Graham Joyce - Amigos nocturnos

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Graham Joyce lo ha vuelto a hacer. Nos brinda uno de esos libros que no sabes bien cómo, pero que no puedes dejar de leer, pues te engancha desde la primera página. Con una prosa engañosamente sencilla, aunque mucho más elaborada de lo que parece a simple vista y una estructura de capítulos cortos que invitan a ir avanzando con celeridad, Joyce te envuelve en su particular universo de manera eficaz.
En esta ocasión, el protagonista es un chico -Sam Southall- y sus amigos de pandilla que viven en Coventry, escenario habitual del autor. Lo que inicialmente parece un simple relato de aventurillas juveniles, empieza a adquirir rápidamente tintes un tanto oscuros (el incidente del lucio, la masacre de los padres de uno de los protagonistas) y sobre todo, la aparición del primer y único elemento fantástico de la narración: una especie de duende perverso que sólo puede ser visto por el protagonista.
Es evidente que el libro admite varias lecturas. Una más superficial que nos presentaría las aventuras y desventuras de un joven acosado por un personaje sobrenatural que destruye todo lo que tiene cerca y que no deja de fastidiar terriblemente a la única persona que, en condiciones normales puede verlo.
Pero esa sería una lectura demasiado superficial. Es evidente que las intenciones del autor son otras. La narración es una alegoría del paso de la infancia a la madurez a través de una problemática adolescencia, con los clásicos miedos y temores que comporta, la explosión de sentimientos, la confusión, la necesidad de rebelarse contra lo establecido y el descubrimiento del sexo.
La novela, que en otras manos podría haberse convertido en una novela de terror, no produce miedo en ningún momento, como mucho una cierta inquietud ante lo desconocido. Especialmente ante los capítulos en que otras personas pueden percibir en cierta manera al duende, cuya naturaleza no queda clara en ningún momento, cosa que potencia el elemento mistérico de la narración.
En definitiva, otra excelente novela de Joyce que nos tiene malacostumbrados a estas pequeñas joyas que de tanto en cuanto los editores nos ofrecen traducidas. Espero que dicha tendencia se mantenga en el futuro y podamos disfrutar de más obras de este peculiar autor.

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Ayudarles de verdad. Con unos cuantos ajustes, por supuesto. ¡Y es tan estúpidamente simple!

– Hace un poco de daño en la nariz.

– ¿Puedo probarlo? -Skelton señaló con un dedo la pinza de cocodrilo.

Sam se encogió de hombros. El doctor lo recogió con cuidado, abrió el muelle y lo soltó sobre su nariz.

– ¡Ay! Tienes razón.

– Tienes que poner trozos de algodón entre la pinza y la nariz. Si no, no puedes dormirte y tener pesadillas.

– Ya veo. Ya veo. De modo que el sensor está aquí en la pinza, ¿no? Bien. Bien. Vamos a probarlo.

Skelton comenzó a hiperventilar por la nariz. En unos instantes la alarma se accionó. Se arrancó la pinza de la nariz y gritó:

– ¡Aleluya!

Se levantó. Con las manos enlazadas en la espalda, se puso a caminar alrededor del escritorio, murmurando para sí.

– Lo que necesitamos es a alguien que pueda desarrollar este objeto. Voy a ponerme en contacto con una o dos personas. Lo vamos a patentar.

– Aún me pertenece -dijo Sam con tozudez.

Skelton se detuvo de repente. Se inclinó hacia delante y colocó su rostro muy cerca de Sam, de manera incómoda, tan cerca que podía ver un halo de recelo alrededor de cada ojo. No le gustaba aquello.

– Escúchame, muchacho. Puede que yo sea un maldito psiquiatra y no muy bueno. Incluso admito que a veces le doy a la bebida. Lo que no soy, sin embargo, es un maldito ladrón. ¿Qué es lo que no soy?

– Un maldito ladrón.

Skelton pareció satisfecho. Asintió con una sonrisa forzada antes de volver a su silla sin dejar de sonreír.

– No, este juguete es tuyo. La vamos a patentar a tu nombre, Sam. Pero tengo que encontrar a alguien que transforme la idea en algo más compacto y cómodo.

Hablaron sentados sobre el interceptor de pesadillas por un tiempo. Sam finalmente comprendió que Skelton no estaba interesado en absoluto en robarle la idea; su fascinación estaba genuina-mente motivada por los potenciales beneficios psicológicos que podía tener en algunos de sus pacientes. Finalmente la señorita Marsh asomó la cabeza tras la puerta y le recordó a Skelton que se había pasado del tiempo.

– ¡Dios santo! Será mejor que te vayas, muchacho. Por ahora, llévate contigo el juguete. Pídele otra cita a la señorita Marsh. -Sam estaba a medio camino de la puerta cuando Skelton pareció recordar algo-. ¡Ah! Antes de que te vayas, ¿te va todo bien?

– ¿En qué sentido?

– En el sentido de tu puñetera salud mental y física.

– Supongo.

– ¿Nada de duendes?

– Ya hace mucho que no.

– Bien. Vete.

Poco después de su charla con Skelton acerca del potencial del interceptor de pesadillas, Sam y Terry pasaron por la casa tras la que solía vivir Terry. La caravana hacía tiempo que había sido retirada, pero el taller garaje seguía cerrado con candado y, por lo que Sam sabía, no lo habían tocado desde que Morris se disparó a sí mismo, a su mujer y a sus bebés gemelos.

– ¿Nunca te dan ganas de mirar ahí dentro? -preguntó Sam a Terry.

Terry se ruborizó y habló en voz muy baja.

– No hay nada que ver.

– Pero puede que haya cosas. Cosas que podrías usar. Pertenecían a tu…

Terry nunca hacía referencia a su padre, y Sam tampoco conseguía hacerlo.

– Me refiero a que esas cosas te pertenecen.

– Vendieron todas las herramientas buenas cuando vendieron la caravana -dijo Terry-. El tío Charlie dijo que tan solo quedaba chatarra y trastos. No me preocupa.

Pero Sam se sentía de nuevo atraído por el taller, a pesar de que su última visita al lugar había dado como resultado una muñeca magullada cuya cicatriz aún lucía. El lugar contenía demonios que debía exorcizar, fantasmas que necesitaba vencer.

Sabía que no había peligro de que lo descubriera el viejo que aún vivía en la casa. Una cálida tarde Sam se coló por el lateral del garaje buscando la ventana suelta donde se había cortado el brazo tantos años atrás. El cristal roto nunca había sido reemplazado. El marco de la ventana se abrió tan fácil como antes. Pasó una pierna sobre la ventana y metió la cabeza dentro. El interior olía a madera cálida y a humus. Incluso la oscuridad olía a polvo. Por lo que podía ver, la mayor parte del equipo de Morris había sido retirado, pero aún quedaban algunos de los viejos cacharros: la hélice de aeroplano aún estaba atada al tejado, la máquina de discos destrozada aún descansaba en una esquina junto con las cubiertas de las máquinas tragaperras. Pero a Sam le dio miedo adentrarse. Permaneció allí por un instante, medio dentro, medio fuera, incapaz de sobreponerse a su temor y a sus recuerdos.

Se deslizó fuera del garaje y desapareció con una creciente sensación de derrota.

Era la noche anterior al solsticio de verano. Redstone y el club social del distrito celebraban el concurso de belleza anual de la Reina del Solsticio. La deliberación estaba programada para las siete en punto aquella tarde. Se ofrecía un premio en metálico de cien libras, además de un fin de semana para dos. Los jueces eran los editores del Coventry Evening Telegraph; George Crabb, el máximo goleador del club de fútbol Coventry City; y algún otro que fabricaba aeronaves ligeras. Linda participaba.

Las competidoras debían aparecer en vestido de calle, vestido de noche y traje de baño. Debido a que Linda iba a concursar, Clive, Sam y Alice, junto con Terry y Derek, el novio de Linda, habían sido obligados a estar en la salita para servir de público ante el que practicar y desfilar con los diferentes vestidos. El club social siempre estaba envuelto en un aire viciado lleno de nicotina donde el olor a cerveza agria era lo suficientemente potente como para que te picara la nariz. En opinión de Sam no tenía sentido llevar un traje de baño en tal lugar, y así lo dijo.

– No seas ridículo -dijo Alice.

– Aguafiestas -dijo Terry.

Solo Derek estaba de acuerdo con Sam, pero la discusión se acabó cuando Linda entró con timidez en la habitación llevando el vestido de calle e hizo un giro. Clive y Terry se llevaron los dedos a la boca y silbaron. Linda se sonrojó y sonrió. Dot le había maquillado el rostro con dedicación y llevaba unas pestañas falsas extraordinariamente largas además de una simple minifalda. Sam también se sonrojó. Linda estaba impresionante. Estaba tan atractiva que podía darte un infarto y parecía totalmente inalcanzable para él. Ella vio cómo se sonrojaba y sus ojos se cruzaron antes de que Sam retirara la mirada.

Linda salió y volvió a aparecer con un traje de baño azul cielo y zapatos blancos con mucho tacón. Sam recordó la forma de los pechos de Linda, los pezones púrpura erectos a la luz de la luna en el Mini de Derek mientras la espiaban desde el seto aquella noche. Sus ojos se arrastraron hasta el suave monte de su pubis bajo el estirado traje de baño de algodón azul cielo. Un rizo suelto de vello púbico aparecía en la entrepierna; quiso sugerirle que hiciera algo al respecto, pero no era posible llamar la atención sobre tal asunto. La polla se le hinchó en los pantalones y se removió nervioso en la silla mientras miraba a Derek con aire de culpabilidad, pero el novio de Linda parecía desconcertado por todo aquello.

– ¡Buena elección de color! -bramó Terry-. ¡Va a volver loco a George Crabb!

Tras desfilar con el traje de noche acabó el espectáculo. Derek salió a juguetear con el Mini, preparándolo para llevar a Linda al club social.

– Es preciosa -dijo Alice-. Es espectacular.

– Tú también deberías participar, Alice -dijo Terry.

– Ja, ja, ja. Ni lo sueñes.

Sam la miró con dureza. Alice también era hermosa pero de forma diferente. Tenía una bonita estructura ósea. Su belleza intrigaba, la de Linda consolaba.

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