– ¡Joder! ¡Joder! ¿Por qué lo hiciste? ¿Por qué? ¿Sabes que cuando descubrí que podías verme estuve a punto de sacarte los ojos? ¡Casi lo hice! ¡Podría hacerlo ahora mismo!
La criatura alargó un tembloroso dedo hacia Sam mientras hablaba. Se produjo una explosión de furia, que se extendió por la habitación. Saltó sobre la cama de Sam y lo sujetó con sus huesudas rodillas. Se inclinó sobre él y exhaló con brusquedad. El aliento golpeó a Sam en el ojo derecho. Otra vez pudo distinguir un olor a cuadra y a excrementos de pájaros mezclado con el de los ciruelos y la hierba recién cortada. Sintió una sensación aguda y dolorosa en el ojo.
Sam chilló. Era demasiado. El terror lo inundó.
– ¡Mamá! ¡Buaaaaaaa! ¡Papá! -El grito ascendió hasta hacerse muy agudo.
El duende se apartó horrorizado.
– ¡No, no, no! No debí haber hecho eso. ¡Tendré que pagar por ello! ¡No, no, no! ¡Deja de gritar! ¡Deja de gritar!
– ¡Buaaaaaaa!
En la otra habitación se oyeron movimientos. Un golpe sordo. El duende colocó sus dedos llenos de anillos sobre la boca de Sam.
– ¡Detente! Si se lo cuentas, será peor para los dos.
La puerta del dormitorio de los padres chirrió. Sonaron pisadas apagadas en el pasillo entre ambas habitaciones. El suelo de madera crujió. Sam mordió con fuerza los dedos que le tapaban la boca. El duende retrocedió estupefacto mientras observaba las marcas de dientes en forma de media luna sobre sus dedos. Dirigió la vista hacia la puerta del dormitorio.
– ¡No se lo digas! -siseó la criatura antes de saltar al alféizar-. ¡Ni se te ocurra!
Tras lo cual escapó hacia la noche.
La puerta del dormitorio se abrió y el cuarto se llenó de luz. Era su padre, con el pelo enmarañado, sin afeitar, y con unos ojos que parecían canicas desenterradas del jardín.
– ¿A qué vienen tantos gritos?
Sam intentó hablar pero le faltaba el aliento. Intentó decir:
– El duende.
Pero todo lo que salió de su boca fue un sollozo convulso. Estaba hiperventilando.
– Venga, Sam. Has tenido una pesadilla. Una pesadilla. Ya se ha ido, ¿vale? No pasa nada. No pasa nada. -Su padre le acarició el pelo-. Estás empapado, mozalbete. Empapado. Venga, vuelve a dormir, no pasa nada.
Su padre alzó la vista hacia la ventana mientras arreglaba las sábanas.
– Hace un frío que pela aquí. No me extraña.
Cerró la ventana y echó el pestillo.
– Deja la luz encendida -dijo Sam. Su padre dudó.
– Dejaré la luz del pasillo encendida y la puerta abierta. Si no, no te vas a dormir.
Sam cerró los ojos como accediendo y los volvió a abrir en cuanto se fue su padre. Salió como pudo de la cama y miró a través de la ventana. La luna brillaba pálida sobre los tejados de pizarra grisáceos de las casas cercanas. Dejó que la cortina cayese y se giró para recoger el castillo de juguete. Tenía un lateral roto. Sus maltrechas tropas compuestas por cruzados de todo tipo, caballería de los Estados Unidos, paracaidistas e indios pieles rojas estaban desperdigadas por el suelo, derrotadas por el ejército de las pesadillas. Los dejó morir allí donde habían caído.
El ojo de Sam, que había sido rociado por los nocivos vapores del duende, estaba irritado. Volvió a la cama y tras un rato se durmió de nuevo.
La noche siguiente a la segunda aparición del duende, Sam estaba hundido en un sillón, contemplando en silencio un libro de ilustraciones. Se dio cuenta de que su madre lo miraba fijamente. Alzó la vista hacia ella, pero ella no apartó la mirada. Tampoco sonrió, de modo que volvió a clavar los ojos en las ilustraciones, aún consciente, gracias a su visión periférica, de la atención de su madre.
– Ese chico tiene bizquera -oyó que su madre susurraba.
Nev gruñó de manera apática desde detrás del periódico.
– En serio -insistió Connie-, mira.
El periódico bajó lentamente, hasta que los ojos y la nariz de Nev aparecieron por encima de los titulares.
– ¿Qué?
Sam fingió no darse cuenta de aquella atención.
– El ojo derecho. Se gira ligeramente hacia adentro.
– ¿Y qué?
– Habría que echarle un vistazo.
Derrotado, Nev dejó que el periódico se posase en su regazo.
– Cuando no es artista, es autista, o comoquiera que se diga esa maldita palabra. Y cuando no tiene articulaciones dobles, es ciego de un puñetero ojo.
– No he dicho que esté ciego. He dicho que tiene bizquera.
– ¿Por qué no dejas al chico en paz en lugar de estar todo el día criticándole y chinchándole? Era imposible detener a Connie.
– Sam. Deja el libro. Ahora mírame. Ahora mira a la puerta sin mover la cabeza.
Sam hizo lo que le ordenaban. Su madre se acuclilló junto a él, tenía los ojos como un búho, llenos de autoritaria preocupación. Su padre parecía resignado y compasivo.
– No -insistió Connie-. Tienen que mirárselo.
La ocupación del padre de Terry seguía siendo un misterio para todo el barrio. Cuando alguien le preguntaba este contestaba -y Terry a menudo repetía la respuesta- que era inventor. Pero de igual forma se podía haber declarado ufólogo o astrofísico, pues la idea seguía siendo muy vaga.
– ¿Inventor de qué? -era la inevitable réplica.
– De lo que necesite ser inventado -era su respuesta típica.
Chris Morris trabajaba en sus supuestos inventos en un taller adyacente a la vieja caravana. Cuando vecinos como Nev, el padre de Sam, o Eric, el padre de Clive, se ponían a especular acerca de la naturaleza de los inventos, sus mentes evocaban artefactos diseñados para superar el motor de combustión interna o tendían a pensar en artilugios de la era espacial, como, por ejemplo, aparatos de televisión diminutos. En realidad, los inventos de Morris adoptaban el aspecto de maquetas de cartón que le habían sido encargadas para adornar la parte trasera de los paquetes de cereales, o letreros para tiendas de comestibles.
– Sea lo que sea -oyó Clive que su padre decía en una ocasión-, no debe darle mucho dinero si tiene que vivir en una caravana hecha una chatarra.
– A menos que se lo gaste en otras cosas -dijo Betty Rogers apretando los labios como si supiese algo.
– ¿A qué te refieres? -siempre les preguntaban los hombres a las mujeres-. ¿A qué te refieres?
– Pues a que está todo el día por ahí pavoneándose con un coche deportivo cuando su hijo tiene agujeros en los zapatos.
A pesar de que Clive oía todo aquello, no se sentía desilusionado. El padre de Terry era su héroe. Incluso, aunque Clive tan solo tenía siete años, sabía que quería ser inventor como el padre de Terry. A pesar de la afirmación de su madre, Clive pensaba que el señor Morris se parecía más a un zorro que a un pavo. El señor Morris, con su pelo rojizo, tenía pico de viuda y una manera de contemplar las cosas que denotaba una inquietante inteligencia. Sus antebrazos morenos, tan diferentes de la piel rosácea de su padre, siempre estaban al descubierto al ir arremangado.
Morris siempre andaba tirando juguetes caseros o aviones de cartón. Aunque a Terry no le interesaban los juguetes a menos que fuesen de plástico con muchos colores y comprados en Woolworth's, Clive estaba totalmente fascinado por la destreza de Morris y su sencilla habilidad. Por el contrario, su padre era lento, torpe y despreocupado, justo como Terry. En más de una ocasión había sospechado que había algún error, que les habían dado los padres erróneos. Si se lo hubieran preguntado a Terry, habría sido feliz con tal idea. El padre de Clive había comprado recientemente un televisor, y los padres de Sam estaban a punto de hacer otro tanto. Todo el mundo decía que aquella era la era de la televisión, mientras que él tenía que conformarse con una versión de juguete hecha de cartón.
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