– Otro día, Chris -dijo-. Otro día.
– Marchaos a casa -contestó el padre de Terry-. Déjame la red, ya te la devolveré.
– ¿Estás seguro?
– Seguro.
De modo que Nev y Sam dejaron a Chris Morris escudriñando la oscura orilla del lago y retrocedieron por el sendero a pie.
– ¿Atrapará al lucio? -preguntó Sam cuando ya no les podía oír.
– Ni en un millón de años -contestó su padre.
Si Terry andaba con dificultad, Clive volaba. Clive, el torturador de tritones, era lo que popularmente se conoce como un «niño superdotado». Si su padres hubiesen sido físicos nucleares o catedráticos de Oxford o Cambridge, tal don no habría representado una maldición tan grande para su padre, Eric, que trabajaba duro en la línea de montaje de Humber, o para su madre Betty, que trabajaba a tiempo parcial en el economato local cortando panceta y reponiendo los estantes.
Siempre es difícil tolerar que te corrija de manera agresiva alguien más joven, pero el hábito de Clive de mejorar el imperfecto cúmulo de conocimientos de sus padres comenzó cuando tenía cuatro años, poco antes de que Terry perdiera dos de los dedos del pie por culpa de un lucio. Para cuando Clive fue a la escuela era bien conocido que podía leer el periódico. No se sabía si esto significaba que, como la mayoría de los adultos, se sumergía en los tabloides cada mañana medio adormilado, o que escrutaba los periódicos serios, desde los comentarios políticos hasta los artículos deportivos y por fin completaba el crucigrama antes del desayuno. El caso es que para cuando cumplió cinco años se decía que leía los periódicos.
A los seis entró en un concurso de la NASA para escolares. Yuri Gagarin acababa de completar el primer vuelo espacial; John Glenn hacía otro tanto por los americanos; y la NASA consultaba a niños de seis años en las Midlands sobre su programa espacial. Cómo aquel concurso captó la atención de Clive a tal edad es en sí un misterio, el caso es que los escolares fueron invitados a sugerir experimentos que podrían ser llevados a cabo por astronautas previsiblemente aburridos mientras orbitaban alrededor del planeta. Clive sugirió que llevaran arañas al espacio para ver si la condición de ingravidez afectaba a la manera en la que tejían las telas. La nasa lo eligió.
Debido a que ganó el concurso de la nasa, Clive y sus padres iban a volar a Cabo Cañaveral para estar presentes en el lanzamiento del siguiente vuelo espacial tripulado. Su foto apareció en el Coventry Evening Telegraph, con cara seria junto a una enorme telaraña. Aquello que tanto se celebró en el mundo de los adultos era el tipo de fama que peores consecuencias arrastraba en el patio del colegio. Pronto en la escuela comenzaron a llamarlo «El niño araña» y todos los chicos del patio se lo soltaban. Odiaba el mote tanto que pegaba puñetazos a cualquiera que lo usara, y como consecuencia también le devolvieron unos cuantos.
Caminaban de vuelta a casa desde el colegio -Terry, Clive y Sam, acompañados por la prima mayor de Terry, Linda- cuando Clive le dio un puñetazo a Sam en la boca. Aquello provocó que se le soltara el mismo diente de leche que luego iba a causar tantos quebraderos de cabeza.
– ¡Niño araña! -había dicho Sam sin causa aparente.
Clive le soltó un puñetazo en la mandíbula, motivado más por la costumbre que por un enfado genuino.
Sam se quedó paralizado. Clive, que esperaba que se produjera una trifulca, también. Terry se acercó.
– ¿Qué pasa?
Sam escupió en la mano un incisivo de leche que tenía un poco de sangre en la raíz.
– Perdona -dijo Clive con sincero horror por lo que había hecho, porque después de todo eran amigos-. Perdona.
– No pasa nada -lo tranquilizó Sam con un ligero temblor-. Ya estaba medio suelto.
La prima Linda, siempre diez metros por delante y mortificada por tener que cuidar de tres pequeñajos, les gritó para que caminaran más deprisa.
– Ponlo debajo de la almohada -dijo Terry-. El duende [1]te dejará seis peniques.
– No hay pruebas que sugieran que tal duende exista -intervino Clive.
– Siempre que he perdido un diente me he encontrado una moneda de seis peniques -gritó Terry.
– Sí, pero ¿obtuviste algo cuando perdiste los dedos? -discutió Clive-. Nada.
– Me pusieron cinco libras en una cuenta de ahorros. Cinco libras.
– Eso lo hizo tu padre -dijo Sam-. Es diferente. A los duendes no les interesan los dedos de los pies. Y, en cualquier caso, el lucio fue el que se llevó los dedos.
– ¡Cinco libras! -Terry estaba dolido.
El episodio del lucio lo había dejado ligeramente cojo.
– Hay forma de averiguarlo -insistió Clive-. Ponlo debajo de tu almohada, pero no les digas nada a tus padres.
– ¿A qué vienen tantos gritos? -quiso saber Linda cuando llegaron hasta ella.
– A Sam se le ha caído un diente -contestó rápidamente Clive.
– ¿Existe el duende que se lleva los dientes? -preguntó Sam. Rápidamente Linda redefinió la distancia entre ella y el grupo de niños.
– Tú no te lo tragues porque si no te crecerá un árbol de dientes en el estómago.
– ¿Qué? -dijeron los tres niños al unísono.
– Un árbol de dientes que te crece en las entrañas -gritó por encima del hombro.
Sam tenía el puño cerrado apretando el diente, como si algún espíritu maligno quisiese doblarle el brazo para hacer que el diente se volviese a introducir en su boca. Guardó silencio durante todo el trayecto.
Sam nunca mencionó nada a sus padres acerca del incisivo. Si pensaron que estaba muy silencioso aquella tarde, no dijeron nada. En cualquier caso, a Sam se le consideraba un chico distraído, con tendencia a quedarse absorto, a soñar despierto y a permanecer con los ojos abiertos contemplando el vacío de manera poco natural.
– En otro mundo -comentaba a menudo su madre, Connie-. En otro mundo. ¿Crees que el niño es autista?
– ¿Autista? -Nev bajó el Coventry Evening Telegraph-. ¿Qué es eso de «autista»?
Connie intentó recordar algo que había leído en una revista.
– Bueno, es como estar en la luna todo el rato.
Nev no creía en nada que no pudiese pronunciar. Contempló a su hijo que estaba viendo la tele, con el rostro arrugado mientras realizaba una evaluación somera. Sam, que siempre se daba cuenta de la manera en la que hablaban como si no estuviera presente, fingió no estar escuchando.
– ¡Qué va! -dijo su padre mientras volvía a centrar su atención en el periódico.
Aquella noche Sam examinó el diente a la luz de su lamparita de noche. El trozo de marfil estaba ligeramente manchado de amarillo cerca de la raíz. El anillo de sangre seca alrededor de la base le recordó de manera nítida la sensación que sintió al despegarse de la encía. Era una mancha de sangre con forma de dolor. Sam tanteó con la lengua el agujero que el diente le había dejado. Tenía la misma forma dolorosa. Apagó la lamparita y colocó el diente debajo de la almohada.
Unas horas más tarde, se despertó, justo cuando sus padres se iban a la cama. Su madre le hizo una visita. Apenas consciente, notó que tiraba de la manta y le alisaba la almohada. Se dio la vuelta y se quedó dormido.
A mitad de la noche se despertó muerto de frío. La ventana del dormitorio estaba abierta de par en par en mitad de la oscuridad y una leve brisa movía las cortinas. La luna creciente suministraba algo de luz pero que no lo aliviaba. La brisa le trajo una extraña fragancia, familiar aunque difícil de identificar. Era una mezcla de olores, entre los cuales estaba el de la hierba mojada. Aunque no había llovido.
Algo no iba bien. Sam se incorporó.
Había alguien en la habitación.
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