Se le erizó el pelo. Miró parpadeando la oscuridad inescrutable. La camisa blanca, lista para el colegio a la mañana siguiente, estaba colgada del respaldo de una silla y flotaba en la penumbra. Clavó los ojos en la camisa. Había una figura agachada detrás de la silla. La sorprendente quietud de la habitación parecía hincharse y despellejarse como una capa de piel.
– Sé que estás ahí. Puedo verte.
La figura se puso ligeramente tensa.
Sam estaba asustado, pero en lo profundo de su miedo se sintió, de manera sorprendente, bastante sereno. Aun así le temblaba la voz.
– Es inútil que te escondas. Sé que estás detrás de la silla.
La figura soltó un breve suspiro. Sam no podía distinguir nada detrás de la camisa colgada. Un ladrón, pensó. Es un ladrón. El intruso se decidió a salir de su escondite. Salió de detrás de la silla mientras enderezaba lentamente la espalda. La cortina de la ventana se elevó. A lo lejos, en mitad de la nada, un perro ladró tres veces. Todo lo que Sam podía discernir era la negra figura de lo que parecía ser un hombre bajito. La sombra se acercó a los pies de la cama.
La voz sonó como un ronco susurro.
– ¿Puedes verme? ¿Puedes?
A través de la ventana podía verse la luna delgada como una uña. Apenas iluminaba el rostro del intruso, pero lo que Sam podía adivinar no le gustaba. Dos ojos oscuros, que brillaban como el caparazón negro verdoso de un escarabajo, lo miraban fijamente. Los ojos eran profundos, entrecerrados, amenazantes bajo una mata de pelo negro alborotado. Unos rizos enmarañados encuadraban unos pómulos afilados y una tez morena. A la mente le vino la palabra «mestizo». Sam había oído a los adultos utilizar ese término en un sentido feo que iba más allá de la propia palabra. Ahora que la figura se había acercado, Sam notó que el olor que había reconocido al despertar provenía del ladrón. No le llegaba a través de la ventana. Era el olor del intruso, y además del olor a hierba mojada podía percibir el olor a sudor de caballo, a excrementos de pájaros, y a camomila. El intruso -Sam era incapaz de decidir si era hombre o mujer- de repente ladeó la cabeza y sonrió. Bajo los débiles rayos de la luna una hilera de dientes brilló como una bocanada de luz azul. Los dientes eran perfectos, pero, a menos que se equivocara, estaban afilados en punta. El intruso, totalmente enderezado, no medía más de un metro veinte, o en cualquier caso, unos centímetros más que Sam. Era difícil ver lo que llevaba aquella criatura en la oscuridad, pero pudo identificar unas mallas de color mostaza y verde, y unas botas pesadas de estilo industrial.
– Sí, puedo verte.
– Eso es malo. Muy malo.
Sam asintió en silencio. No sabía por qué era malo, pero intuía que era mejor darle la razón.
El intruso miraba fijamente a Sam, como si estuviese indeciso sobre lo que hacer a continuación.
– Y puedes oírme. Es obvio, es obvio, es obvio. Malo.
Los afilados dientes brillaron de nuevo bajo la luz de la luna con un color azul eléctrico. Se produjo un leve crujido cuando la figura colocó un dedo en el poste de la cama. Sam sintió que el crujido le llegaba hasta la nuca y le movía el cabello. El intruso descargaba electricidad estática.
Sam tuvo de repente una idea acerca de quién era aquella figura. -Has venido a por el diente, ¿verdad?
Estaba estupefacto por la aparición del duende. Si alguna vez había pensado en un duende antes de aquella noche, se lo había imaginado como un ser frágil de un palmo de altura, con alas y un sombrero hecho con la capucha de una bellota. No desde luego un matón con unas botas enormes.
– Quieres el diente, ¿verdad?
– ¡Chsss! ¡No despiertes a toda la casa! ¿Cómo puede ser que me veas? ¿Cómo me has encontrado? No respondas. Espera.
El duende alzó una mano perfectamente arreglada, con cinco dedos de marfil extendidos y un anillo plateado en cada uno de ellos.
– ¿Cuántos dedos ves?
– Cinco.
– Esto está mal. Muy mal.
El duende se colocó dos dedos sobre el puente de la nariz. Parecía estar pensando.
– Esta es la peor de todas las situaciones posibles. La peor. -¿No quieres el diente?
– ¿Eh?
– El diente. ¿No lo quieres? -Sam extendió la palma de la mano donde estaba el diminuto incisivo.
El duende se levantó y contempló durante un buen rato el diente que le era ofrecido hasta que por fin lo aceptó. Sam sintió una leve descarga eléctrica con el roce. El duende retrocedió hasta la ventana y alzó el diente bajo la mortecina luz de la luna.
– ¿Te das cuenta del problema en el que estamos metidos? ¿Los dos? ¡Me has visto! ¿Sabes lo que eso significa?
El duende giró el diente bajo la débil luz.
– ¡No grites! Vas a despertar a papá y a mamá.
– ¡Que se jodan!
El veneno que condensaba aquella expresión dejó a Sam estupefacto.
– ¡Se lo diré!
El duende se acercó hasta la cama, extendió una mano hacia el rostro de Sam y tapó la boca del muchacho con aquellos dedos que eran tan elegantes y esbeltos como fuertes. De nuevo sintió un pinchazo eléctrico. La mano retorció la fofa carne de los carrillos de manera violenta mientras las uñas se le clavaban en el rostro.
– Y ¿qué les vas a decir?, ¿que has visto a un duende? Van a pensar que estás como una puta cabra. ¿Sabes lo que les hacen a los locos?
En la habitación de al lado se produjo un sonido sordo y se oyeron unos muelles de cama.
La mano se apartó.
– ¡Joder! -dijo el duende mientras se subía a la cama y colocaba una gran bota negra en el alféizar-. Me largo.
– ¡Espera! ¡No me has dado nada! ¡Por el diente!
El duende lo miró sorprendido. Lanzó otra mirada a la ventana por la que había entrado y pareció atrapado durante un instante mientras se debatía entre escapar o cumplir un contrato inquebrantable. Oyeron pasos que se acercaban desde la habitación contigua. Tras rebuscar de manera nerviosa en un bolsillo, el duende sacó una moneda de plata de seis peniques y la lanzó al aire. La moneda parpadeó a la luz de la luna haciendo giros mientras caía. Los seis peniques aterrizaron suavemente sobre la almohada antes de desaparecer limpiamente a través de ella. Sam deslizó una mano por debajo pero se detuvo cuando el duende le gritó de forma violenta.
– Déjala hasta por la mañana, mocoso. ¡Ya me has oído! No la toques hasta mañana.
Se oyó el quejido de una bisagra, y la madera del suelo crujió. El duende se alzó sobre el alféizar.
– ¿Te veré de nuevo? -preguntó Sam.
– Desearás no haberme visto nunca.
El duende saltó por la ventana justo cuando se abría la puerta del dormitorio de Sam. La luz del pasillo se coló en el interior. Era su madre, que encendió la lamparita de noche.
– ¿Estás bien, Sam? Me ha parecido que hablabas en sueños. ¿Has abierto tú la ventana?
La cerró y echó las cortinas. Le alisó de nuevo la almohada y lo besó en la frente antes de estirar las mantas.
– Vuelve a dormir -dijo.
Ya que la caravana de su primo estaba de camino, Linda la Larguirucha recogía a Terry cada mañana para acompañarlo al colegio. Entonces Terry insistía en recoger primero a Sam y luego a Clive para juntos rezagarse en los últimos metros de la caminata. A Linda aquello no le gustaba. Tenía casi once años y sentía de manera aguda e intuitiva cómo un misterioso velo se retiraba. El velo que daría paso al estado sublime y trascendental de la edad adulta. Pero tal intuición le hacía actuar de modo extraño. Últimamente le había dado por llevar al colegio guantes blancos de encaje todos los días. Sus padres resumían su estado como «depresivo». Cuando no la llamaban Linda la Larguirucha, la llamaban Linda la Deprimida.
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