– ¡Ea, compañero! ¡Te veía hecho una mierda y ahora te veo hecho un capullo, quiero decir, de rosa! Me alegra por ti y también por mí. Confieso haber sentido, al venir y luego al verte, mucha más malsana curiosidad que buenas intenciones. Sigo sintiendo curiosidad ahora pero, gracias a tu visible recuperación, mis posibles buenas intenciones sobran. Van a dar las doce de la noche y si no me necesitas, me largo.
– ¡Pero es que sí te necesito, Paco! Aún no sabes qué ha pasado. Te lo imaginas, supongo. Pero no lo sabes. Le regalé a Juanjo una moto y no ha vuelto más. Eso ha pasado.
– Eso ha sido el detonante, ya veo. Juanjo es un macarra. ¿Qué esperabas?
– Tu Durán también es un macarra.
– No es mi Durán y tampoco es un macarra. Es un buen chico.
– ¡Ah, el buen macarra! Cristo se ha bajado de la cruz y en sendas cruces, tú y yo, nos vemos rodeados del mal macarra y del buen macarra como los dos ladrones de la crucifixión. Muy emocionante.
– Hablando así no llegamos a ninguna parte, Javier. Por lo menos yo no he venido aquí a escuchar versiones melodramáticas de tu vieja ironía. Si no me necesitas más que para segregar y escupir tu mal veneno, ahí te quedas.
Allende está ahora de nuevo irritado. O, quizá, irritado por primera vez en toda la noche aun reconociendo que en la ironía hermenéutica de Javier Salazar hay una instintiva -y quizá desesperada- búsqueda de un lenitivo. Esta, imagen dialéctica de un Salazar irónico que busca aliviarse de un sufrimiento -tal vez merecido- intenso, conmueve a Allende. El obrar bien en este caso -se le ocurre a Allende- tiene que consistir en no empeñarse en ninguna dirección o lógica que al propio Allende le parezca correcta si no en dejarse invadir por la contralógica del malestar de su amigo con la esperanza de aliviarle. Y está claro ahora, de pronto, para Allende, que su presencia en la casa ha paliado, si no el sufrimiento causado por el desamor, sí, al menos, la rampante irracionalidad en que Salazar se hallaba sumergido. Al tener que hablar, contar o no contar lo que le ocurre, en virtud de la mera presencia física de Allende, que ha venido justo a oír eso, Salazar se ha recuperado. Éste es el dato absoluto. El tránsito del is al ought , de lo que la situación es a lo que debe ser hecho en esta situación, le parece a Paco Allende, en este momento, evidente: tiene que quedarse donde está y seguir con Salazar toda la noche y todo el día siguiente, si es preciso, hasta salvarle. Y aunque la idea de salvación y la idea de salvador repugnen a Allende a estas alturas de su vida, descubre esta noche que -por encima y por debajo de todos los giros analíticos- sólo mediante estas ideas está en condiciones de hacer lo que debe. Todo esto -que está siendo desplegado en este relato frase por frase- sucede en la conciencia de Salazar como una instantánea. Mantendrá -decide- el gesto de irse como una amenaza pendiente que sirva para que Salazar continúe contando o no contando lo que quiera. Por eso repite:
– Creo, Javier, que deberías contarme lo que ha sucedido y dejarte de interpretaciones y de guasas. Como comprenderás, mi papel aquí sólo puede consistir en escucharte y, quizá, darte alguna idea que te resulte útil en tu situación al venir de fuera.
– Buen chico, Allende, buen chico. ¡Voy a celebrarlo con un trago!
Allende rebusca en su desordenada sala la botella de Glenfiddich, más de mediada ya, y, sin buscar un vaso, se echa un trago. Mientras todo lo anterior pasaba, Allende había permanecido de pie. Ahora se sienta. Le invade un ligero tedio. La curiosidad y el interés han desaparecido y ahora siente una como somnolencia. ¿Hace de verdad falta que se quede? Se iría a dormir de buena gana. Salazar no le ha contado lo ocurrido, pero está todo claro ya para Allende: Juanjo, el macarra, ha pillado la moto y se ha largado por Madrid. No hay ninguna novedad en esto. Esta es una historia vulgar. Habas contadas. Por un instante, hace un rato, Allende ha leído la situación desde una perspectiva heroica: para bien o para mal, Salazar es su amigo, sólo tiene a Allende esta noche. Es imperativo que Allende se quede esta noche con Salazar para lo que haga falta, ésta es la estructura formal que la intención de Allende tuvo hace rato, ahora ha pasado el tiempo, tiene sueño, Salazar ha vuelto a darle a la botella, ha encendido un pitillo que ha dejado quemarse sólo en un cenicero y ha encendido un nuevo pitillo. Ahora de pronto no resulta una figura trágica sino una especie de juerguista llevado de la lucidez a la falta de lucidez por un mismo impulso alcohólico. El imperativo de quedarse no contenía compasión alguna: ahora parece que la situación cambia, va a mejor, Salazar ya no lloriquea, el imperativo se destensa: ausente la compasión, ¿qué falta hace quedarse?
– ¿Sabes que yo se la he mamado a tu macarra? Tiene una polla gorda y fuerte tu Durán. Sabe salada. ¡Oye! Y le gustó. Que conste. Si quieres te hago ahora una mamada a ti también, para que veas que aún me queda una succión muy competente. Succiono de primera.
– Si cualquier persona me habla así, no la trato. Yo no trato a gente que habla como tú. Te trato a ti por ser tú. ¿Por qué me hablas así?
– ¿A que jode eso? Que se la mamen a tu chico, jode. Pues a mí también me jode. Por eso antes lloraba y ahora lloro. Tú nunca has querido a nadie…
– Ése eres tú, no yo. Ahora estás baboso. A la vejez viruelas, pero nunca has querido a nadie tú. Acuérdate de Carlos Mansilla, o de mí cuando te quise.
– Hijo de puta. ¡Salir con eso ahora!… ¿Y dónde está ahora tu Durán? Igual están los dos follando ahora, tu macarra y el mío.
– Igual sí. Pero lo dudo. Durán se fue a Marbella para arreglar lo del testamento de su madre. Sé más o menos lo que hace. He hablado con él esta misma tarde.
– Dichoso tú. Tú te mereces un amor del bueno. Yo no. ¡Me cago en Dios!
Allende está cansado. La desvergüenza verbal de Salazar -que le sorprende: antes Salazar no hablaba así- le irrita, además. Este recorrido convencional por todas las fases de la embriaguez de un ex seminarista, incluidas gratuitas blasfemias, le está aburriendo mucho.
– Salazar, me largo. No hago falta aquí. Esta devanadera no tiene parada. Salvo que te tires por la ventana, no te puedes parar. Vas a seguir bebiendo y vas a seguir por donde quieres seguir, esté yo o no. Mejor que me vaya.
¿Necesita Salazar amigos, o cocerse en su propia salsa? Ahora Allende no siente ni curiosidad ni interés ni se siente responsable en ningún sentido preciso de su amigo. Ni siquiera se siente amigo de este sesentón rijoso y agresivo, ni parece servir de nada que se quede. Todo lo que le ha pasado a Salazar -resume Allende a la vez que en su reloj de pulsera ve que son pasadas las doce de la noche-, lo único que le ha pasado es que ligó con un macarra y el macarra le dio plantón. Si Juanjo se presentara ahora en esta habitación -y bien podría ser que apareciese-, yo estaría de más. Estoy de más. No hay nada en mi voluntad de prestar ayuda a Salazar que valga un duro. Estaba aquí para sentirme mejor, superior: he venido sintiendo gran curiosidad y ahora la curiosidad se ha transformado en tedio, ha desaparecido la curiosidad y ¿qué queda ahora? Ahora queda la viscosidad de mi propia conciencia que lo babea todo. He venido aquí sólo porque me sentía superior, y aún me siento superior y quizá lo sea. Pero he dejado de cumplir aquí un papel. Soy irrelevante y estoy de más. Y Salazar, que es astuto y sabe esto, finge estar borracho y estar perdido y sufrir, para atraparme en este viscoso infierno que, por cierto, se parece mucho a mi propio infierno. Allende decide, súbitamente, sacudir con violencia a Salazar. Si le sacude con violencia, si le pega una bofetada, una patada, si le zarandea con violencia, si le arrastra a la ducha, si le grita, ¿logrará atravesar la viscosidad que ahora mismo les impregna a los dos?
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