Graham Joyce - Amigos nocturnos

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Graham Joyce lo ha vuelto a hacer. Nos brinda uno de esos libros que no sabes bien cómo, pero que no puedes dejar de leer, pues te engancha desde la primera página. Con una prosa engañosamente sencilla, aunque mucho más elaborada de lo que parece a simple vista y una estructura de capítulos cortos que invitan a ir avanzando con celeridad, Joyce te envuelve en su particular universo de manera eficaz.
En esta ocasión, el protagonista es un chico -Sam Southall- y sus amigos de pandilla que viven en Coventry, escenario habitual del autor. Lo que inicialmente parece un simple relato de aventurillas juveniles, empieza a adquirir rápidamente tintes un tanto oscuros (el incidente del lucio, la masacre de los padres de uno de los protagonistas) y sobre todo, la aparición del primer y único elemento fantástico de la narración: una especie de duende perverso que sólo puede ser visto por el protagonista.
Es evidente que el libro admite varias lecturas. Una más superficial que nos presentaría las aventuras y desventuras de un joven acosado por un personaje sobrenatural que destruye todo lo que tiene cerca y que no deja de fastidiar terriblemente a la única persona que, en condiciones normales puede verlo.
Pero esa sería una lectura demasiado superficial. Es evidente que las intenciones del autor son otras. La narración es una alegoría del paso de la infancia a la madurez a través de una problemática adolescencia, con los clásicos miedos y temores que comporta, la explosión de sentimientos, la confusión, la necesidad de rebelarse contra lo establecido y el descubrimiento del sexo.
La novela, que en otras manos podría haberse convertido en una novela de terror, no produce miedo en ningún momento, como mucho una cierta inquietud ante lo desconocido. Especialmente ante los capítulos en que otras personas pueden percibir en cierta manera al duende, cuya naturaleza no queda clara en ningún momento, cosa que potencia el elemento mistérico de la narración.
En definitiva, otra excelente novela de Joyce que nos tiene malacostumbrados a estas pequeñas joyas que de tanto en cuanto los editores nos ofrecen traducidas. Espero que dicha tendencia se mantenga en el futuro y podamos disfrutar de más obras de este peculiar autor.

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– ¿Sabes?, Terry tiene razón.

– No -dijo Alice de modo firme-. Linda ganará.

Y Alice tenía razón. Linda ganó. La competición se marchitó después de que apareciese ella, y fue coronada Reina del Solsticio. Fue fotografiada portando una banda y una diadema, y después con George Crabb aplastando sus gruesos labios contra su mejilla.

– George Crabb le ha pedido una cita -informó Terry al día siguiente, mientras esperaban a que pasara el desfile de carnaval-. Derek no estaba nada contento. ¡En absoluto!

– ¿Le dijo que sí? -preguntó Clive.

– Dios, no. Es un futbolista feísimo, ese George Crabb. Tiene aspecto de haberse aplastado contra la grada mientras perseguía un balón.

– Sabía que ganaría -dijo Alice con un suspiro-. Los hombres se mueren por estar con alguien como Linda.

– Hay finales de provincia, finales regionales y nacionales -dijo Terry-. La gente dice que puede llegar hasta el final.

– ¿Hasta qué final?

Nadie respondió la pregunta de Sam, pues apareció la primera carroza, moviéndose despacio en primera marcha, como un barco resoplando entre pequeños grupos de personas que se encontraban a cada lado de la calle principal de Redstone que conducía a Coventry. Era un gran día. Redstone había albergado el concurso y Redstone había suministrado a la ganadora. La chica local había ganado a todas las que habían acudido. El cielo era azul y todo estaba precioso. Una docena de vehículos se arrastraban lentamente por la calle: camiones de carbón, furgonetas de limonada y camionetas de transportistas comandadas por una muchedumbre alocada que iba disfrazada, una con motivos españoles, otro parodiando las películas de ciencia ficción, otra imposible de adivinar.

– ¿Qué se supone que son?

– No sé. Algo.

Y el penúltimo camión, hermosamente adornado con sábanas de satén y enormes ramos de gladiolos, serpentinas que revoloteaban, y banderines ondeando, además de un centenar de globos azul cielo llenos de helio, transportaba a Linda, la diosa del amor del verano entronizada, saludando feliz a los que se encontraban en la calle. La diadema brillaba con el sol e iba flanqueada por las dos damas de honor que habían quedado en segundo y tercer lugar. Saludaban, todas saludaban una y otra vez. Al ver a sus padres, Dot y Charlie, a Terry, a Derek y a los demás, Linda se bajó de su trono y fue hasta el borde del camión para gritar y lanzar besos y saludar y para aceptar los gritos de júbilo, los silbidos y las palmas.

Sam, saludando y silbando con los demás, se detuvo de repente, sintió cómo se congelaba su sonrisa y la cara se le contraía mientras algún temor dentro de él se desmoronaba formando un oscuro y maligno polvo.

– No -dijo de forma muy débil-. No.

– ¿Qué ocurre? -dijo Alice al ver a Sam.

Todos los demás ojos estaban vueltos hacia Linda.

Sam alzó un dedo hasta tenerlo cerca del rostro, señalando con horror el desfile de carnaval. Veía sobre el trono al duende, una figura negruzca repantingada en la dorada silla vacía. Había recobrado su forma femenina, pero su rostro era una máscara horrorosa, y llevaba una corona de hojas de hiedra y una faja de miles de dientes como cuentas, una burla grotesca de la reina de la belleza que saludaba con inocencia al alegre gentío.

– No veo nada -dijo Alice.

Pero mientras Alice intentaba encontrar sentido al comportamiento de Sam, este vio que la duende extendía una fétida mano desde sus sombras, la extendía para tocar a Linda en el hombro, lista para infestar su inmaculada belleza y su momento de triunfo.

– Déjala en paz -susurró-. A Linda no. Déjala en paz.

Pero la carroza había pasado dejando a Sam con una mirada de horror y a Alice contemplándolo consternada.

31. Los chicos pum pam

¡Pum! Sam prácticamente vio las letras impresas en negro y los signos de exclamación extenderse por la nube de humo al explotar la bomba. El ruido de la explosión se extendió por el campo de fútbol y pareció morir en el bosque vecino. El humo gris y blanco se quedó suspendido en el aire un instante como capullos de algodón.

Eran más de las seis de la tarde, y no había nadie más por allí. Los equipos de fútbol hacía tiempo que se habían ido a casa, y era demasiado temprano para que las parejas aparcaran los coches en el camino. Impresionado por la explosión de la bomba casera hecha por Clive, los Depresivos emergieron tras los arbustos junto al estanque y se acercaron a inspeccionar el daño causado a la puerta de los vestuarios.

Clive llegó el primero. La bomba había dejado un olor acre en el aire y una quemadura negruzca sobre la losa bajo la puerta. La propia puerta de madera no tenía otro daño que una grieta de veinte centímetros en la madera justo encima del centro de la explosión.

– ¡Apenas la ha tocado! -dijo Sam.

– Pensé -intervino Alice- que iba a hacer saltar la puerta de sus goznes.

– Aquí está la carcasa -dijo Terry mientras pateaba un trozo de tubería aún humeante.

Terry aún tenía dudas sobre la idea de bombardear el club de fútbol. La temporada había comenzado, y no había sido seleccionado, pues el entrenador había elegido a su propio hijo para jugar en la posición que todos sabían pertenecía por justicia a Terry. El entrenador había contado los dedos de los pies de Terry en las duchas al final de la temporada anterior y había expresado dudas, nunca mencionadas anteriormente, sobre el equilibrio de Terry.

– Vale -había dicho Clive al oír aquel ejemplo de tan asombrosa injusticia y pretexto de nepotismo-, vamos a poner una bomba en el club de fútbol.

– Lo secundo -accedió Sam.

– Parece justo -había añadido Alice.

Terry no estaba seguro sobre todo aquello pero, muy apenado, se unió a los demás.

Clive inspeccionó la barra de metal. Profirió leves disculpas por la poca efectividad del artefacto. La mayor parte de la fuerza parecía haberse concentrado en destrozar la tubería.

– No sé lo que esperabais -dijo-. No es más que una tubería fina.

– Haz otra, entonces -dijo Sam.

– Vamos a hacer todos una -fue la respuesta de Clive-. Ya veremos si la podéis mejorar.

La tarde siguiente todos se reunieron en el cobertizo detrás de la casa de Clive. Eric y Betty Rogers estaban acostumbrados a que Clive y sus amigos se encerraran en el cobertizo para, supuestamente, jugar con el equipo de química que, en realidad, no había tocado en más de un año. Era uno de los sitios donde se reunían los Depresivos. Estaba iluminado por un tubo fluorescente, y allí se podían juntar para fumar un cigarrillo sin demasiado peligro de ser molestados. Clive les mostró cómo usar una sierra para abrir un punto de detonación, cómo cargar la tubería y cómo cerrar los extremos.

– En esto debéis tener especial cuidado -dijo Clive con seriedad-, porque si golpeáis los extremos con demasiada fuerza podéis hacer que os explote en la cara.

Aparte de Alice, que no quiso participar en la fabricación de los artefactos, todos buscaron trozos de tubería que cortaron para que tuvieran la misma longitud. Clive mezcló el pesticida y el azúcar, y llenó otra bolsa con mechas. Una vez que los extremos de las tuberías fueron sellados en el torno, cada uno tenía su propia bomba. Clive sugirió personalizarlas. Cogió un bote de pintura blanca y una brocha pequeña y pintó las palabras «Depresión» sobre su bomba. Después alzó la vista hacia Alice.

Sam agarró la brocha y pintó las palabras «Chico pum pam» en la suya.

– ¿Qué es eso? -preguntaron los otros.

Sam se encogió de hombros. Alice observó la tubería.

– La tuya es un poco delgada -dijo.

De repente todos se echaron a reír.

– La de Terry es la más gruesa.

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