La mención de Juanjo corta el curso de la melopea: Allende advierte que la asociación de Juanjo con el Ricky ensombrece a Salazar, que en su relato casi había logrado resultar cómico: de paso, la mención de Juanjo resta importancia a la vileza del tratamiento del caso del almacenista, el cínico abuso de poder de Salazar en esa ocasión: un temporero acosado por un alto ejecutivo de la editorial: ¿quién aceptaría la versión del temporero aunque todos supiesen, como sabían, que era más o menos verdadera? Ahora, en cambio, la cosa ha variado mucho: Salazar es incapaz de echar de casa al Juanjo como echó al Ricky, sin sentirlo apenas.
– ¡Ea, chico!, tengo yo una pena grande, un comecome tengo cuya metástasis se me ha últimamente reagarrado por culpa de las nuevas facilidades y grandes libertades de la raza gay, la nuestra, la nuestra madrepatria maricona. He aquí un ejemplo, Paco: tú y yo, pero más yo que tú, ejemplifico el caso, véase: he llegado tarde a la liberación homosexual. Tú, en cambio, aquejado de mucha menos dignidad y sentido de tu propio yo y tu puesto en el cosmos, te entregaste a la carnalidad tabernaria, barriobajera, perdulariamente, desde siempre, y lo gozaste. ¡Tú gozaste lo tuyo, Paco Allende, no lo niegues! Y yo no. Lo que te he contado de este chico, el Ricky, fue la excepción y no la regla en mí. ¡Tenía tan buen culo, que me lo puso Dios a huevo! Pero muy pronto yo le aborrecí, incluido el culo: no por depilado y musculado menos lerdo. Nada hay eterno en el hombre. Max Scheler, que era por cierto un pelma, no llegó tampoco a hacerlo ver. Lo más eterno de los hombres son sus culos, y son pura contingencia, ya ves tú. ¡Le aborrecí! Y cuando el Ricky lo contó, con idea tal vez de hacerse un sitio, hallarse un sitio en el cosmos del inmundo mundo editorial, yo lo negué. Pues bien, entonces descubrí o, mejor dicho, redescubrí entonces lo que había descubierto ya en el seminario: que yo no era como los demás, que no necesitaba ni comer, ni beber, ni follar, ni amar, ni ser amado. Sólo ser adorado y venerado, como una puta imagen de Dios mismo. Con los años, y especialmente ahora, con la eclosión esta zerolesca de lo gay, he descubierto en mí mi homofobia profunda. En recuerdo de cómo los judíos, a cuya raza pertenezco, odiaban ser judíos ingleses, judíos alemanes, judíos franceses y no sólo ingleses, alemanes o franceses, como todo el mundo… ¿No sientes la necesidad de preguntarme nada, Allende? No volverás a tener nunca una oportunidad tan rica y profunda como esta de enterarte de todo bien del todo. Contesta, ¿no quieres preguntarme nada?
– Verás, reconozco que has capturado mi atención. El alcohol te está sentando ahora bien: te ha humanizado un poco, pero en conjunto estás muy pelma. No veo adonde vas, ¿qué te propones? ¿Qué estás tratando de decir? ¿Es todo lo anterior una manera de decirme que lamentas haber sido homófobo o haberte portado mal con el Ricky o con Carlitos o con quien sea? ¿Qué es lo que quieres? He perdido el hilo un poco, y tengo sueño, eso también.
– Verás… Te interesará saber quizá, mi viejo Allende, que en mi conciencia, como en la de Jean Genet o en la de Sartre, la homosexualidad, su teoría y sobre todo su práctica, conecta ontológicamente con la marginación y con la soledad y con la muerte y con las cárceles. Ontológicamente significa ab ovo : significa antes y después de toda aceptación jurídica o política o social. Nadie nos librará de nuestra esencial conexión con la marginación, con el fracaso y con la muerte. La mayor parte de la gracia que aún tenemos los maricas, antes que la trivialidad y la normalidad nos conviertan en simples consumidores pancistas españoles, mariquitas per cápita que contribuyen con normalidad e incluso con un muy buen balance anual a los gastos de la hacienda pública, antes y después de toda esa babosa voluntad de normalización e identidad con los comemierdas que siempre hemos envidiado y odiado, nuestra conexión más pura es con el fracaso, con la marginación y con la muerte. Hasta tal punto que yo me vi obligado de muy joven, aún en el seminario, a rechazarlo en bloque todo ello, porque lo que yo quería ser y me había propuesto ser era justo lo contrario: no quise ser ni un solitario ni un marginado sino un hombre del centro, integrado, perfectamente identificable como personaje influyente de mi comunidad, y lo fui. Y, entonces, ¿qué fue lo que pasó? Lo que pasó fue que me jubilé y estaba en paz y a través de tu Durán se me metió la peste en casa. Lo que nunca había creído que yo desearía: la pareja, la familiaridad gay perpetua, lo gay normalizado se me metió en casa con tu Durán, tu comemierda. Pero lo más grave fue que a través de tu Durán, tu mosca muerta, me encontré con el Juanjo más divino, el más divino, el único capaz de hacerme ser el que nunca había yo, el que nunca me atreví yo a ser: el darme la vida y torturarme. La primera vez que me tragué todo su semen, dije: Éste es mi Dios, mi contradiós, de aquí no quiero ya salir cueste lo que cueste. Con Juanjo, por primera vez en mi vida sentí que era posible ese concepto tan contradictorio, del Villena, el Luis Antonio de Villena: la perversión vivible. Había yo considerado impracticable, no con tu Durán, mosquita muerta de la hostia, sino con Juanjo, el duro y cruel…
– ¡Ojo con la crueldad, Javier Salazar, mucho ojo con la crueldad y los crueles!: que en la crueldad el tránsito de la esencia ideal a la existencia es factible, es automáticamente real… Hay un argumento ontológico que, no siendo válido para probar la existencia de Dios a partir de la idea de Dios, funciona sin embargo para probar la existencia del mal absoluto a partir de la idea del mal absoluto.
Al decir esto con gran vehemencia, Allende se da cuenta, él mismo, de que no sabe bien lo que quiere decir: tiene la impresión de que ha dicho más de lo que sería lógicamente adecuado, aceptable en un sistema filosófico positivo, empírico. Y, sin embargo, la asociación entre la prueba ontológica anselmiana y la prueba ontológica de la existencia real del mal a partir de la idea del mal, le ha parecido esta noche evidente, sentimentalmente evidente. Como, por cierto, le pareció al propio San Anselmo inmediatamente evidente, cálidamente evidente, la idea de Dios. Javier Salazar, que sigue de pie en medio de la sala, agarrando su botella de Glenfiddich por el cuello, con la mano izquierda, contempla a Allende con una mueca -casi boquiabierto- que Allende no sabe cómo interpretar: podría ser sorpresa ante un concepto nuevo o simplemente -y esto es lo más probable- ese rebrillo del estupor alcohólico que nada significa.
En esto, ruido al otro lado de la puerta que da al hall: Salazar, que acaba de beber un trago de su whisky, se abalanza hacia la puerta y se da casi de bruces con Juanjo, que, resplandeciente, en opinión de Allende, con dos juegos de llaves, las de la moto y las del piso, entra engallado en la sala de estar. Allende dice:
– Bueno, chicos, yo me largo.
– Quédate un poco más, amigo. Quédate, hombre, a ver qué Juanjo tiene que contarnos, mi buen Juanjo -masculla Salazar, quien ahora, de pronto, es otra vez el del principio de esta noche: sucio, balbuciente, borracho, anulado y, de momento al menos, feliz.
Examinada desde fuera, desde el punto de vista de Allende, la escena es confusa y -¿por qué no decirlo?- embarazosa. Allende tiene ahora la sensación de que asiste a una escena privada, secreta, y, lo que es peor, fuera de control también para sus actores principales: esto es lo que a Allende le confunde más, le hace sentirse más incómodo: que la situación no parece hallarse bajo el control de nadie sino en franquía, como si Salazar y Juanjo fueran figuras goyescas, con los ojos vendados, que se atizan mamporros ciegamente en un juego cruel de la gallina ciega. Esto no es una reunión -piensa Allende-. No es como si después de una ausencia de tres días Juanjo volviese a casa y, hallándome yo casualmente de visita, estuviese a punto de compartir con Salazar y con el recién llegado, con Juanjo, el relato de un viaje agradable, no muy largo. No es como si hubiese algo que contar y Juanjo estuviese a punto de contarlo. No es como si hubiese sido normal, cotidiano, todo lo anterior, los tres días anteriores, y ahora, tomando un oporto, incluso un agradable whisky on the rocks , fuese factible resumir la situación y comprenderla. Juanjo no ha regresado esta noche -es casi la una de la noche- para dar cuenta de su ausencia, ni Salazar está en condiciones ahora -está sumamente borracho, en opinión de Allende- de atender a razones o de escuchar explicaciones. De hecho, en una de esas secuencias inconsecuentes de la dinamicidad de los beodos, Salazar se ha abrazado a Juanjo, quien, al no hacer el menor esfuerzo por sostenerle o por abrazarle a su vez, ha dejado que Salazar se desplome a sus pies como un pelele. Allende cree que debe irse. Si tuviera la energía suficiente para dejar esta habitación y esta casa e irse a la suya, nada sucedería. Pero no tiene esa energía, no tiene energía suficiente para abandonar este espectáculo deplorable e incomprensible. ¿Qué se están haciendo estos dos? Contemplado desde el punto de vista de Allende -que acaba de sentarse en uno de los sillones-, Juanjo parece muy alto, engallado, diabólico. No parece del todo una criatura de carne y hueso sino una especie de ninot, un comparsero de un carnaval súbito, insonorizado, como en un duermevela. Allende tiene la sensación de encontrarse sumido en un sueño ligero, poco antes de despertar, muy intenso, angustioso: tiene la impresión Allende de que si hiciera un movimiento brusco, si diera un salto, si se arrojara a un lado, izquierda o derecha, si se tirara del sillón al suelo, despertaría, y ambos personajes, los dos comparseros, Salazar y Juanjo, se salvarían también, se desharían de la ensoñación. Hora est iam de somno surgere . Allende no consigue librarse de la sensación de que, si estuviera en sus cabales, pegaría una patada a los dos hombres, a sus dos amigos, rompería los cristales de las ventanas: no hay ningún ruido, no hay ninguna rotura, no hay manera de distinguir lo real de lo irreal. Así, Allende contempla ahora al comparsero, al Juanjo, desnudándose. Hace calor. Al desnudarse lentamente Juanjo con Salazar a los pies como un pelele, Allende tiene la impresión de que la cara del chico se desfigura, se ensancha, se atocina, sangra. Como si se pintarrajeara por sí sola. Simulacro caníbal. Como si estos dos personajes, comparseros ambos, en cueros ambos, fueran a morderse las piernas y las pollas hasta sangrar. Lo cual sería delicioso si sólo fuera un juego, sólo un simulacro. Pero algo hay en esta habitación, esta noche, algo hay en los rostros de Salazar y de Juanjo, que destruye la confortable noción de simulacro, la pacífica noción de representación teatral. La dulce idea de juego y de Spielraum . Allende comprende claramente ahora que lo que va a suceder aquí no va a ser un juego. ¿Y qué otra cosa será entonces? Sólo puede ser -decide Allende- un juego cruel, un simulacro cruel, una corrida de los dos que simultáneamente les haga regozarse de gozo. Algo así. Sólo que eso no va a suceder. Allende no puede irse ahora porque lo que va a ver nadie lo ha visto nunca. Nadie vio nunca aquel momento en que cayó muerto Passolini en Ostia a manos del chico Pellosi o quizá de dos asesinos a sueldo que contrató la derecha italiana, o quizá la izquierda italiana. Decía Mallarmé que la muerte es un riachuelo muy somero que se cruza a pie y las guijas ligeramente resbaladizas bajo el agua aleve brillan y rebrillan como peces de pronto, cantos rodados y peces rodados, saltos de ranas rápidas en la corriente ligera que se convierte en un gran charco de sangre.
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