– Si me compras la moto, te llevo de paquete y me puedes meter mano mientras circulamos a toda leche entre los coches de aquí a Galapagar.
– ¿Qué hora es? Mañana vamos si quieres. Mañana te doy lo que sea y te compro la moto.
– De eso nada -dice Juanjo-. Tú dame la pasta y voy yo solo.
– Vale. Cuenta con ello.
Todavía Juanjo no ha perfeccionado su crueldad. Aún no ha refinado su mala uva. Aún es un principiante en esto de hacer sufrir. Aún teme que Salazar se alce sobre sí mismo y le eche de casa. Por absurdo que parezca, en este momento de esta tarde Juanjo teme haber llegado demasiado lejos, haber hecho demasiado daño a su protector y haberse expuesto a que Salazar huya de casa por la noche, llame a la policía, le eche de casa. Sobre todo teme esto último: ¿y si Salazar de pronto se recuperara? ¿Y si Salazar, contra toda lógica, de pronto le manda a la mierda? Por eso, se desnuda ahora lentamente y se acaricia la verga y se exhibe delante de este delicado sesentón arrobado, abolido, que ha adelgazado, quizá, diez kilos en estos últimos meses, y que ahora, una vez más, se arrodilla delante de Juanjo como un animal pequeño. Le contempla y le lame los muslos y le acaricia el culo y le babosea los huevos y trata de masturbarle y ahí se queda, al nivel de la polla fuerte, vibrante, de Juanjo Garnacho en esta tarde mortal. Es el principio del fin.
En casa de Emilia se está bien. Incluso, en las habitaciones sin refrigerar, que son todas menos la sala, corre el aire claro, cálido, de Madrid a mediados de julio. Ramón Durán está contento aquí. En resumidas cuentas, el sablazo de Juanjo -todavía no consumado puesto que Durán no tiene el dinero en efectivo- ha sido astringente. Han pasado muchos años, una década entera, desde el colegio y las duchas y el Juanjo noble, monitor de futbito, y Ramón Durán ya no es el que era. Siente no ser el que era. Estos días en casa de Emilia, con Paula agobiada por los exámenes, con saludos que Allende manda por teléfono, se ha dilatado el corazón de Durán hacia atrás y hacia delante. Hacia atrás siente nostalgia de sus dieciséis años y de aquel Juanjo. Hacia delante siente simpatía por Emilia y su hija y se siente a gusto en esta casa. Esta frase es como un latido del corazón: se está bien aquí. Y este bienestar es inocente. Se compone de alguna que otra tertulia después de cenar, de unas cuantas películas de Digital plus. Es la primera vez en muchos años que puede intercalar Durán en su vida presente los recuerdos de su juventud y de su niñez y de su madre, y dotarlos, en la memoria, de una ternura imaginaria que es inocencia. El deseo es difuso ahora y la figura de Juanjo -curiosamente- es áspera y canalla. No puede Ramón Durán negar que esa aura canalla del nuevo Juanjo le excita. Pero le excita casi tanto en el modo del deseo como en el modo del rechazo. Ya sabemos que en la angustia de la posibilidad hasta el evitar es un apetecer. Pero evitar es contenerse en lugar de entregarse. Y aunque en ambas acciones hay erotismo, en el evitar hay un erotismo imaginario, benévolo. Hay una ensoñación de amor, que, en el apetito desatado, en el deseo que busca satisfacerse, no existe. Durán se encuentra en una situación ambivalente. Las circunstancias que le rodean son tranquilizadoras y energéticas (las dos mujeres de la casa van y vienen con determinación, entran y salen, discuten las películas o la política nacional, comparan a Zapatero con Rajoy, a Tony Blair con Aznar, hablan de todo, se pelean incluso, se ríen, bene agere ac laetari ), no hay malicia en ninguna de las dos. Y hay un tercer elemento, ausente, Paco Allende, que contribuye a la activa sedación de Durán. En estos días, mientras, veía la televisión o charlaba con Emilia, Durán, sin mencionar nada a Paco Allende, ha llegado a la conclusión de que Allende le ama. Y esto le regocija. Es un sentimiento dulzón, parecido al que se tiene después de beber un par de copas de vino o mientras se disfruta de una comida agradable. Es una sensación de expectación y de relativa plenitud. Sentirse amado es algo que es muy agradable, descubre Durán. A diferencia de sentirse codiciado -como se ha sentido muchas veces en estos años-, Durán se siente entendido, apoyado, respetado. Y libre. El aire cálido que libremente circula por todas las habitaciones de la casa de Emilia y de Paula, expresa esta libertad circulatoria que, por el momento, se reduce a dilatar la conciencia de Ramón Durán. En esta dilatación, como en un campo de juego, el evitar a Juanjo -no obstante apetecerle- es más fácil: hay una elemental batalla librándose entre el mundo encanallado de Salazar y Juanjo y los dos chicos y el mundo vigoroso e inteligente de Emilia y Paula, presidido por la ausencia de Allende. En esta batalla Ramón Durán es a ratos el objeto a conquistar, a ratos un espectador interesado, a ratos un chico muy joven aún, que tiene toda la vida por delante, y que, cada vez que piensa en el descarado sablazo de su antiguo amante, se retrae. En conjunto, Durán desea prolongar esta situación: para prologarla es indispensable no ponerse en contacto telefónico o físico con Juanjo. Así ha pasado unos días. Durante estos días, ha ido acrecentándose en Durán la sensación de que -¿por qué no?- tal vez Allende sea un compañero posible. Durán recuerda cómo se ofreció a Allende allá en Marbella, con la precipitación de quien vende lo primero que tiene a mano, su belleza corporal, porque teme quedarse sin recursos. Pero ahora ha visto, gracias a la generosidad de Allende, que no necesita venderse para ser respetado y amado. Esta es una idea nueva para Ramón Durán: una idea más poderosa de lo que parece a simple vista: más atractiva de lo que Durán -mientras deambulaba por Madrid perdiendo el tiempo- imaginó que podría ser la imagen de alguien que diera algo por nada. Al fin y al cabo, Allende se expone a amar a alguien que puede no corresponderle. No se siente obligado Durán a corresponder a Allende. Se siente inclinado a estimarle, a respetarle, a cambio del respeto que Allende le profesa. Esto es, de alguna manera, una consecuencia benéfica, liberadora, de la voluntad pedagógica de Paco Allende o, si se prefiere, de su arriesgado modo de entender el amor como liberación y no como devoración del objeto amado. Por un instante, en casa de Emilia, en la conciencia tranquilizada de Durán, el tiempo se detiene: ¿Y si fuera posible empezar de nuevo? ¿Y si fuera posible cambiar de vida? ¿Y si fuera posible regresar al seno materno y, como un niño, recomenzar de nuevo sin la debilidad, los errores, las interferencias, el gasto inútil de energía y de afecto que ha presidido toda la vida de Ramón Durán hasta la fecha? Todas estas reflexiones, funcionando a la vez en circuito cerrado, acaban por convencer a Durán de que debe hablar de todo ello con Allende. Gracias a Allende ha tenido a Emilia, a Paula, la levedad firme de esta casa, la agilidad mental, el corazón dilatado. ¿Quién mejor que Allende para dar el paso siguiente? Así que le llama por teléfono. Quedan en verse en casa de Emilia esa tarde. Durán ha telefoneado a Allende después de comer, Emilia no vendrá hasta tarde. Allende vendrá pasadas las cinco. Durán se tumba en su cama y se duerme. Le despierta el timbre de la puerta de entrada. Se instalan en la sala.
Es un encuentro delicioso. Allende está muy emocionado. Ha sido Durán quien ha querido el encuentro. No ha habido, por parte de Allende, ninguna estrategia y no va a haber en toda esta tarde tampoco celos (que, sin embargo, Allende ha sentido horriblemente punzantes durante estos días en que no ha visto a su amigo). La emoción de Allende se le contagia a Durán, que sonríe. Los dos sonríen, se sientan frente a frente, en parte parapetados por la camilla de Emilia. Para disimular su emoción, y también porque le parece de sentido común empezar así, Allende comienza por recordar a Durán que tiene que organizar la testamentaría de su madre. Esto sorprende muchísimo a Durán, que, de alguna manera, había pensado que automáticamente podía disponer de la herencia de su madre. Allende le explica el procedimiento a seguir: se trata de proveerse de un certificado de defunción de Chipri, ir al Registro General de Ultimas Voluntades para saber si existe algún testamento. Durán cree que no, pero ése es un trámite que hay que cumplir. Suponiendo que no haya ningún testamento, Durán tiene que demostrar mediante el libro de familia que es el único heredero de Chipri. Tiene entonces que ir a un notario y decir que quiere hacer la testamentaría de su madre, y el notario procederá a hacer un listado de los bienes de la difunta, hecho el cual, se declarará único heredero a Durán y puede procederse a vender, caso de que sea ésa su intención, el piso de Marbella. Tendrá, como es natural, que pagar unos derechos reales por la herencia. Estas explicaciones, en su esquemática y prosaica claridad, tranquilizan a los dos amantes. Lo primero que se le ocurre decir a Durán es:
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