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Graham Joyce: Amigos nocturnos

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Graham Joyce Amigos nocturnos

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Graham Joyce lo ha vuelto a hacer. Nos brinda uno de esos libros que no sabes bien cómo, pero que no puedes dejar de leer, pues te engancha desde la primera página. Con una prosa engañosamente sencilla, aunque mucho más elaborada de lo que parece a simple vista y una estructura de capítulos cortos que invitan a ir avanzando con celeridad, Joyce te envuelve en su particular universo de manera eficaz. En esta ocasión, el protagonista es un chico -Sam Southall- y sus amigos de pandilla que viven en Coventry, escenario habitual del autor. Lo que inicialmente parece un simple relato de aventurillas juveniles, empieza a adquirir rápidamente tintes un tanto oscuros (el incidente del lucio, la masacre de los padres de uno de los protagonistas) y sobre todo, la aparición del primer y único elemento fantástico de la narración: una especie de duende perverso que sólo puede ser visto por el protagonista. Es evidente que el libro admite varias lecturas. Una más superficial que nos presentaría las aventuras y desventuras de un joven acosado por un personaje sobrenatural que destruye todo lo que tiene cerca y que no deja de fastidiar terriblemente a la única persona que, en condiciones normales puede verlo. Pero esa sería una lectura demasiado superficial. Es evidente que las intenciones del autor son otras. La narración es una alegoría del paso de la infancia a la madurez a través de una problemática adolescencia, con los clásicos miedos y temores que comporta, la explosión de sentimientos, la confusión, la necesidad de rebelarse contra lo establecido y el descubrimiento del sexo. La novela, que en otras manos podría haberse convertido en una novela de terror, no produce miedo en ningún momento, como mucho una cierta inquietud ante lo desconocido. Especialmente ante los capítulos en que otras personas pueden percibir en cierta manera al duende, cuya naturaleza no queda clara en ningún momento, cosa que potencia el elemento mistérico de la narración. En definitiva, otra excelente novela de Joyce que nos tiene malacostumbrados a estas pequeñas joyas que de tanto en cuanto los editores nos ofrecen traducidas. Espero que dicha tendencia se mantenga en el futuro y podamos disfrutar de más obras de este peculiar autor.

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El taller de Morris era para la imaginación de Clive como la cueva de Alí Babá. Había extrañas herramientas que colgaban en pulcras hileras sobre las paredes. Los estantes estaban atestados de piezas extraídas de motores, conjuntos de válvulas inalámbricas, máquinas tragaperras inservibles, muelles, poleas, pesos, y kilómetros de cables. Del techo colgaba una hélice de avión auténtica que ocupaba todo lo largo del cobertizo, una escopeta de dos cañones estaba asegurada con candado en la pared del fondo del garaje y una máquina de discos Wurlitzer, hecha una ruina, acumulaba polvo en un rincón junto con una bandeja con discos negros de vinilo que esperaba bajo una cubierta de metacrilato una orden de selección que nunca llegaría.

Morris era muy temperamental. Lanzaba cosas en el garaje y las palabrotas ardían en el aire como las chispas que manaban de su pulidora. A veces salía como un ciclón del garaje, apartando a los niños como la espuela de un rayo, dando patadas a los triciclos que yacían tirados a su paso, o a los balones de fútbol, para despejar su camino.

En otras ocasiones se ablandaba ante el interés de Clive y fomentaba la atención del chico. Una tarde, cuando Linda y los chicos habían vuelto del colegio, dejó de manipular trozos de cartón y descubrió una cubierta de lona en el fondo del taller debajo de la cual había un esbelto artilugio. Terry ya lo había visto antes y, aburrido, se alejó. Linda creyó que le iba a pedir que se ensuciara los guantes blancos de modo que se metió en la caravana donde su tía, Jane Morris, estaba sentada con los dos gemelos, el hermano y la hermana de Terry. Sam y Clive se quedaron parpadeando ante el artilugio.

Sobre una estructura había una rueda de bicicleta sin radios. Una vez que Morris puso el artefacto en marcha descendieron, gracias a unos astutos pesos, una serie de varas pulidas y engrasadas y volvieron a su posición original tras mover la rueda. Era algo ingenioso, diabólicamente ingenioso. El problema era que no parecía hacer nada.

– Una máquina de movimiento perpetuo -dijo Morris-. Dicen que es imposible. Pero yo voy a fabricarla. He estado trabajando en esto siete años.

– ¿Está acabada? -Clive estaba hipnotizado. Morris miró con tristeza el artefacto.

– No. Tras un rato se detiene. La fricción, chicos, la fricción. Eso es lo que nos detiene. Siempre. La puñetera fricción.

Morris comenzó a largarles un sermón fantástico sobre cómo el carbón y el aceite y el combustible fósil no iban a durar siempre y que sería mejor que los científicos encontraran una maldita alternativa lo antes posible. Contemplaba su máquina y parecía hablar para sí. Sam, que no podía entender aquello, retrocedió en busca de Terry. Clive, que quería entenderlo todo, contempló cómo rotaba la rueda como si en algún momento pudiese abrir una puerta en el tiempo.

Entonces Jane Morris apareció en la entrada del garaje. Tenía agarrado un trozo de papel. Sus facciones parecían esculpidas en metal. La furia había dibujado una burda geometría en su rostro.

– Será mejor que vayas a por los demás y os vayáis -le dijo Morris a Clive-. Está a punto de comenzar la tercera guerra mundial.

– Está a punto de comenzar la tercera guerra mundial -le dijo Clive a sus padres aquella noche.

– ¿Eh?

– El padre de Terry miró a su madre y me dijo que la tercera guerra mundial estaba a punto de comenzar.

Eric Rogers se rió, Betty apretó los labios.

Se estaban preparando para ir a la biblioteca. Uno de los castigos por haber dado a luz un chico superdotado era la visita bisemanal a la biblioteca. El señor y la señora Rogers sufrían alternativamente la humillación de haber sido sobrepasados por su hijo de siete años. Les llevaba cinco minutos elegir una del oeste y una romántica respectivamente mientras que Clive demandaba la hora completa que le proporcionaba el ser socio. Dos días más tarde él había terminado sus libros, y se veían obligados a devolver lo que habían elegido sin leer, tan solo por guardar las apariencias.

Los libros, por otra parte, no eran muy numerosos en el hogar de los Rogers. Sin embargo, debido al don especial de Clive, habían sido convencidos por un vendedor puerta a puerta de invertir en una colección tremendamente cara de la Enciclopedia Británica. Era un serio sacrificio. Los libros llegaban encuadernados en lujoso cuero blanco. Solo cuando llegaron todos y quedaron apilados en el salón como dos pilares de un templo ocultista entendió Eric por qué les habían recomendado comprar una estantería de teca como extra opcional. Le podría haber aliviado saber que, debido a la curiosidad rapaz de Clive, la suya era la única colección de la ciudad en la que todos y cada uno de los volúmenes habían sido sacados de la estantería para ser consultados de manera auténtica.

Clive había descubierto la ciencia ficción, de modo que Eric intentó descubrirla con él. A veces era bastante complicado.

– ¿Qué es un contador Geiger?

– Búscalo, hijo. Para eso hemos comprado la Enciclopedia.

– ¿Qué es un rayo abductor positrónico?

– Que me aspen si lo sé, hijo. ¿Puedes buscarlo?

La noche iba llegando mientras Clive y su padre avanzaban hacia la biblioteca. De los abedules caían enormes hojas pardas, secas y crujientes como pergaminos. Mientras se acercaban a la casa donde estaba ubicada la caravana de Terry, les distrajo el sonido rugiente de un motor en marcha. El MG del señor Morris salió del camino frenando bruscamente al llegar a la carretera. Lo seguía Jane Morris, descalza y corriendo, con una enorme sartén de aluminio en la mano. Al acelerar el mg, chirriaron las ruedas, y la sartén golpeó el guardabarros trasero para, a continuación, caer al suelo dando botes.

– ¡Gilipollas! -gritó ella.

Estaba colorada por la rabia. Clive miró a su padre a través de una nube de humo del tubo de escape.

– ¡Gilipollas de mierda! -gritó de nuevo Jane Morris.

Eric Rogers parecía que iba a decir algo. En su lugar recogió la sartén. En el fondo estaban los restos quemados de la cena de alguien. Devolvió la sartén a la mujer intentando que no le delataran los ojos. Sin decir palabra, Jane Morris volvió a la caravana.

Clive y su padre caminaron en silencio los quinientos metros hasta la biblioteca. Eric sabía que la mente de su hijo estaba preocupada por algo. A la temprana edad de siete años había desarrollado una arruga vertical justo encima del puente de la nariz que aparecía siempre que estaba reflexionando. Los pensamientos de Eric aún se centraban en el arrebato de Jane.

Cuando llegaron a la biblioteca, su hijo se detuvo antes de entrar. El rostro del chico estaba nublado por una expresión de profunda ansiedad.

– ¿Papá?

– ¿Qué ocurre?

– ¿Qué es un isótopo radioactivo?

6. Malas influencias

En aquella época, Dios, de manera misteriosa, entró en las vidas de los tres muchachos. Dios también llegó a la vida de Linda la Larguirucha y, de forma simultánea, entró en la órbita de otros cinco chicos de la localidad, todos más jóvenes que los muchachos. Ocurrió una mañana en la que Sam no tenía más expectativas en la vida que un partido de fútbol.

Un domingo por la mañana, tras el desayuno, Sam vio cómo le abotonaban unas ropas que detestaba. Era un traje con pantalones cortos tejido con una fibra sintética brillante y áspera. Había sido embutido en el traje en dos ocasiones más, una vez antes de una boda y otra en un bautizo. Tras ser instruido acerca de cómo tirar de un par de ligas elásticas para que sostuviesen unos calcetines color crema que le llegaban hasta las rodillas, se le ordenó que limpiara los mejores zapatos negros que tenía hasta que brillaran. Cuando estuvo listo, Connie le mojó el pelo con agua y, por medio de un cepillado tremendo, consiguió pegarle el pelo a la coronilla.

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