– Emilia, ¿está, por favor, Ramón ahí?
– Sí, aquí está… ¡Ramón! Es Paco.
Es dulce ser amado. Amar y ser amado esta noche como se aman, por una noche, por esta noche al menos, es dulce, es el reino de la dicha. La conversación dura poco y quedan en verse a la mañana siguiente. Ahora Allende podrá no dormir en paz. Allende podrá ahora dar vueltas por su piso, hacerse cafés con leche, empezar lecturas de libros que tiene pendientes y dejarlos a las tres páginas, meterse en un baño de agua fría a las seis de la mañana. Han quedado a las diez de la mañana. El instante explotado se dilata aún hasta mañana. Pero, en medio de la dicha instantánea, Allende -que se ha desperezado por completo- es consciente de lo que le espera: la andadura parsimoniosa de un noviazgo que, en el mejor de los casos, acabará felizmente. Pero, incluso suponiendo que acabe felizmente y que se prolongue después en una unión todo lo eterna, tan eterna como sean capaces de imaginar ambos cónyuges,- aun suponiendo que todo salga bien, Allende tiene que decir que no saldrá bien por sí solo (de salir mal tampoco saldría mal por sí solo): dependerá de la sabiduría y del artificio que Allende, y también Durán, sea capaz de introducir en ese gran teatro de cuentos y contracuentos, de autobiografías en parte noveladas que los novios hacen de sí mismos: si va a haber un noviazgo -y tendrá que haberlo- ambos futuros contrayentes tendrán que seguir viejas y antiguas pautas de novios y de novias que les precedieron: la identidad de género no aliviará estas prácticas teatrales. Una parte deleitable de sus paseos juntos acariciándose entrelazadas las manos, besándose o masturbándose deliciosamente, incluirá el cuento y el recuento de las vidas de cada cual. Es seguro que a Durán -¿es seguro?- le encantará contarle su vida a su amado, engalanarla como para una boda, como para su boda. Pero ¿y Allende? ¿Será capaz Allende de volver a contar toda su vida, sus fracasos y éxitos (y esto incluye los venenos acumulados con la edad, las callosidades, las artrosis, las ablaciones feroces del cuerpo y del alma, que quizá Allende -o quizá los dos- ha sufrido)? Porque todo esto tendrá que tener lugar si el enlace final, la maravillosa unión conyugal final ha de producirse con garantías de éxito en el tiempo.
Yo soy el origen del mal, acaba de decirse Salazar a sí mismo, y el atardecer se encharca en el olor del whisky, en el sudor corporal, la suciedad. La antes pulcra sala de estar está ahora sucia. Nadie ha venido por aquí en toda la semana. ¿No son ahora las vacaciones? Ahora son las vacaciones. La mujer que le cuidaba no ha venido por eso, porque son las vacaciones. Ahora, en vacaciones, no queda nadie en ningún sitio: son las vacaciones y no hay nadie. ¿Quién hay en la calle en todo el día? No hay nadie. Hace dos días sonó el teléfono. Se abalanzó Salazar por ver si era Juanjo: era Lucía y no descolgó el teléfono. Y volvió a telefonear Lucía y Salazar no descolgó el teléfono y volvió a telefonear Lucía y Salazar descolgó el teléfono. Estuvo desagradable con Lucía, que quería saber si estaba enfermo. La verdad es que descolgó el teléfono temiendo que Lucía, preocupada, se presentara en la casa para ver qué le pasaba.
– Estás conmigo obsesionada, Lucía, no estés obsesionada. Maniática conmigo. Estás maniática. ¡Si no llamo, no llamo, qué pasa! ¿Por qué te tengo que llamar? ¿Por qué me tienes que llamar? Al hablar arrastro la lengua por culpa del calor, que es como un sapo dentro de la lengua que me pega lengua y paladar en un único compacto, Lucía, pesada. Ya te llamaré. Cuando me vaya a suicidar ya te llamo. ¡A ver!…, ¿por qué me has ahora llamado tú? ¿Por qué me llamas?
– Ya por nada. Déjalo.
– ¡No, dilo, di por qué me llamas!
– Te llamaba porque me ha fallado Cita Vázquez y tenía una entrada, por lo tanto, de sobra para el concierto de esta tarde en el Auditorio Nacional, si querías venirte.
– ¿La tenías y no la tienes ya, o la tenías y aún la tienes? ¿Cómo dices? Da igual, no quiero ir a ningún sitio, Lucía, no me canses. No estoy de humor.
– Te advierto que entenderte no te entiendo, corazón. Que te compre quien te entienda. ¿El chico guapo que me hablaste sigue contigo? Me figuro que no. No hay quien te aguante.
– Yo te llamo, Lucía, yo te llamo, que ahora estoy esperando una llamada.
Es verdad que está esperando una llamada, es verdad que está esperando una llegada. Lleva así toda la tarde y todo el día, y la noche anterior a la noche anterior y el día anterior al día anterior. ¿Cuánto tiempo lleva así? «Yo soy el origen del mal», repite en voz baja ahora. Lleva dándole al whisky desde por la mañana. Ha dejado a medio comer un sándwich de jamón y queso que se hizo para el desayuno. No puede hacer nada. No sabe qué hacer. No tiene ninguna idea en la cabeza. No hay tampoco contorno ni exterior ni afueras. Y si se asoma al balcón a ver la calle no parece haber nadie ni de día ni de noche. Y la noche en la calle en el verano es muy profunda, anaranjada, zanahoria, zumo de zanahoria, noche acrílica con luces de neón y luna llena. Ayer salió al balcón y levantó el toldo y se acurrucó sentado en el balcón a ver la luna llena. Llena la luna llena de manchas y lunares solares, cancerígenos, verde y blanca, luna del acarreo, luna de miel… Si hubiera podido sosegarse, si le hubiera el soriego cabido en la cabeza y levantado el ánimo… Pero el desasosiego expulsa también la luna llena, la fragancia estival, el sotobosque oscuro, los pinares, las encinas chaparras del montecillo, las atalayas a lo lejos, las avutardas que devoraban las siembras de muelas y garbanzos, el agua caliza de los pozos blancos. Era tan fría y tan cortante el agua aquella. Las manos y la cara en pleno agosto, a pleno día, se granizaban y volvían de hielo y de limón. El olor de los albaricoques, tan maduros, los tordos, los pardillos, los gorriones, picoteaban los albaricoques uno a uno. La soledad del regadío. El pueblo tan vacío en verano. ¿Por qué no viene a casa Juanjo? ¿Qué está pasando en todas partes? Lo que ha pasado hace unos días es que se fue con Juanjo -a pesar de que Juanjo gruñó un poco a esta idea de ir los dos- a comprar la moto al Yamaha Center de Marqués de Urquijo. Tres mil quinientos euros ha soltado Salazar de golpe. Juanjo ya la tenía apalabrada y había dejado él mismo una señal, mil euros, para que le fueran haciendo el papeleo. Esto es lo que le ha contado Juanjo a Salazar. Hace tres días resplandecía el verano poderoso, aventador, con su aliento populachero, vulgar, urbano, playero, de secano, en Madrid. Brillaban, horteras, todas las grandes superficies a la vez, con las corbatas y los pantalones cortos y los bañadores y las cremas de tostarse. Ahora de pronto nada brilla, nada suena, salvo, como un tintineo, en la memoria, el agua caliza de los almorrones. No ha encendido Salazar el aire acondicionado de su sala. Ha suspendido toda actividad. ¿Por qué no llama a Juanjo al móvil? Ya lo ha hecho y el móvil está siempre apagado o fuera de cobertura. ¿Y al móvil de Durán? ¿Estará Juanjo con Durán? Eso es verosímil. Y podría sobre todo llamar por teléfono a Allende, que tiene un contestador de Telefónica y que con toda seguridad contestaría, de no estar, más tarde. Ha ido a la habitación de Juanjo y lo ha registrado todo como una mujeruca. Juanjo apenas tiene nada propio. Todo lo que hay en ese cuarto, en su desorden, podría pertenecer a cualquier chico medio golfo de esa edad: las bragas gays, las camisetas sucias… Ah, la suciedad es casi el dato más resplandeciente de todo: resplandece la incuria como una flor rosa clara, fucsia sucia. No es una suciedad aún de mucho tiempo. Es el bozo de la incuria, el bozo de la mierda lo que brilla ahora aún. Es el sinafeitar de dos días del rostro del efebo de la mierda, la cara sin lavar que huele a rancio. Toda la habitación de Juanjo, que antes fue de Durán, sin ventilar, sin ordenar, huele a rancio, huele a rancho, a letrina, a suciedad de joven guapo que se ducha poco o con demasiado perfume de geles. Recorrer la habitación de Juanjo no es más desazonador que no saber por qué Juanjo no ha vuelto a casa. Se fue…, le llevó en la moto hasta el portal, le devolvió al portal hace tres días. Salazar confiaba en que, al estilo antiguo, se irían a «quemar caucho a las Perdices», con una ternura años cincuenta, años sesenta, una ternura subrepticia, tomar algo en el Alto de Los Leones, en un bar de carretera. Salazar apenas sabe cómo son las carreteras ya, sabe que son modernas autovías. Ir hasta Segovia, cruzar los pinares de Balsaín. Volver a casa, abrazar el torso de Juanjo… Todo esto que Salazar contaba tener en premio por sus tres mil quinientos euros. Nada de eso ha tenido lugar: le llevó a casa, cinco minutos desde el Yamaha Center. Todo lo que dijo es que había quedado, que luego se verían. Estaba tan deslumhrado Salazar por el veloz viaje del Yamaha Center al portal: el cuerpo del mozo ante él, el torso cálido… No se dio cuenta entonces de que todo se acababa ya. Ya había acabado. Le dejó en el portal y se largó y no ha vuelto. Esto es cruel sin duda: tonto y cruel. Salazar bien podría tranquilizarse pensando que un hijoputa así volverá tan pronto como se le acabe el dinero. ¿Por qué sufre? ¿Por qué no llama a las cosas por su nombre? Juanjo era o ha llegado a ser, gracias a Salazar, un perfecto hijo de puta: cuando necesite dinero o apoyo o una vulgar ducha, volverá. ¿Qué le está pasando a Salazar que es incapaz de pensar todas estas vulgares ideas que a cualquiera de nosotros se le ocurren en un caso así?
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