– Hombre, Juanjo, estás siendo muy injusto. Yo te he tratado bien, lo mejor que he podido. Siempre te he tratado bien. Lo único que digo es que choca, me duele, me jode ahora que de repente ahora salgas con el número secreto y las tarjetas, me hables como me hablas. Que me insultes me duele. Creo que me he portado bien contigo, Juanjo, de verdad.
– ¿He oído bien? ¿Has dicho que te jode? ¿Verdad, Miguel, que he oído bien? Esa es una palabra fuerte, no has dicho que lo sientes o que te extraña… Has dicho que te jode. ¡Más me jodes tú a mí y me aguanto! ¡Y más te va a joder, bastante más! ¡Esto es un palo que te estamos dando, tío!
– ¿Pero por qué, Juanjo, por qué?
– ¡Pero cómo que por qué! Para empezar, te voy a dar yo unos poquitos de porqués. Porque este chico, Miguel, para empezar, es un menor. ¿Te habías fijado en eso? O sea, o empiezas por la guita o llamo a la madera por teléfono y aquí te cogen con las manos en la puta masa.
– ¡Pero por qué! Esto a qué viene, Juanjo.
– ¿Te acuerdas que me reprochaste a mí montármelo con Durán que era un menor?, pues tú te lo has montado con un menor también, y mucho peor, con vicio, nosotros no, pero tú sí, con vicio.
La escena, ahora, se repliega sobre sí, como una desplegada mariposa que -contra natura, nunca mejor dicho- se replegara hacia su oruga primigenia. Así, ahora, estos tres personajes, uno de los cuales es un adolescente aún (y que es, por cierto, el que parece estar más asustado: el Miguel lleva un rato ya sintiéndose incómodo, con gana de irse. De hecho acaba de murmurar algo como: Juanjo, tío, déjale, vámonos ya!).
Pero Juanjo ahora no oye nada, retrocede, se repliega, se interioriza, allá a lo lejos: en los sucesivos, caedizos atardeceres y ayeres, su pasado, hay un Juanjo inocente, maltratado por la vida, degradado por el puto Salazar, injuriado por los profesores del curso de entrenadores que no le comprendieron, maltratado por todos los sexagenarios chupapollas de Madrid, amado sólo por sí mismo, y también en la infinita distancia que reflota ahora como una gran medusa transparente, una aguamala reflotada, advenida a la conciencia instantánea: de la misma manera que una gran medusa próxima a la playa, a merced del oleaje pequeño, súbito, como si tarareara, se aleja y se acerca peligrosamente a punto de embarrancar en la húmeda arena inerte, así los malos tratos y las humillaciones que Juanjo sufrió o creyó sufrir o vio sufrir, en las películas incluso, que ahora van y vienen: así, Sonia misma le desfavorablemente comparó con Valdano, le desatendió porque no le tomó en serio y atendió a su hija. Todo se ha vuelto transparente, lúcido, nítido, agresivo: en el interior de Juanjo explota una conciencia afilada expresamente ahora para dañar, sajar y disociar y olvidar. Y ante sí tiene esta conciencia el objeto intencional perfecto: Javier Salazar, que no entiende la situación y que además se niega, por lo que parece, a facilitarle a Juanjo el número secreto, la guita indispensable: Juanjo tiene toda la razón: cuanto más contempla al Salazar baboso, semidesnudo, semienvuelto en su toalla húmeda, más seguro está de la razón que tiene Juanjo. ¿Cómo puede negarle a él, Salazar ahora, esta humilde satisfacción económica, esta mínima confianza de facilitarle el número secreto de la puta Visa Oro y de la Mastercard? Tanto le subleva esta idea de pronto, que le pega una patada en las costillas a Salazar, una patada fuerte: Salazar aúlla, el Miguel pega un grito ahora:
– ¡Joder, tío, déjale!
Estos gritos y aullidos retumban en la oquedad de la conciencia de Juanjo y enloquecen lo poco que le queda de razón: se sazona de desvarío la conciencia razonable para volverse conciencia irrazonable, trillo que muele el mundo, extendido al sol de agosto en las eras, brasa que quema el mundo encendido en pipas y en pitillos, canutos, braseros, incendios forestales: la patada ha sido tan fuerte que Salazar se tumba sujetándose el costado sobre el lado izquierdo. Juanjo se le viene encima y levanta el pie para aplastarle la cabeza. El Miguel le agarra por los brazos. ¡Esto es la que seca del todo la paciencia escasa de Juanjo! De un empujón echa hacia atrás al Miguel y le pega a Salazar una patada, un pisotón en la cabeza, la oreja emborronarle quiere ahora. Salazar sangra por la nariz o por la boca. La sangre aterra a Salazar ahora, que grita, los gritos son terribles, retumban dentro de Juanjo como palos que le dieran a él y no que él diera: palos contra palos, la justicia titánica se pone de su parte: Juanjo tiene toda la razón. Se pone de rodillas junto a Salazar:
– Dame tu número secreto -dice Juanjo.
– 7871
– ¿Es el mismo para las dos tarjetas?
– Sí.
Juanjo se incorpora:
– ¡Vámonos, Miguel! -dice. Pero justo antes de alcanzar la puerta de la sala se vuelve hacia el Salazar, que sigue ahí tumbado, ensangrentado, y le dice-: ¡Ojo con lo que haces ahora, porque yo voy a volver, como se te ocurra dar parte al banco por teléfono, vuelvo y te mato a palos!
– No voy a decir nada -musita Salazar sin apenas moverse.
Salen los dos. Salazar se incorpora un poco. Ahora es otra vez el Salazar anterior a Juanjo y a Durán: el elegante editor jubilado, dueño de sí mismo y de su destino, que nunca se dejó avasallar, que bebía con moderación y que se burló de sus amantes, los que tuvo, que tampoco fueron tantos, autárquico, libre y frío, el adolescente que causó la muerte del adolescente Mansilla con su crudeza y su desamor. Como un borbotón de sangre, de pronto vuelve Carlitos Mansilla a su memoria, pobre Carlitos Mansilla, la humillación, la burla, el palo indigno. Se quita la toalla y dando tumbos va a la pequeña habitación contigua, donde tiene parte de su biblioteca, que tiene un balcón que se abre a la calle, está abierto el balcón, hay un taburete en el balcón que usa Salazar para poner macetas. Ahora está libre. Apoya en ese taburete una rodilla y se asoma, saca medio cuerpo balcón afuera: abajo Juanjo pone en marcha la Yamaha, el Miguel sentado atrás. Salazar pega un grito ¡¡Juanjo!! Se abalanza al parapeto del balcón con tanta fuerza que el balcón le llega por debajo de la cintura y Salazar, cabeza abajo, quiere desaparecer. Y cae cinco pisos de golpe contra el asfalto dulce de la noche rizomática. Una vecina en un mirador de enfrente, en camisón, ha visto a Salazar, ha oído su grito, ha gritado a su vez, llama a la policía.
No obstante inesperado, el suicidio de Javier Salazar no ha sorprendido a Allende. Ha sorprendido, sin embargo, a todos los demás, a Ramón Durán, a Emilia, a la pobre Lucía Martín, que ha acudido llorosa al discreto velatorio y que, por uno de esos giros del humor negro de los funerales, ha acabado haciendo las veces de viuda de Salazar. Se ha presentado muy de negro, ha llorado muy conspicuamente. Allende, sin querer, la ha conducido del brazo, con ese ademán cuidadoso, un poco distanciado, un tanto artificial, con que un maestro de ceremonias (de la familia) conduce a la doliente principal a su lugar, su reclinatorio en el sepelio o en este caso, tan acusadamente laico, a una de las butacas, la mejor butaca, de la salita donde se vela el discretamente arreglado difunto que, en el caso de Salazar, resulta irreconocible. La cara, con el golpe, se le ha desfigurado mucho y, de alguna manera, no se ha logrado ese efecto de naturalidad reposada que los maquilladores imprimen a los cadáveres. El difunto, en esta ocasión, parece más muerto que vivo. Apenas nadie de la editorial, al ser verano. Lucía Martín ha venido acompañada de Cita Vázquez, quien ha derramado en seco unas difíciles lágrimas impresionada por la atonalidad de la situación.
– ¡Desengáñese usted, señor! -ha comentado Cita Vázquez con Allende-. Desengáñese usted que lo laico es frío, muy frío. En estas ocasiones la Santa Madre Iglesia, los católicos, estamos muchísimo más propios, se siente más calor humano, más consuelo, ¡inclusive más paz!
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