Tahar Jelloun - Mi madre
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Keltum alza los ojos al cielo, y dice: «Siempre está igual, no para, unas veces es su hermano el que llega y no habla con ella, otras, su madre que viene a visitarla y me llama para que le cocine una bastela… Aquí vivimos con fantasmas, ella los ve probablemente, yo no veo ninguno, a veces me lo pregunto, quizá ella ve realmente a todos esos muertos que llegan para cogerla de la mano y llevársela con ellos, y la verdad es que me asusto, pero, como yo sigo teniendo bien la cabeza, me convenzo de que delira, pero nunca se sabe, algunos muertos bien enterrados aparecen de pronto en las casas, es extraño, pero como ella se imagina que está en su casa de Fez, me tranquiliza, todo ocurre allá, aquí en Tánger estamos a salvo, ella ya no sabe dónde está, al principio de su locura yo la corregía, intentaba hacerla entrar en razón, le recordaba las cosas, ella se sorprendía, me miraba con aire incrédulo y me decía tú estás loca, a menos que sea yo la que lo esté. Lleva tres días llorando, sobre todo cuando nos quedamos ella y yo solas, llora de verdad, no por su enfermedad, sino porque pretende que su madre acaba de morir y la han enterrado precipitadamente, sin cumplir con el lavado ritual. Por mucho que le diga que su madre lleva treinta años bajo tierra, no hay caso, insiste y continúa llorando como una niña desconsolada, luego dice que el funeral de su hija ha sido muy modesto, y yo, que ya no puedo más, me enfado y le digo que Turía está viva, que acaba de regresar de La Meca y que ha hablado con ella por teléfono la víspera, entonces deja de llorar y dice: "Mi hija no está muerta, entonces, ¿a quién enterramos ayer?". "Pues a nadie, te imaginas cosas que no existen"».
Keltum entra en el cuarto, cierra la puerta y se sienta en una silla, nos mira y dice: «Ya que estáis todos los hijos aquí, os tengo que decir que ya no puedo más. Vuestra madre es mi mejor amiga, pero estoy cansada, me agota, necesito unas vacaciones, cambiar de aires, ir a pasar algunos días con mis hijos y mis nietos, pero no puedo dejarla, cuando salgo por la mañana a hacer la compra, me suplica que regrese pronto, no puedo darle ese disgusto. Hace veinte años, yo era la sirvienta, hoy soy su amiga, su hija, su madre, su obsesión, y yo también la quiero, y no soporto cuando se pone a delirar, me duele, entre nosotras hay una diferencia de edad de quince o veinte años, pero tengo miedo de acabar como ella, en un rincón, entre la locura y el insomnio. Así que rezo a Dios y me cuido de mi vida. Yo también tengo reumatismos, jaquecas y dolores de estómago. Intento cuidarme, mis hijos me reclaman, de vez en cuando robo algunas horas y voy a verlos, otras, vienen ellos a verme, dan un poco de vida a esta vieja barraca, no es fácil, pero ¿qué le vamos a hacer? Dios ha querido que yo esté aquí y que acompañe a esta señora tan buena en sus últimos momentos. De noche es cuando más miedo tengo, no sé marcar los números de teléfono, Ahmed duerme aquí muy pocas veces, me entra pánico cuando ella se encuentra mal, tengo miedo de quedarme impotente ante alguna de sus crisis. Deberíais decirle a Ahmed que pase la noche con nosotras, al menos él es un hombre, podrá ser útil en caso de que ocurra un drama. Rhimo no se quejaría. Eso es todo lo que tenía que deciros. Me he aprendido de memoria sus medicinas, menos mal que las cajas tienen colores diferentes. A veces me entretengo repasando su tratamiento: por la mañana, una píldora rosa más la mitad de una blanca; al mediodía, dos blancas de la caja verde; por la noche, la mitad de una pastilla de la caja amarilla y azul, luego un sobre, eso es fácil, sé que el sobre se lo doy con la cena. Cuando el doctor le cambia el tratamiento, me entra el pánico, pero me las arreglo, consigo no equivocarme y espero no cometer nunca un error, en cualquier caso, no mientras tenga buena vista y buena salud. Yo también estoy amenazada, ya no tengo veinte años, la vida es dura, felizmente esta amistad nos une, yo hago el bien, vosotros hacéis el bien y Dios os ayuda y os protege».
No todos compartimos esa visión casi idílica de la relación entre Keltum y mi madre. Yo intento no pensar mucho en ello. ¿Acaso podemos elegir? Después de todo, es mi madre quien la quiere tener con ella y la reclama. No debemos romper ese frágil equilibrio. En cuanto a Rhimo, siempre callada, ¿qué pensará? Ella limpia la casa, no se pierde ni un episodio en la tele de «Esmeralda», un culebrón llegado de un país sudamericano, hace sus oraciones y protesta cuando Keltum la maltrata. A veces asistimos a un espectáculo a tres: la enferma, la jefa y la criada. También está Ahmed, cuyos tejemanejes siguen siendo secretos.
29
Leí en un periódico que las personas analfabetas tienen más riesgo de padecer la enfermedad de Alzheimer que las que han tenido una actividad cerebral intensa y rica. Mi madre se sirvió de su mente para imaginar otra vida, para ponernos a salvo del mal y para vernos crecer a la sombra de su bendición. Su ámbito intelectual es muy reducido: se sabe de memoria algunos versículos del Corán, algunas oraciones, invocaciones a Dios y a su profeta, conoce algunas canciones populares y vive con muy pocas cosas que van y vienen en su cabeza. Sabe por intuición y por costumbre el funcionamiento de las tradiciones de la ciudad de Fez y cómo orientarse en el laberinto de esa vieja medina.
El Alzheimer ha penetrado sin violencia en ese modesto cerebro. A veces tiene momentos de lucidez y se burla de sus desvaríos. Con el tiempo, esos instantes son cada vez menos frecuentes y más breves. No sufre, se aburre, y entonces olvida el presente y regresa a lo más remoto de su pasado. Está sola, rodeada de fantasmas y sombras de esa época de la inocencia.
Me pregunto si los enfados de Keltum los provoca el cansancio y el discurso repetitivo de mi madre o la idea de acabar sus días como ella.
Pensar en esa ruina, en esas ausencias, donde el tiempo se aburre y se deshace, mirar su propia imagen deshecha en ese espejo lleno de agujeros, ir a buscar en su propio yo las huellas de la felicidad con la esperanza de colmar esas grietas del alma y salvar a las palabras de ese desasosiego que lastima. Me invade la pena. Debería cambiar de aires. Vuelvo a pensar en Zilli, la madre de Roland, la veo en los años cuarenta en Viena, bella y enamorada, seductora y vital, viajando con muchas maletas y baúles, despreocupada, tocando el piano justo antes de tomar el tren para París, antes de vivir una maravillosa historia de amor.
Mi madre no está serena. Llora y quiere ver a su madre y a su hermano pequeño. Keltum ha perdido la paciencia, y a veces le dice que están muertos y más que enterrados, otras, le sigue la corriente y potencia su delirio. La ha sentado en la silla de ruedas y la pasea por la casa en busca de los muertos. «Vamos, querida, no te impacientes, vamos a ir a por mamá y a por tu hermano pequeño, tu preferido, quizá se han escondido debajo de la cama o detrás de las cortinas, venga, no te impacientes, mi niña, voy a correr las cortinas, ¡vaya!, han desaparecido, son más rápidos que nosotras, espera, vamos a ver si están en el armario grande, oigo risas contenidas, deben de ser ellos que se están burlando de nosotras, no te muevas, no llores, vamos a encontrarlos, tenemos todo el tiempo del mundo, sí, ya he preparado la cena, también he cocinado para ellos, a tu madre le gusta el tayín de cordero con membrillos y con gombos, ya lo sé, a ella le encanta esa verdura viscosa, yo la aborrezco, ya lo sé, soy una campesina, no lo bastante refinada para saborear esa exquisitez… pero la he cocinado para tu mamá, ven, te voy a llevar al salón, aquí no veo nada, ¿ves?, no están, tú dices que los oyes y los ves, no lo dudo, pero si ya los has visto vamos a dejar de buscarlos, volvamos al dormitorio, ¿los has invitado a cenar?, estupendo, ahora te tengo que dejar, tengo que ir a comprar pan, un tayín sin que haya pan para mojar en la salsa es imposible, te voy a dejar sola un ratito, te vuelvo a instalar en tu dormitorio, voy a poner la mesa e iré al horno del barrio a por pan caliente, pero, ¿por qué lloras?, ¿quieres un pañuelo de seda?, ¿no, un pañuelo, no?, ¿un chal?, ¿un trapo para jugar?, ¿dinero para ir a comprarte una joya?, espera a que tu hijo venga y te dé muchos billetes, mientras tanto, tómate la medicina, la de la caja amarilla, ¿o será la otra? ya no sé, tengo miedo de equivocarme, estás haciendo que pierda la cabeza, no sé lo que hago, me alteras, estoy cansada. Tenemos que telefonear a tu hija. Después de todo, es su deber, ya sé, está enferma, es la época en que le vienen las crisis, qué le vamos a hacer, yo estoy aquí, estaré siempre aquí, ésa es mi vida, mi destino, lo que Dios ha escrito para mí…».
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