia, no se sentirá Durán culpable, sino en paz. ¡Ojalá (se le ha ocurrido en el duermevela que ha precedido al despertarse hacia las dos de la tarde, y mientras almuerza un almuerzo que él mismo se prepara en la cocina) que Allende pudiera entender y valorar lo ocurrido esta pasada noche! A partir de este deseo, se le ocurre a Ramón Durán la obviedad de que sólo Allende entenderá lo ocurrido si el propio Durán se lo cuenta. Tiene que contárselo: este imperativo explota de pronto en la conciencia de Durán como una iluminación mágica: ¡Tiene que hablar con Allende, tiene que contárselo de inmediato! Por eso, después de almorzar, Durán -una vez más- llama por teléfono a Paco Allende. Paco Allende no está en casa. Durán sufre una conmoción desmesurada. ¿Cómo es posible que no esté en casa? Es normal que no esté en casa a media tarde, con el curso acabado ya, las juntas de calificación y los almuerzos de despedida. Durán ha recordado de pronto que los profesores de su colegio se reunían a tomar un corderito asado a final de curso. Juanjo iba a esas reuniones también. Esto se le ocurre también a Durán. Y que se le ocurra esta idea le tranquiliza y le alegra de pronto. ¿No está siendo frívolo Durán (y el autor de este relato) al restar por completo toda significación al ligue ocasional de la pasada noche? No, consideramos que no estamos siendo frívolos. Da la casualidad de que esa tarde Allende se presenta en casa de Emilia a media tarde y coinciden allí los dos solos.
Ya está contado. ¿Puede lo contado ser ahora descontado en el sentido bancario de liquidación de una deuda? Eso es lo que Durán, en su semiconsciencia de la situación, espera. Y eso es lo que Allende sabe que Durán desea y confía en que suceda: borrón (ni siquiera borrón, según se ha dicho) y cuenta nueva. ¡Ah! Pero sucede que lo ocurrido, una vez contado, no puede descontarse de la conciencia refleja que cada uno de los dos tiene del otro sin proceder a un nuevo recuento. Una primera ocurrencia de Allende mientras oye el relato es la satisfacción de saber que el chico es sincero y no tiene voluntad de engañarle. ¿Por qué me lo contaría si no? De algún modo, podría afirmarse que a Durán le importa mucho Allende y que por eso se lo cuenta. En Allende está, por lo tanto, en esta suposición, tomarlo o dejarlo: aceptar el contenido del relato (la extraña analogía) como una prueba de amor, o rechazar el contenido del relato como una desfachatez. Allende decide, mientras oye al chico, que el relato no contiene ninguna desvergüenza: es absurdo, casi inverosímil, pero puede aceptarse en su inmediatez, sin entrar en detalles, como una manifestación de confianza. No hay descaro, pues. Pero hay, en cambio, algunas otras cosas más inquietantes quizá que el mismo descaro: hay, para empezar, la propia analogía: ¿Tanto se parecían? «¿Tanto nos parecíamos?», ha preguntado Allende en un momento del relato. Y como Durán contestara con gran vehemencia que el parecido era asombroso, «Como dos gotas de agua» llegó a decir, Allende no ha podido menos que comentar socarronamente: «Ya veo que se trata de un amor por persona interpuesta. ¿No te parece ridículo?» A Durán no le parece ridículo, pero, en cambio, al no parecérselo en absoluto al chico, acaba pareciéndoselo al hombre. Hay, por de pronto, la comparación misma entre Tomás y Allende que Durán considera casi un milagro. En su relato o recuento, Durán ha acentuado, sobre todo, este aspecto del asunto: a Allende le ha parecido un poco excesivo y ha pensado un pensamiento ñoño y envidiosón, pero natural: él es, al fin y al cabo, un ilustrado, un psicólogo, un hombre capaz de manejar conceptualmente el mundo de los afectos, mientras que Tomás es un paleto leonés, un palabrón, con la labia del negociante del ramo de automóviles. Nunca en su vida se le había ocurrido a Allende despreciar a personajes así: sólo ahora que Durán les compara. Pero es evidente que Durán no les compara por lo que los dos tienen de inteligentes o sensibles o lo contrario, sino, literalmente, por el parecido físico que hay entre los dos. Lo que Durán parece querer decir es que le gustan los hombres mayores. Es un mayorero. Esto -piensa Allende irónicamente- es un gran consuelo. Con los años, Allende ha ido dando vueltas a este asunto de las relaciones intergeneracionales en el mundo gay. A partir de sus cuarenta y tantos, cincuenta -periodo, por cierto, en el cual se redujeron mucho sus prácticas eróticas-, se hacía la ilusión socrática de que su atractivo para los muchachos más jóvenes era análogo al que sintió Alcibíades por Sócrates: no había paideia , pero había cierta compenetración entre la gente de treinta y la gente de cincuenta que Allende leía en términos agradables para su ego. Ahora, sin embargo, la cosa no acaba de complacerle del todo. Durán ha insistido demasiado, quizá, en el aspecto físicamente risible del Tomás. Por eso, Allende le pregunta:
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